Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 11 de mayo de 2013

Oda a los abuelos


Hay algo muy especial en la relación entre abuelos y nietos, una complicidad que no existe entre padres e hijos. Una de las grandes suertes que yo he tenido en la vida ha sido la de conocer no solo a todos los míos, sino también a tres de mis bisabuelos.
Tengo recuerdos de todos, aunque de cuatro de ellos muy pocos, porque nos fueron dejando uno tras otro cuando yo aún era pequeña. Por el lado de mi padre fallecieron tres: primero mi bisabuelo, al que llamábamos Papi y él a nosotros —la bandada formada por un nieto aún niño y muchos biznietos que le gastábamos bromas pesadas— nos gritaba «¡bordes!»; siempre sospeché que no sabía nuestros nombres verdaderos. Siguió mi abuelo y poco más tarde mi bisabuela, que era ciega y lamentaba la muerte de su único hijo sollozando: «¡Mi hijo, mi hijo, ¡solo tenía cuatro años!». Por el lado de mi madre nos dejó la suya, que era sorda y desde muy pequeña me animó a que me comunicara con ella a través de la escritura en forma de pequeñas notas de papel.
Cada año visitábamos el cementerio para enterrar a alguien. Con nueve o diez años llegué a creer que la muerte era algo cotidiano, que pasaba en todas las familias al menos una vez al año, como en la mía. Me acostumbré a ver a mis padres llorar; siempre lo hacían en los entierros, aunque en esa época, cuando aún no habían tenido su crisis existencialista-religiosa común, me decían que los muertos que nos miraban desde el cielo preferían que no lloráramos su ausencia. Mis abuelos, además, perdieron a tres hijas al nacer, y cuando murió mi abuelo, el enterrador tuvo que sacar los diminutos ataúdes para hacer sitio. Mi abuela gritó: «¡Mis niñas!» y se abrazó a alguien, hecha un mar de lágrimas. Ver a los adultos sollozar tanto me provocaba mucha inseguridad, porque ellos eran los que nos decían siempre que no teníamos que hacerlo. En otra ocasión fue el féretro de la madre de mi abuela el que retiraron para hacer sitio. Mi abuela sabía que estaría en avanzado estado de descomposición y nos obligó a todos los niños a ponernos de espaldas, para no verlo. No sé si mis primos, hermanos y tío pequeño acataron la orden, pero yo no; me giré como buena pecadora, justo a tiempo para ver, con mis ojos abiertos como platos, un cráneo negro entre la madera carcomida.
De repente un año no hubo ninguna muerte en la familia. Fue raro, como si hubiéramos estado afectados por la peste bubónica y por fin se hubiera terminado. Hasta años más tarde no me di cuenta de cómo esa presencia tan persistente de la muerte en mi niñez condicionó mi manera de asimilar las que llegaron después y la consciencia de mi propio paso efímero por esta vida. Algo, dicho sea de paso, que considero saludable para el alma, al menos para la mía: el de saber que tenemos una vida, que es esta y que el momento de vivirla es ahora porque mañana puede que no llegue nunca.
Durante años no se murió ningún abuelo más y después dos de ellos lo hicieron con muchos años de diferencia. Fueron la Pina y el Avi, a los dos que más quise, porque fue con los que más relación tuve, y a los que más recuerdo y sigo llorando. La Pina era mi bisabuela; murió a los noventa y siete años. Preparaba el café con leche y galletas más delicioso que he probado en mi vida y tenía siempre pegada a los labios una frase que a mis primas y a mí nos hacía partirnos de risa, porque ella estaba tan sana y lúcida de mente, que yo llegué a pensar que era inmortal: «Més valdria morir-se», le oía decir al menos cuatro veces al día durante los diecinueve años que tuve el gusto de compartir la vida con ella. Como mi otra bisabuela, tuvo la desgracia de haber sobrevivido a sus hijos. Me costó años acostumbrarme a su ausencia; cada vez que iba a casa del Avi, me sorprendía esperando que fuera ella quien me abriera la puerta.
Mis dos abuelos —el Yayo y el Avi— tuvieron en común tener dieciséis años cuando estalló la Guerra Civil Española y morir los dos en el mes de mayo, el mismo día con veintidós años de diferencia. Mi abuelo paterno, el Yayo, era hijo único. En 1937 se lo llevaron al frente como a muchos otros y sus padres no supieron nada de él durante siete años. Les dijeron que estaba «desaparecido en combate» y lo dieron por muerto. En realidad, estaba cumpliendo el servicio militar, que le obligaron a hacer después de la guerra, pues antes había sido demasiado joven. Uno de los pocos recuerdos que conservo de él es el del tatuaje que tenía en el brazo. Era de una serpiente y tenía escrito el nombre de una mujer que no era mi abuela. Esa serpiente me fascinaba, más que nada porque él me aseguraba que le salió así sin más, como un sarpullido, después de que le picara una exactamente igual en África. También me contó que a veces, después de haber estado pegándose tiros, hacían un alto el fuego y compartían cigarrillos con el enemigo; luego, seguían matándose. De él sé más cosas por lo que me contaron mis padres y mi abuela después que por lo que recuerdo. Como murió tan pronto, lo mitifiqué o me quedé solo con lo bueno de él. No me importaba que fuera mujeriego y adúltero, despilfarrador, bebedor y fumador. Hasta me reía cuando mi padre me contaba que el suyo le usaba como tapadera para liarse a la sirvienta. Su nivel de estudios era mínimo, pero era cultísimo porque su mayor afición, por encima de las mujeres y de todo lo demás, era leer. De pequeña mi madre siempre me decía que había sido autodidacta, algo que yo envidiaba. Ella me lo contaba como ejemplo de persona que a pesar de no haber tenido acceso a la educación, llegó a hacerse a sí mismo y adquirir un nivel cultural superior. Pero yo pienso que fue así precisamente porque vivió la vida en primer plano. Era un bon vivant que, como muchos otros hombres que he conocido, despertaba admiración y cariño en mucha gente y sin embargo, no siempre trataba bien a sus más allegados: sus padres, su esposa y sus hijos. Es una paradoja que he visto en muchos hombres, tanto en la Historia como en mi propia vida. Hombres encantadores y a menudo muy atractivos, que me estimulan intelectualmente y de los que atesoro su amistad, siempre mezclada con el gran alivio de no ser yo pareja suya.
