Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Saber leer

Acabo de releer el artículo sobre la lectura que escribí hace más de un año: Fomentar la lectura es fácil. Es, con diferencia, el más visitado de mi blog, aunque no sé si el más leído. Sospecho que acerté con el título, que debe de atraer a muchos en busca de la panacea para que sus hijos lean. No sé si se quedan satisfechos con lo que propongo, pues yo, lo digo siempre, me guío más por mis propias experiencias e instinto que por lo que digan los expertos. Y tampoco me considero experta. Lo único que hago es hablar con los niños, escucharlos, aprender de ellos, ponerme en su lugar, recordar mi propia infancia... Está bien, lo confieso: también leo a los expertos, pero solo porque no pierdo la esperanza de encontrar a psicolingüistas que expresen de manera más convincente y científica lo que yo ya sé.
Mis artículos están cargados de anécdotas personales precisamente porque de alguna manera tengo que demostrar la validez de mis argumentos, y lo que no voy a hacer es citar tal estudio de la Universidad de Harvard o tal otro de la de Tokio. Ya sabemos que hay estudios para todo, y el proceso de averiguar su credibilidad es para mí demasiado trabajoso y arriesgado. Admito que temo afirmar en público que algo es verdad porque así lo corrobora un estudio reciente, y me sorprende la gente que sí lo hace, así tan a la ligera, sin investigar con más profundidad las fuentes. Algunos se arman de sus títulos para asegurar que eso es así y no de otra manera. Que yo lo he estudiado, dicen. ¿Pero de verdad lo has estudiado?, digo yo. Porque estudiar no es hacer tuya la opinión de los que llevan más tiempo que tú estudiando, sino cuestionarlos, ponerlos a prueba, experimentar, analizar los pros y los contras y, si te convencen, no dejar nunca de estudiar; es decir: seguir cuestionando, analizando, observando...
En lo que se refiere al aprendizaje de la lectura, me asombra que todavía no nos pongamos de acuerdo en lo que significa «saber leer», pero bueno, tampoco los expertos se ponen de acuerdo. Empecemos por lo que no significa. Saber leer no significa conocer las letras, o interpretar la palabra escrita por sus sonidos. Eso es una mera formalidad que la sociedad actual se empeña en hacer aprender a los niños cuando sus cerebros no están lo suficiente desarrollados para asimilarlo. Atención: esto lo digo yo, es decir: es mi opinión personal. No lo afirma ningún experto o estudio, o quizá sí (seguro que sí), pero yo no lo he leído. Es una creencia mía, basada en la propia experiencia y observación. Lo repito: creo que a los niños se les enseña y exige a leer cuando todavía no están preparados para hacerlo. Es contraproducente y la causa principal de que de adultos no lean o no sepan leer. Y no hablo de algunos, de una minoría de vagos o zoquetes, sino de la aplastante mayoría. Los raros, rarísimos, Mozarts de la lengua diría yo, son los que leen solos y por vocación a los cuatro o cinco años. Personalmente no he conocido a ninguno, aunque no me cabe duda de que los hay. En cambio, sí conozco a infinidad de personas, ya adultas, que me han confesado haber sido, de niños, disléxicos o con problemas de aprendizaje. En la actualidad conozco a demasiados niños diagnosticados con «trastornos» de atención. Es lo que está de moda.
Para mí, saber leer significa comprender el mensaje de lo que está escrito, no los simbolitos. Ya está, así de sencillo. Bien mirado, las letras y las palabras son tan fáciles de descifrar como el hecho de que un billete de veinte euros vale más que quince billetes de un euro. O el hecho de que si trasladamos un líquido de un vaso bajo y ancho a uno alto y estrecho, la cantidad de líquido sigue siendo la misma. Si eres adulto, puedes hacer la prueba tú mismo. Te propongo que te aprendas el alfabeto griego. Si tienes la motivación suficiente, en un par o tres de días habrás memorizado el fonema que corresponde a cada letra y serás capaz de leer en voz alta un libro escrito en griego, aunque no entiendas nada de lo que estás leyendo. En cambio, a un niño le cuesta meses y hasta años aprender cualquier alfabeto. Del mismo modo, para un niño menor de siete años los quince billetes de un euro le parecen «más» que el único de veinte y no intentes convencerle de lo contrario, y en el vaso largo hay para él obviamente más cantidad de líquido que en el bajo.
Según mi definición, mis hijos saben leer desde que nacieron, porque desde entonces les he leído historias, de ficción y no ficción, y ellos las han comprendido. No me ha sido necesario hacerles un ejercicio de comprensión de texto, porque si no han entendido algo, me lo han preguntado y yo se lo he explicado, y si no han deducido el significado de alguna palabra por el contexto, también me la han preguntado. Esto último ha ocurrido pocas veces, y yo no dejo de maravillarme al observar como ellos solos comprenden lo que les leo y hacen uso de un vocabulario más amplio al menos del que tenía yo a su edad (y en varios idiomas). Sin embargo, todavía no leen solos.
Alguien cercano a mí me preguntó hace poco: «¿Cómo es que no enseñas a los niños a leer? Tú que lees tanto. De pequeña también estabas siempre leyendo y sin que nadie te lo dijera».
Precisamente por eso sé lo importante que es leer por puro placer. Pero yo no leí siempre: empecé a los ocho años. O sea, que en ese sentido desperdicié ocho años de mi vida. Ocho años en los que nadie me leyó ni en los que sentí la motivación de hacerlo sola porque hasta entonces la lectura había sido para mí una tarea ardua y desagradable. Aprendí las letras una por una, a los cuatro o cinco años. Recuerdo sobre todo el día que tocó la «b» y luego la «d», pues yo las confundía; y también el día de la «m». Esa no me costó porque me dijeron que era como una montañita, aunque la frase que venía en el libro me confundió y no la entendí: «mi mamá me mima». No la entendí porque al menos en esa época ser una niña mimada era un insulto.
La pregunta me sorprendió. Creía que esa persona ya estaba familiarizada con mi manera de pensar, pero luego lo comenté con otra, cercana a las dos, y me aclaró que algunos no me entienden por mucho que lo intenten, que cuando eres la primera de tu entorno en salirte del molde y solo con la certidumbre de ir por el camino correcto pero sin aportar estudios o libros que te avalen, recibes miedo, preocupación y muchas críticas.
«Es que yo sí les enseño a leer», contesté. «Les enseño con el ejemplo, el único método para mí verdaderamente eficaz de enseñar cualquier cosa».
Pero ya podrían hacerlo solos, me dicen. Sí, quizás podrían, pero resulta que yo no tengo ninguna prisa por ver a mis niños leer solos. Tienen toda la vida para hacerlo y, además, lo harán. De eso no me cabe la menor duda: mis hijos serán lectores porque toda su vida han estado expuestos a la lectura y es parte esencial de su vida. Yo sigo leyéndoles y ellos escuchándome ya que los tres consideramos que comprender la historia es lo más importante. Yo leo más rápido y pronuncio mejor (en el caso del inglés no: a veces me corrigen) porque mi cerebro está más fosilizado. Y no solo no me importa sino que adoro compartir esas horas de íntima lectura con ellos, además también aprendo una barbaridad con esas lecturas infantiles.
El cerebro de los niños no está preparado para asimilar la simbología de la lengua escrita y comprender el mensaje al mismo tiempo. Uno de los dos sufre en detrimento del otro. En los colegios le dan (o le daban; reconozco que no estoy al día de todo lo que hacen ahora) mucha importancia a pronunciar bien las palabras, usar la entonación y pausas correspondientes, etc., pero nadie me discutirá que la vocalización (leer en voz alta) de un texto contribuye a no enterarse de nada de lo que uno acaba de leer. Yo misma, cuando leo a los niños, tengo que hacer un esfuerzo de concentración doble para pronunciar bien las palabras y entender lo que leo. A veces hago trampa y, durante una pausa, releo para mí, en silencio, algún párrafo especialmente interesante.

Como España, y Europa en general, tiene los ojos tan puestos en el modelo de educación finlandés, me permito traerlo a colación para mi beneficio. Una de las características de ese sistema es que la enseñanza obligatoria no empieza hasta los siete años. Es decir, que hasta esa edad no se enseña formalmente a leer y escribir. De todos modos, seguro que los niños finlandeses ya conocen el abecedario o al menos algunas letras y números antes de llegar al colegio. Eso es inevitable, dada la gran cantidad de juegos educativos que reciben los niños casi inmediatamente después de nacer. Pero al menos hasta los siete años nadie se preocupará de si saben o no leer. Y resulta que a la larga se está viendo que eso es mejor, que cuanto más tarde empiezan a descifrar la palabra escrita, mejores lectores son.
Creo que los niños que no se ven expuestos a la prueba pública de demostrar su conocimiento de las letras y sus correspondientes fonemas tienen el camino hacia el aprendizaje exitoso limpio, desprovisto de la ansiedad y el miedo por aparecer más tontos o más listos que los demás. Y la lectura, sin obligación, sin pruebas ni tests de comprensión, no deja de ser nunca un placer.
Independientemente de si un niño finlandés lee por su cuenta a los siete, nueve o catorce años, en los países escandinavos la costumbre de los padres de leer a sus hijos tiene una larga tradición, no como en España. Una amiga sueca de Barcelona me contó que la profesora de su hija le insistía en que debía dejar de leerle a la niña, que ya podía hacerlo sola. Mi amiga estaba indignada, pues uno de sus mejores recuerdos de niñez era escuchar a su madre o a su padre leerle, aunque ella ya tuviera edad para hacerlo sola. Yo entonces no tenía hijos o eran todavía bebés, pero recuerdo que pensé: me haré la sueca. Esta misma amiga me dijo ayer que en Suecia, como en Estados Unidos, Australia y Alemania, por ejemplo, son populares los audiolibros. Sin duda, esto deriva de la tradición de leer en voz alta para otras personas. En España, que yo sepa, apenas hay audiolibros.
          Mis hijos conocen las letras y cómo se pronuncian, unas mejor que otras, pero a menudo las olvidan, las confunden; se lían con la e, que en español es e pero en inglés es i, y la i con puntito se parece demasiado a la a en inglés... A veces tienen que teclear palabras, cuando juegan o buscan algún vídeo en internet. Y siempre necesitan mi ayuda, porque si no se equivocan. No importa. Ya aprenderán. Para eso no hay ninguna prisa. Lo que importa es que estamos leyendo la Odisea (en versión infantil) y están fascinados. Cada noche me suplican que lea un capítulo más, cuando yo me muero de cansancio y no puedo más. Así que a veces continuamos por la mañana, nada más despertar. Y hablamos sobre lo que leemos. Anoche Alex me preguntó si se trataba de una historia real y expresó su desencanto cuando le respondí que no. «Pensé que podríamos ir a ver si queda algo», me dijo. Unos días antes estuvimos en Pompeya y les había contado que la erupción del Vesubio y la destrucción de esa ciudad sí pasó de verdad. Lo que más les interesó de esa historia fue el perro momificado.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La fama y por qué escribo

Cada día me piden amistad en Facebook decenas de personas, algunos días hasta cincuenta o sesenta. Empezó hace cosa de un mes o dos. De repente, un día tenía diez peticiones de amistad. Al día siguiente otras diez. Al tercer día otras diez, o ya quince. Y así hasta hoy. No ha parado, sino que cada vez son más. No me explico a qué se debe porque, como digo, fue algo repentino y que no parecía ser una consecuencia directa de algún acto mío, como por ejemplo, haber quedado finalista en el Premio Planeta (no me presenté, así que eso no podía ser). Enseguida me pregunté si son lectores los que desean ser mis «amigos», y así lo esperé, claro, porque yo uso las redes sociales sobre todo para darme a conocer como escritora. Comprobé que algunos sí llegaban a mí por esta razón. En uno de los mensajes que más ilusión me ha hecho hasta el momento y que no encuentro, perdido en el océano de misivas que recibo a diario y no tengo tiempo de responder, un lector me decía que había encontrado mi libro Amanecer en el Sudeste Asiático en un banco de la plaza Cataluña de Barcelona, lo había empezado a leer, y al final se lo había llevado a casa. Otro lector me cuenta que compró Hacia tierra austral siguiendo la recomendación de una amiga. Me encanta comprobar que los lectores llegan a mí por el fenómeno del boca en boca, o porque mis libros viajan, y no porque yo avasalle en las redes sociales.