Mi abuelo materno, el Avi, no murió hasta hace poco. Bueno, hace ocho años ya; ayer, como quien dice. Mi madre me había contado que durante la guerra estuvo escondido, así que oficialmente fue un desertor. A mí me enorgullecía mucho tener un abuelo que no quiso hacer la guerra y desde siempre quise saber más de ese episodio de su vida. Durante un tiempo iba cada jueves a comer a su casa, en el barrio de l’Eixample, cercano al edificio histórico de la Universidad de Barcelona donde estudiaba. Me preparaba siempre una paella exquisita. Después de comer seguíamos una especie de ritual. Yo le pedía que me contara su vida y sobre todo los años de la guerra y él, siempre sonriendo, me contestaba «poc que me’n recordo —literalmente: poco que me acuerdo». Entonces se sentaba en su sillón para ver las noticias y se quedaba dormido. Algo saqué, pero muy poco, y con los meses dejé de insistir. Nunca creí que realmente no se acordara. Me debatía entre no dejar pasar la oportunidad de conocer de primera mano pedazos de historia vividos en la familia o respetar su decisión de rendir al olvido una época de pocas alegrías. Antes de irme, me ponía a hurgar en las cajas llenas de postales de muchos años atrás que se enviaban en la familia, algunas de mi madre. Me chocaban mucho porque estaban todas escritas en castellano, cuando en casa de mis abuelos solo se hablaba el catalán.
Mucho tiempo más tarde, pocos meses antes de que él muriera pero sin nadie sospechar que pronto lo haría, tuve la inmensa suerte de convivir con él durante cuatro meses, después de haber estado yo años dando vueltas por el mundo. Una de las cosas que hicimos juntos fue visitar al sacerdote —entonces seminarista— que se había escondido con él durante la guerra. Su hija pequeña —mi tía Anna— había conseguido localizarlo después de varios meses de investigación. Ella y yo orquestamos el encuentro sin poner en antecedentes a ninguno de los dos, y esperamos su reacción. Después de más de sesenta años de no verse, no se reconocieron. Así que los presentamos. La sorpresa, incredulidad y alegría de ambos fue digna de ver; un momento muy emocionante. Al contrario que el Avi, el sacerdote tenía la mente muy clara y despierta, y recordaba muchas cosas de la guerra, que nos contó encantado. Yo fui con una libreta y un bolígrafo, y lo anoté todo.
Estuvieron los dos escondidos en un cuarto de cuatro metros cuadrados de una casa particular durante trece meses, después de que el Avi consiguiera escaparse de recibir instrucción en el Collell por parte de los republicanos; lo que le tocó. Pasaban los días jugando al ajedrez, haciendo punto de malla, garlitos de cañas de pescar o zuecos con piñones de olivas; no tenían suficiente espacio para hacer ejercicio. También dibujaban y escuchaban la radio de galena. Conocieron la noticia de la batalla del Ebro gracias a Queipo de Llano, que emitía desde Sevilla.  Durante ese tiempo, solo salieron una vez a la calle, una noche a buscar leña, y pasaron muchísimo miedo. Otra vez fue la policía a inspeccionar el piso. La señora de la casa cerró la puerta de su cuarto, el único que daba a la cocina y no a un patio central, y la policía no se dio cuenta. Ellos se escondieron detrás de un montón de leña pero de haberse percatado de la existencia de ese cuarto, seguro que los habrían pillado porque se notaba mucho que ahí había alguien «que mataba moscas».
—Nos habrían enviado al frente. De una buena nos libramos, ¿eh, Josep? —dijo el cura dándole una palmada en el hombro.
El Avi rió como hacía años que no le veía hacerlo. Siempre había sido taciturno; ahora ya llevaba muchos años que lo único que decía era «bueno, bueno». Esta vez, sin embargo, parecía que los recuerdos estaban muy vivos en su memoria, y quiso añadir algo. Anna y yo abrimos mucho los ojos y afinamos los oídos, pero las palabras se le enredaron en la boca y no consiguieron salir.
Cuando terminó la guerra, se presentaron a los nacionales, que los hicieron caminar desde Girona hasta Barcelona junto a otros prisioneros que no se habían presentado a filas. De ahí los llevaron a un campo de concentración y de ahí a hacer la mili. El Avi estuvo dos años en Melilla, donde aprendió a conducir camiones.
Años más tarde fue conductor de autocares. Una de las imágenes más vívidas que tengo de mi niñez es la de subir las escaleras del autocar y allá arriba, detrás de aquel volante horizontal tan enorme, ver al Avi, siempre sonriente y fumando un puro. Un día subí con mi hermana, que lloraba. «Plora, plora, m’encanta la música de les nenes quan ploren», dijo el Avi. Mi hermana, tan sorprendida como yo, dejó de llorar. A mí esa frase no se me olvidó nunca. Volví a tenerla muy presente el día que él murió, y le hice caso, lloré mucho. Él se fue sin hacer ruido, nunca lo hacía. Dejó todo dispuesto para que nadie más tuviera que preocuparse de los trámites posteriores a su muerte, pero no dejó escrito en ningún sitio que no le lloráramos.
A mí también me gustaría ser abuela algún día y ya dejo escrito que no me iré al cielo y que sí me gustaría que me lloren.
            Amén.