Otros no me dicen cómo me encuentran, ni siquiera se molestan en leer la información que hay en mi perfil; lo que pretenden es que yo les siga a ellos. Algunos me piden amistad sin más, y otros amor y una relación epistolar. Lo siento, no puedo: amo a todos por igual y por eso hago público lo que escribo. Alguien me sugirió que cambiara la foto de perfil por otra en la que salga horrible, así dejarían de lloverme las peticiones de amistad. ¿Por qué? Yo soy así y así me muestro, aunque advierto que tengo la suerte de ser fotogénica. Además, no me molestan las peticiones, aunque no pueda atenderlas todas. Pero sí me he decidido por fin, después de tres años pensándolo, a abrir una página de autora en Facebook. Creo que tiene sus ventajas; por ejemplo, no tendré que perder tiempo aceptando amistades y luego eliminando a las que se han equivocado de sitio. Durante un tiempo usaré las dos y quizás averigüe por fin quién me lee y quién solo me ve en una foto de perfil. No voy a invitar personalmente a nadie, para no molestar. Quien lea estas líneas se puede dar por invitado y clicar en el «me gusta» aquí o hacer ver que no lo ha visto y yo no me enteraré.
Pienso en la fama y no sé si yo la llevaría bien. Si ahora no respondo a todos los mensajes porque me desbordan, ¿cómo voy a conseguir contactar con mis lectores?
Mi hermana se fue a Tailandia hace un par de años, y un día, en una conversación con otros viajeros, alguien mencionó mi primer libro de viajes. Ella reconoció que le sonaba el título y que de hecho la autora era familiar suya. Otra vez, un lector llamó a un programa de radio sobre viajes del País Vasco para solicitar que me entrevistaran. A raíz de esa charla en la radio me escribieron varias personas para interesarse por mis libros. Y así, voy acumulando pequeñas anécdotas que a veces me hacen pensar que seguir por este camino de la literatura, que me apasiona, podría de verdad convertirme en famosilla.

El problema es que todavía no tengo claro que desee serlo. Ser escritora reconocida fue siempre mi sueño, e imagino que continúa siéndolo porque según todos, hasta los mismos escritores, es condición imprescindible de nuestra profesión la soledad, la vanidad, el egocentrismo.
Durante mi primer año de carrera de Filología Inglesa, a la influenciable edad de dieciocho años, cuando yo ya hacía una década que sabía muy bien lo que deseaba hacer en la vida aparte de vivir (escribir), tuve que leer varios ensayos sobre literatura y escritura, que recuerdo como pesados, aburridos y difíciles de digerir, excepto uno, del que saboreé cada palabra y que me impactó muchísimo: Why I write (Por qué escribo) de George Orwell. Para el propósito de este artículo, lo he vuelto a leer y es muy diferente de como lo recuerdo. Qué traicionera es la memoria: todo lo tergiversa. Por eso opino que escribir novelas es mucho más fácil que relatar hechos reales: cada uno los percibe y recuerda a su manera y si una decide contarlos en un libro siempre hay algún amigo o familiar que se enfada y dice que no fue así como ocurrió.
Según Orwell, todos los escritores tienen en mayor o menor grado cuatro grandes motivos para escribir: puro egocentrismo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. El que a mí más me llamó la atención y me ha hecho darle vueltas y vueltas, hasta hoy, en que sigo dándoselas, fue el primero, porque quizás sea el que más me cueste aceptar. Con los otros tres no tengo ningún problema. Reconozco que me fascina la belleza de la lengua y me gusta jugar con ella, que poseo un impulso histórico por relatar acontecimientos de los que he sido testigo o sobre los que deseo profundizar, y que me motiva un propósito político, en el sentido de que me mueve el «deseo de orientar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de la gente sobre la clase de sociedad por la cual hay que luchar».
Pero el puro egocentrismo… Eso sí levanta ampollas, y debajo hay de todo: pus, sangre y demonios. Es, según Orwell, el «deseo de parecer inteligente, de que hablen de ti, de que te recuerden tras la muerte, de vengarte de los adultos que te despreciaron en la niñez. Es un engaño pretender que eso no es un motivo, y fuerte. Los escritores comparten esta característica con científicos, artistas, políticos, abogados, soldados, prósperos hombres de negocios, en fin, con toda la corteza superior de la humanidad. La gran masa de seres humanos no es en exceso egoísta. Después de los treinta años casi abandonan el sentido de ser individuales, y viven principalmente para otros o sofocados bajo un trabajo soporífero. Pero existe también la minoría de gente dotada con un talento especial y resuelta a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Los escritores serios, yo diría, son en su conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero». (La traducción es mía porque la que encontré en internet no me gustó).
Yo veo esta característica en otros escritores y a veces me produce rechazo. Y me pregunto una y otra vez por qué me irrita que los escritores sean tan egocéntricos. La única explicación que encuentro, aunque me cueste confesarlo, es porque yo también lo soy. La prueba está en que llevo toda la vida soñando con ganar un premio literario, y eso que yo estoy en contra de los premios (y los castigos). Cuando era adolescente creía que era normal sufrir «delirios de grandeza» porque lo leí en una novela, pero es que a mí todavía no se me han pasado, así que, o soy anormal o todavía adolescente. O me empeño en vivir mi propia vida hasta el final.