13 comentarios:

  1. Carmen, qué bonito. He disfrutado mucho leyéndolo, pero se me ha hecho corto. ¡Escribe una novela! Yo, por más que intento desenterrar historias familiares, no lo consigo. Quedan pocos que las recuerden. Envidio tu memoria y tu persistencia con la libreta y el boli. No sé si a ti te gusta Isabel Allende, a mí me entusiasma, y la historia y el estilo me han recordado a ella.

    Recuerdo la historia del Yayo de la guerra y la mili, que me contó tu padre un día en Palau, en el sótano, en la barra donde había monedas pegadas con pegamento. La recuerdo muy bien porque me impresionó tal injusticia. Y recuerdo el "bueno, bueno" del Avi, que nos hacía tronchar de risa.

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    1. Las monedas eran para tapar las quemaduras en la madera, provocadas por los innumerables cigarrillos que se consumían en sus dedos mientras contaba historias... A ver si este verano consigo sacarle más. Ahora mi móvil tiene grabadora; voy adaptándome a los tiempos.

      De Isabel Allende hace más de quince años que no leo nada. Dejé de seguirle la pista cuando publicó un libro de recetas o algo así (no recuerdo bien) que me pareció una estafa. Pero sabes que me fío siempre de tu criterio literario, así que si me recomiendas algo suyo que crees que me gustaría, lo leeré encantada.

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  2. Muy hermoso, Carmen.
    Me ha encantado y emocionado, y como dice Tatiana, ahí hay una novela. Una novela que en tus manos, estoy seguro de que sería muy buena.
    Es de las cosas que más me han gustado entre lo que has escrito, pues se nota la emoción y el sentimiento que hay detrás. Enhorabuena.
    Es fantástico que conserves todos esos recuerdos, algo de lo que yo carezco. Y no se me ocurre una mejor manera de honrar la memoria de los seres queridos que ya no están, que escribiendo sobre ellos.