Así que sueño con la fama, de eso no hay duda. Quizás es algo que padecen más los hijos del medio, porque siempre se nos ha visto menos que al mayor y al pequeño (Orwell también lo era). Pero yo soy introvertida y muy sociable. Es decir, me encanta el contacto de tú a tú, pero no llevo bien las multitudes. Por eso me gusta recibir mensajes de los que se han leído mis libros o artículos, y conozco a gente nueva a menudo. Tengo la costumbre de hablar con desconocidos en la vida real, por la calle, y si me preguntan a qué me dedico, no siento ningún reparo en decir la verdad y con mucha honra: escribo (y otras cosas). Y suelo disfrutar de buena acogida, quizás porque cada vez más me relaciono con gente que aprecia el arte y la vida bohemia. En cambio, me da una vergüenza enorme publicitar los comentarios positivos de mis libros en las redes sociales. Así que no lo hago. Y dicen y dicen que si no te autopromocionas no vas a vender nada. Pero es que yo sí me autopromociono, lo estoy haciendo ahora mismo, y lo hago puntualmente una vez al mes con cada artículo que escribo para este blog. Pienso luego escribo, y lo publico en parte con la esperanza de que alguien considere que vale suficiente la pena como para comprar alguno de mis libros. Es de la única manera que puedo promocionarme sin dejar de ser fiel a mí misma.
Y si algún día gano un premio literario, ¿qué voy a hacer? Un amigo escritor me dijo que tendría que conceder entrevistas, presentar la novela, viajar por toda España para promocionarla… ¡Uf! ¿Presentar la novela? Con lo que me ha costado escribirla, ¿encima tengo que hablar de ella? Es casi peor que hacer bien los deberes y encima que la profesora te ponga como ejemplo a seguir delante del resto de la clase. ¿De verdad ya no se puede ir de Salinger por este mundo y aun así tener éxito? Yo sueño con ganar un premio, viajar a España para dar las gracias y recoger el dinero, dejarlo todo en manos de la editorial que se encargue de publicar el libro premiado, y escaparme de nuevo al otro lado del planeta.
Recuerdo una conversación que tuve con otro querido amigo, periodista y acostumbrado a vivir la fama de otros de muy cerca. Me dijo: «Amo mi anonimato. Ser famoso es horrible». Yo también lo creo y no envidio en absoluto a los famosos de la gran y pequeña pantalla. Durante el mes que pasé en Birmania en el año 2000, muchas veces sentí lo que debe de pesar la fama. Visité lugares a los que no parecían haber llegado otros extranjeros y recuerdo la enorme responsabilidad que sentí por ser diferente. Allá donde fuera la gente me observaba, estudiaba cada uno de mis movimientos y adivinaba mis necesidades. Sabían dónde me hospedaba, de dónde venía y adónde iba, y si me ocurría algún percance jamás tuve oportunidad de arreglármelas yo sola: todo el país parecía conspirar para que nada malo me sucediera. Dio la casualidad de que durante ese mes se estrenó en España un programa de televisión que llegó a alcanzar gran número de audiencia: Gran Hermano. Yo nunca lo he visto, ni siquiera supe de él durante algún tiempo; en aquella época en Birmania no había internet y estuve felizmente incomunicada del resto del mundo. Pero cuando me enteré me hizo gracia: otra cosa que le debemos a Orwell. Él, a través de sus escritos, siempre ha estado muy presente en mi evolución como persona; en Birmania me leí sus Burmese Days (Días birmanos), que me encantó y asombró sobremanera: la escribió en 1934, pero sesenta y seis años más tarde pocas cosas habían cambiado.
Durante ese mes pensé en la fama, o en lo que supone sentirse tan vigilado, tan controlado. Yo no lo podría soportar, me agobia recibir atención y ayuda excesivas. Tampoco comparto la paranoia de algunos en cuanto a la privacidad, porque pienso que en general cada uno está más ocupado en cuidar su propia imagen que en acosar a los demás. Y me pregunté cómo lo sobrellevan los muy famosos, por ejemplo, los actores de cine. Debe de ser una cruz.
He conocido a varios famosos, la mayoría deportistas. Las conversaciones que peor he mantenido, me sabe mal, fueron con dos escritores (muy famosos). A uno de ellos lo conocí en una fiesta. Era íntimo amigo de un amigo mío, que le habló al escritor sobre el libro que yo estaba escribiendo. El famoso escritor no se interesó por mi trabajo; en vez de eso me soltó una sarta de consejos que no le pedí e imagino que no seguí (no los recuerdo). En otra ocasión, con otro escritor famosísimo al que yo había leído desde muy joven, no se me ocurrió otra cosa que enumerarle como una colegiala ilusionada cada una de sus novelas que me habían deslumbrado. Él me miró sin apenas decir nada, un poco aburrido, y yo me sentí como una groupie y me juré que no lo haría nunca más.
El encuentro más interesante que he tenido con un famoso sucedió durante un vuelo de Barcelona a Nueva York, hace casi veinte años. Me tocó el famoso en el asiento de al lado, pero en esa época todavía no era famoso, al menos no para mí, que no lo había visto jamás. Estuvimos hablando durante casi todo el viaje y fue una de esas conversaciones con un extraño que no se olvidan con facilidad, aunque yo he tenido la suerte de conocer a muchísima gente interesante en la vida, sobre todo cuando viajo. Yo regresaba a Estados Unidos, donde vivía por aquella época, y él iba a «estudiar un curso de interpretación» en Nueva York. Cuando ya casi aterrizábamos, un grupo de tres señoras se acercó para pedirle un autógrafo. Entonces otra pasajera se atrevió a dirigirle unas palabras. Y así una tras otra.
—¿Eres famoso? —le susurré colorada de vergüenza, porque yo no lo había reconocido.
Él se encogió de hombros, quitándole importancia, y dijo:
—No tanto. Tú no me conoces.
Le pregunté su nombre. No me sonaba, aunque se me quedó grabado para toda la vida.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy actor —respondió casi como si se disculpara.
Entonces hacía mucho teatro, aunque he averiguado que cuando yo lo conocí en ese avión, ya llevaba filmadas docenas de películas. Años más tarde lo vi mucho en televisión. Y eso que yo no miro la tele, pero era uno de los protagonistas de una serie a la que mis padres estaban enganchados. Nos despedimos sin intercambiar números de teléfono ni nada (el correo electrónico y los móviles estaban en pañales), pero yo sé quién es y si algún día se vuelven a cruzar nuestros caminos le preguntaré si recuerda ese viaje de avión.
No me gustaría ser famoso como él. Yo aspiro a otro tipo de fama, la del escritor que no sale en televisión y al que solo conoce la gente que lee. Creo que esa fama me daría la oportunidad de conocer a más gente interesante. Me gustaría que una persona (no trescientas a la vez) me reconociera durante un vuelo y me diera su opinión sobre algo que he escrito, o me preguntara incluso por qué lo escribí. También a veces sueño con ver a alguien en el metro leyendo uno de mis libros y preguntarle su opinión sin que sepa que soy yo la autora.
Resumiendo, confieso que soy escritora y que reúno las cuatro características de las que habla Orwell, incluido el puro egocentrismo. Escribir un libro no es fácil. (Y parir a un hijo tampoco, por cierto, a no ser que seas hombre). Hoy hace exactamente tres meses que terminé de escribir una novela y todavía no me he recuperado del desgaste que me produjo. Me quedé tan agotada que no he sido capaz de empezar otra. Y sin embargo lo haré, porque me empuja algún demonio que ni puedo resistir ni comprender, que es, según Orwell, el mismo instinto que hace que un bebé llore reclamando atención. Por suerte para mí, también soy madre y vivo para otras personas. Eso me hace menos individualista, algo de lo que mis amigos me han acusado toda la vida.
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sábado, 18 de octubre de 2014

Los hombres que no amarán a las mujeres

Hace tiempo que me ronda por la cabeza la idea de escribir sobre el machismo, el feminismo y el sexismo en general. Un artículo para cubrirlo todo me saldría larguísimo, así que en este voy a intentar centrarme solo en un aspecto del sexismo: el que sufren los varones cuando todavía son niños.
Todo el mundo es todavía machista, tanto hombres como mujeres, y llevamos demasiados siglos así como para que se pueda cambiar, o conseguir igualdad de oportunidades, de la noche a la mañana. No es tan sencillo porque hay demasiada gente que no se da cuenta de que es machista, y de hecho se creen que no lo son. Por otro lado, el feminismo es un concepto que a menudo no se entiende bien, en parte porque surge como reacción al machismo, pero no es vengativo ni negativo. Es complicado porque lo cierto es que los hombres y las mujeres no somos iguales, aunque eso no quiere decir que nos tengamos que despreciar unos a otros o cobrar menos dinero por realizar el mismo trabajo.
Pedir la ayuda de los hombres en general para terminar con el machismo me parece desestimar a los que ya son feministas y ya están poniendo su granito de arena por conseguir más igualdad de oportunidades, y en cambio consentir los actos de las mujeres que continúan fomentando el machismo. No se pueden crear a hombres feministas con un golpe de varita; no podemos pedirles a hombres hechos y derechos (aparentemente) que se pasen de repente a nuestro lado. Los hombres machistas, los maltratadores, los asesinos de sus mujeres, en fin, todos esos que no aman a las mujeres, son así porque de pequeños fueron víctimas también del sexismo. No se trata de una guerra entre los sexos, sino entre sexistas y los que intentamos serlo menos.
Yo soy la segunda de cuatro hermanos, la primera «niña» de dos niños y dos niñas. De muy pequeña me di cuenta del trato diferente que recibía con respecto a mi hermano, solo diecisiete meses mayor que yo, y siempre me rebelé. A mí me hacían ayudar en la cocina, a él no. A él nuestro padre le enseñó a conducir un coche y una lancha motora a los diez años; a mí no me dejaba ni acercarme a una llave inglesa. Tuve que esperar a ser mayor para que otros hombres, de mi edad, me enseñaran a conducir una moto grande, un barco, e incluso una avioneta --y sin títulos, ja, ja--, pero tranquilos que no puse a nadie en peligro. Yo porque soy una desobediente, pero tengo amigas que todavía no han aprendido a usar un taladro. A mi hermano lo machacaron con el tema de los estudios, a mí nada; cuando en séptimo de EGB me dejé aposta dos asignaturas para septiembre a ver qué pasaba, no pasó nada: disfruté del verano como cada año, empollé para los exámenes dos días antes, aprobé, y al tercer día lo olvidé todo. Yo soy la que tiene dos carreras y él a duras penas se sacó el graduado escolar, hasta que décadas más tarde por fin pudo estudiar lo que le apasionaba sin que nadie le presionara. Tengo otros amigos que pasaron exactamente por lo mismo; lo que me apena es que ellos siguen pensando que la culpa fue suya y no del sistema y del sexismo.
De adolescentes, mis dos hermanos me llamaban «feminista» como para picarme, pero resulta que a mí nunca me ha molestado el apelativo, aunque se use como un insulto. Años más tarde, después de haber recorrido medio mundo, pensé que qué irónica es la vida: ser feminista e ir a parar al país occidental más machista en el que me había encontrado hasta el momento. Los que me conocéis ya habéis escuchado mi cantinela sobre la segregación de sexos y roles que continúa habiendo en Australia. Pero desde que llegué hace trece años, he seguido profundizando en el tema y ahora veo discriminación sexual en todas partes; en España también.