    Y serás una gran abuela.

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    1. Gracias, Fernando. Sí, tengo muchos recuerdos e historias curiosas en la familia. Quizás algún día escriba una novela sobre ellos, pero primero tengo que ocuparme de los proyectos ya empezados. De momento, me contento con seguir rescatando historias.

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  3. Puc dir que aquest post és l'escrit signat per tu que més m'ha agradat i amb el que més he gaudit, per l'estil de la prosa, però sobretot per la seva emotivitat. M'ha arribat al cor i m'hi sento profundament identificada. Suposo que per això escric el comentari en català, cosa que no acostumo a fer en un post escrit en castellà.

    Dos del meus avis, els únics que he conegut, han estat el pal de paller de la meva infantesa i joventut. He tingut el privilegi de sentir i compartir les històries de la seves vides durant anys, i un dels meus somnis és deixar-ne testimoni amb un llibre. L'altre somni el compliré ben aviat: fer-los besavis, ara que ja ronden els 90 anys.

    Espero poder llegir més sobre els teus ascendents. Felicitats :'-)

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    1. Gràcies, Aloma. Què bonic el que dius dels teus avis. A mi també m'agradarà llegir el llibre que escriuràs algun dia. I et prometo que continuaràs llegint sobre els ascendents dels teus fills. Una abraçada, guapa.

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  4. Me ha encantado, Carmen. Y pienso que tienes un precioso material no sé si para una novela, pero desde luego para una serie de cuentos. Además, parece que el relato corto se te da de maravilla.
    Mi padre también fue a la guerra con dieciséis años en la que llamaron «la quinta del chupete». Estuvo a punto de morir, lo metieron en un campo de concentración al acabar y después lo obligaron a hacer el servicio militar durante muchos años. Esa experiencia le provocó un odio mortal a los militares que transmitió a todos sus descendientes. Ya ha muerto, igual que mi madre, y yo he recogido parte de las cosas que nos contaban sobre ellos y la familia en los cuentos de El ala robada y otros cuentos. Como ya estoy en la primera fila para la hoz de la muerte, a la que nada temo, como tú, quiero dejar un legado escrito a mis hijos que vienen detrás.
    Gracias por compartir a tus abuelos y bisabuelos. Es un placer leerte, como siempre.

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    1. Qué interesante lo de tu padre, Carmen. Tengo El ala robada y otros cuentos pendiente de leer desde hace tiempo. Qué curioso lo de estar en primera fila. Yo siempre lo veo como una escalera (¿hacia el cielo? ¡Qué va!). Hasta hace pocos años no tenía a nadie por debajo. Ahora ya estoy en medio, subí un escalón.

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  5. Pues qué decir que no te hayn dicho ya, te felicito por haberlos tenido esas personas tan entrañables a tu lado que con seguridad contribuyeron a ser como eres. Yo tambien estoy deseando ser abuela, aunque mi hija aún no tiene calro ser mamá.
    Ánimate, ahí tienes unos excelentes protagonistas de un afutira novela. Un beso

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  6. Gracias, María José. Me alegra saber que te ha gustado. Sí, me animaré, pero ya tengo otra novela empezada con protagonistas también muy interesantes. Todo llegará. Los nietos también (los míos todavía no, que yo aún soy una niña, jeje). Un beso.

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  7. Cuchi, a mi m'has tocat l'ànima. No cal que elogií com escrius perquè ja ho han fet d'altres amb prou arguments. M'agrada molt també sobre el què escrius. Ja saps que sempre he tingut un especial interès en recordar els nostres avantpassats. La mort massa aviat de la meva mare, la teva àvia; i haver viscut amb la Pina, que sempre ens parlava del seu fill mort als 14 anys, ella el va mantenir viu entre nosaltres amb els seus records perquè la segona mort és l'oblit i és la més trista. La primera és la més dolorosa. Quan vulguis parlem dels nostres morts, perquè continuïn vius al nostre record i tu ens ho expliquis.
    Petons,

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  8. Aquest estiu en parlarem molt, Anna. I continuarem quan vinguis a Austràlia al novembre. Una abraçada.

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  9. Estic emocionat. M'has fet recordar els meus avis, un també a cada banda de la guerra. Excel.lent article, com sempre.

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