Una de las cosas que hice diferente después de preguntarme por qué tiene que ser así y por qué no de otra manera fue dar a mis hijos primero mi apellido y luego el de su padre. Aquí no tuvieron ningún problema; de hecho, el señor que me atendió en el registro civil me hizo reír con estas palabras: «Eres libre de nombrar a tus hijos como desees, como si les quieres llamar silla». En España, en cambio, pusieron pegas. No sé si ha cambiado algo desde entonces, pero en el año 2006 recibí una llamada del consulado español desde Melbourne informándome de que «había una anomalía» en el registro de mi hijo. Aceptaban el orden cambiado de apellidos, pero al tratarse de algo que «no era normal» necesitaban una carta firmada por el padre del niño expresando su conformidad. «¿Y en caso de que el apellido del padre vaya antes que el mío, necesitarían mi permiso?», pregunté. «No, claro que no», respondió la voz de mujer, a lo que yo pronuncié las palabras que parece que me he pasado la vida repitiendo como si se me hubiera rayado el disco: «¿Por qué? ¿Por qué no?». «Ah, porque siempre se ha hecho así…».
Ese es el problema y una de las razones por las que tenemos machismo para rato: porque hay demasiada gente que prefiere no arriesgarse a cambiar o siquiera a plantearse la desigualdad de oportunidades que hay para hombres y mujeres, y para niños y niñas.
Cuando llegué a este país, lo más impactante para mí fue comprobar que en mi nueva familia, la persona que más fomentaba el machismo era la madre de mi futuro esposo. Ella fue la única de toda la familia que no aceptó jamás el hecho de que yo no adoptara el apellido de mi marido al casarme. Más tarde me dijo que se alegraba de haber tenido tres varones, que tener niñas habría sido un tormento, que ella misma no tenía nada de autoestima cuando era niña, que las niñas no saben defenderse… En fin, creo que ahí fue cuando empezaron a zumbarme los oídos y ya no pude escuchar más. Aún hoy se niega a aceptar que el problema no es ser niño o niña sino el trato que reciben unos y otros por el hecho de ser diferentes. De su generación, he conocido a muy pocas personas que no sigan pensando así. No las culpo, después de todo, cada uno somos fruto del tiempo que nos ha tocado vivir. Observo con sorpresa, aunque yo no lo hago, como a las nietas las llaman sweetheart (cariño) y a los nietos mate (tío, colega) con el correspondiente cambio de tono. Lo que sí me cuesta más de aceptar es ver a padres y madres de mi propia generación o incluso más jóvenes tratar a sus hijos varones a menudo de manera mucho más dura que a las niñas, y a ellas como princesitas.
Voy a hacer una confesión: antes de tener a mis dos niños que ahora evidentemente no cambiaría por nada del mundo, si hubiera podido elegir, habría preferido un niño y una niña. Me dije a mí misma que sería un reto educarlos sin sexismo, respetando su naturaleza pero sin esas diferencias que a mí me parecen absurdas. Bueno, me tocaron dos varones y al principio me quedé un poco descolocada, incluso tuve miedo y pensé: son tres contra una; no es justo. Pero ahora ya no lo veo así porque de veras pienso que esto del sexismo no es una guerra entre sexos. Hay demasiadas mujeres que están en el bando de «ellos», pero que, paradójicamente, perjudican a los hombres, que a su vez harán daño a otras mujeres. En este país, aunque sospecho que en España debe de ser parecido, a los niños se les sigue animando a desempeñar papeles tradicionalmente masculinos, y a las niñas, femeninos. A menudo son las mujeres las que piden ayuda porque ellas no saben, o peor aún: para que ellos se sientan necesitados. Y tanto los hombres como las mujeres se critican como si para desempeñar ciertas labores el otro sexo fuera del todo negado. Pero cuando alguien se sale de su papel, los del sexo contrario lo reciben como a un héroe o heroína; por ejemplo, estoy recordando el único caso en mi pueblo (que yo sepa) de papá que decidió dejar su trabajo para cuidar a sus hijas pequeñas mientras la madre perseguía su sueño profesional.
Como a mí me han tocado dos varones, tiendo a fijarme en el trato sexista que reciben los niños. Veo que se siguen repitiendo conductas de las que en mi generación y siguientes ya deberíamos haber aprendido. Tengo más ejemplos aquí en Australia porque paso más tiempo, donde observo que a los niños todavía se les dice que «lloras (o gritas) como una niña», «no seas niña», «sé un hombre», etc. Estas palabras, en boca de adultos que repiten lo que ellos oyeron de pequeños y no se detienen a pensar en las consecuencias, confieren el mensaje de que las niñas son débiles porque expresan sus emociones a través del llanto. Cualquiera que haya tenido el mínimo contacto con niños y niñas sabe que llorar más o menos no depende del sexo, ni gritar o correr de cierta manera. Todos tenemos sentimientos, pero a los niños se les enseña enseguida a mostrarlos menos para preservar su masculinidad. Asimismo, a ellos se les escucha menos que a ellas porque los niños tienen más tendencia a recurrir a la agresión física y ellas a la psicólogica, y lo primero es más fácil de ver que lo segundo; por tanto, parece más grave. Todavía hay padres que abrazan y besan a sus hijas pero no a sus hijos; a ellos les dan la mano o hacen un high five. En Australia hay innumerables campañas para sensibilizar a los hombres e involucrarlos más en la crianza de los hijos. Conozco niños de ocho o nueve años que ya son demasiado guays como para abrazar a su madre en público.
Campañas para arreglar el entuerto
Una vez en Barcelona me crucé por una calle de aceras anchas y apenas transitada con una madre que corría estresada detrás de sus dos hijos varones, de unos seis y ocho años. Los niños jugaban a pillarse, darse golpes y luchar en general; y se lo estaban pasando bomba. La madre, en cambio, sufría porque para ella era evidente que de seguir de esa manera, iban a hacerse daño. Entiendo lo desafiante que puede ser para una madre este tipo de comportamiento entre dos varones, porque yo también los tengo y lo vivo a diario. Pero también comprendo lo frustrante que puede ser para los niños que su madre esté constantemente metiéndose en sus batallas. Es que no se están peleando de verdad, solo están jugando a pelear. Sí, ya sabemos que la línea entre uno y otro es fina, pero ¿por qué no dejarles a ellos de vez en cuando llegar al límite y aprender a decir basta por sí solos? En esa ocasión, la madre desesperada los llamó a gritos y cuando logró estar a su altura, que por casualidad fue en el momento justo que yo crucé el paso con ellos, le propinó un sonadísimo tortazo al mayor. Estábamos en el año 2007 y todavía no era delito en España el castigo corporal, así que no habría servido de nada denunciarla o acusarla de algo; tampoco lo habría hecho porque ella me dio tanta pena como el niño que, sorprendido y confundido, se puso a llorar al instante. No pude contenerme; dije: «Solo estaban jugando». Ella me miró un poco avergonzada y contestó: «Estaban haciendo el indio».
Me habría gustado responder: ¿y qué hay de malo en hacer el indio?, pero no quise añadir nada más que la hiciera sentir mal, porque insisto: sé, y más ahora después de siete años, lo que supone tener niños, y comprendí que su reacción fue una respuesta al miedo que sentía por que los niños se hicieran daño. A ella, como a mí, le debieron de inculcar que un azote a tiempo corregirá comportamientos indeseados, pero es mentira: ese niño tiene más posibilidades de ser un adulto violento que un niño al que no hayan pegado nunca.
Desde entonces, me he fijado en otra cosa en todos los países en los que he estado y en especial en España y Australia: tres de cada cuatro veces que oigo a un adulto regañar severamente a su retoño, se trata de un niño. Claro, ellos «se portan más mal» que ellas y «son más desobedientes». No es cierto: ellos son más físicos y ellas más psicológicas, pero de más obedientes y sumisas, nada. No somos iguales y no se nos trata igual: a ellos se les castiga más. Pero ¿qué pasaría si no se les regañara jamás, si se les escuchara siempre, incluso cuando han pegado? No estoy hablando de permitirles que peguen, sino de escuchar y tratar de comprender las razones de ese comportamiento. Los niños necesitan ayuda para gestionar su agresividad, y el castigo no les ayuda, sino todo lo contrario.
En otra ocasión, también en Barcelona, presencié como una madre de un niño de unos tres años le decía: «No llores, hombre; las señoritas van primero». Mis niños ya no eran bebés; estaban por ahí jugando con su abuela y yo estaba sentada en un banco, dedicada a uno de mis hobbies que es observar el asombroso comportamiento humano. Tampoco esa vez conseguí mantener la boca cerrada; le dije: «Tu hijo se ha caído del columpio y la niña ha aprovechado esos segundos para arrebatárselo». Ella me miró aliviada y respondió: «Ah, no es tu hija». Había imaginado que la niña, de unos siete u ocho años, era mía, y como yo no salté enseguida a reprenderle por ese golpe bajo y hacer que le devolviera el columpio al niño, ella se vio en el aprieto entre quedar bien conmigo o con su hijo. Y escogió quedar bien conmigo, una desconocida a la que no volvería a ver jamás. Y a su hijo le soltó la chorrada decimonónica esa de que las señoritas primero. Increíble. El niño lloraba y pataleaba ante la injusticia. Ese día no se salió con la suya, pero ya lo hará.
Como suelo hacer para corroborar mis sospechas, a lo largo de estos últimos ocho años, desde que tengo niños, he leído algunos libros y artículos de psicólogos y sociólogos también preocupados por el trato que reciben nuestros varones más jóvenes y he llegado a la conclusión de que la escalada de violencia de género no va a detenerse durante décadas a menos que se tomen medidas drásticas ya, sobre todo en el sistema educativo.
Que el fracaso escolar sea un problema principalmente masculino no es ninguna casualidad. Los varones están discriminados en la escuela y lo han estado al menos desde que yo fui al colegio y lo vi con mis propios ojos, día tras día. El profesorado en esos primeros años críticos sigue siendo en el año 2014 mayoritariamente femenino en todo el mundo. Eso preocupa porque por lo visto hay demasiadas mujeres que no entienden bien la naturaleza de los varones y de las niñas que no encajan en el modelo tradicional, que también son muchas (en inglés las llaman tomboys). En Australia, Estados Unidos y Gran Bretaña hace años que se están tomando medidas para remediar la desmotivación y el fracaso escolar masculinos con proyectos como The Boys Project, Raising Boys Achievement Project o The Success for Boys Project; en España, por lo que leo, ni siquiera se considera un problema. Los niños por lo general muestran más agresividad y necesidad de actividad física que las niñas por una simple cuestión biológica: sus niveles de testosterona son más altos, incluso antes de la pubertad. No es justo que se les exija permanecer quietos y que se les ponga a sus compañeras como ejemplo de buen comportamiento. Si a eso se le suma la gran importancia que se le da a la lectura y la escritura en esos primeros años, habilidades que los niños suelen desarrollar más tarde que las niñas, la discriminación en contra de ellos está asegurada. Cuanto menos estudioso es un niño, más se le obliga a serlo, y eso es del todo contraproducente. A las niñas no se les exije que se apliquen tanto porque ya lo hacen. Los niños empiezan la carrera con desventaja y entran en la espiral de la profecía autocumplida. Los que no alcancen los niveles impuestos por un sistema retrógrado que no tiene en cuenta las necesidades individuales de cada uno se convertirán en hombres inferiores, porque así se lo han hecho creer desde el principio. A esos niños se les castiga más que a las niñas (tanto en el colegio como fuera), son más propensos al acoso y la violencia, tienen cuatro veces más posibilidades de visitar al psicólogo, y su autoestima es más baja. Los padres que todavía recurren al castigo corporal pegan y castigan más a sus hijos que a sus hijas, y por los mismos comportamientos. También se les insulta más a ellos. En casos de delincuencia juvenil, los jueces son más severos con los chicos (que todavía no son hombres) que con las chicas.
Estoy en contra de los castigos de todo tipo porque ante todo son una humillación que no ayuda a corregir el comportamiento o entenderlo, sino exacerbarlo. Creo que a los hombres se les predispone desde pequeños a ser más criminales que las mujeres y en contrapartida crece el rencor hacia las mujeres porque se sienten inferiores a nosotras. En este país el suicidio masculino es también mucho más alto que el femenino (75%). Las personas que se sienten inferiores se aferran al poder del que dispongan para aplastar a otros y no sentirse así tan pequeños. Los hombres inferiores recurren a la fuerza física o al control monetario para maltratar a sus mujeres. En fin, creo que para terminar con el machismo habría que cuidar mejor a los niños y no darles la responsabilidad de ser hombres antes de tiempo. Eso no significa hacerles la comida y lavarles la ropa; al contrario, que no son idiotas, ni superiores ni inferiores, solo diferentes.

martes, 16 de septiembre de 2014

Cómo se vende un libro

En este artículo me apetece escribir un poco sobre libros, aunque no creo que vaya a expresar nada nuevo, nada que todo el mundo no sepa ya. Aun así, voy a hacerlo porque es uno de esos asuntos parecidos a lo del carpe diem: todo el mundo lo sabe pero como parece que cuesta tanto aplicarlo, hay que seguir recordándolo.

Hablando de libros, no está bien decir que un libro es «bueno» o «malo». De hecho, no está bien decir eso de nada, y creo que tarde o temprano estos dos términos se considerarán políticamente incorrectos porque ¿quién es quién para juzgar? Para quedar como un señor o una señora, se dice «me ha gustado» o «no me ha gustado», o «lo recomiendo» o «no lo recomiendo». Y sobre gustos… los colores. Eso es lo que se dice, aunque a mí me parece más acertado afirmar que sobre gustos hay libros, pues en literatura hay menos unanimidad que en la gama cromática. Al menos yo no conozco a nadie que diga que su color favorito es el negro, el blanco o el gris. Tampoco jamás he oído a nadie afirmar: «Este color es el más maravilloso del mundo. Tienes que tenerlo en tu casa. Cambiará tu vida», y que a los dos minutos otra persona diga del mismo color: «Es el peor que he visto en mi vida. Si no existiera, el mundo sería un lugar mejor». Si sustituimos «color» por «libro», entonces ya sí puedo asegurar que he oído estas opiniones, y más de una vez. Pasa a menudo si una se dedica a vender libros.

Cuando empecé a trabajar de librera, lo primero y más valioso que aprendí fue que para tener éxito vendiendo libros, además de conocer a los autores y sus obras, hay que conocer a los lectores. La gran mayoría ya sabe lo que busca porque lee a menudo. Pero aún muchas veces me viene alguien en busca de una buena recomendación. En esas ocasiones, lo último que hago es recomendar un libro que acabe de leer yo o me haya gustado a mí. Antes debo averiguar de qué tipo de lector se trata y qué género literario suele leer. Entonces le hablo de lo que es más popular, lo que han opinado otros lectores, lo que más se vende, etc. Sobre todo, escucho siempre las opiniones y no dejo nunca de sorprenderme de lo dispares que llegan a ser aun tratándose del mismo libro. Aunque en realidad eso no debería sorprender. Leer es un ejercicio tan bueno para la mente precisamente porque exige mucho: el lector pone tanto de su parte que el hecho de que un libro le guste o no depende directamente de sus propias circunstancias.

El caso más impactante me ocurrió hace unos tres años y tiene como protagonista a la autora Elizabeth Gilbert, cuyo libro autobiográfico Eat, Pray, Love (Come, reza, ama) ha vendido más de diez millones de ejemplares en todo el mundo. Cuatro años más tarde publicó la continuación: Committed: a Skeptic Makes Peace with Marriage. En español la traducción del título es muy desafortunada: Comprometida. Una historia de amor. Si no conociera a la autora, yo misma pensaría que se trata de una novela rosa. ¿Qué varón va a leer ese libro? ¿Alguno lo ha hecho? Quizás si se hubiera traducido de otra manera… por ejemplo: Compromiso: una escéptica hace las paces con el matrimonio. En cualquier caso, no importa: es un libro dirigido sobre todo a las mujeres, para que sepan dónde se meten o, como mínimo, que sean conscientes de que el matrimonio beneficia más a los hombres que a nosotras y que siempre ha sido así. Bueno, tampoco importa: yo lo he sabido siempre, he sido siempre escéptica, y aun así sucumbí (y más de una vez…).

Yo había leído los dos. El primero porque hay ciertos libros que tengo que leer para averiguar a qué viene tanto alboroto (esta es una regla autoimpuesta que rompo a mi antojo y sobre todo si el libro no está bien escrito, como en el caso de las famosas sombras, por culpa de las cuales, además, me pasé dos años corrigiendo a innumerables personas que pronunciaban e incluso escribían mal mi apellido). Y el segundo porque una amiga de cuyo criterio me fío me habló muy bien de él. Y me gustó infinitamente más el segundo que el primero. Aparte de que es más serio, mejor documentado y menos melodramático, parece que la autora haya dicho: bueno, ahora que ya he vendido millones y la Roberts va a encarnarme en la gran pantalla, por fin puedo escribir sin esforzarme tanto en caer bien. Aun así (o precisamente por eso) no vendió como el primero (en la página web oficial de la autora no se facilitan cifras, lo que me hace pensar que se vendió poco). Yo he vendido muchos ejemplares del primero y unos pocos del segundo. El día de hace unos tres años al que me refiero, se acercaron a mi puesto de libros dos chicas de unos veinte y pocos años. Una de ellas vio Committed y lo cogió entusiasmada. Acababa de leer Eat, Pray, Love y le había gustado mucho. Ya estaba a punto de pagármelo cuando su amiga la detuvo. «No, déjalo. Es una mierda, una bazofia total, no tiene nada que ver con el primero», dijo, y la otra lo soltó con la misma rapidez y aprensión que había empleado mi hijo Alex días antes con un yogur después de que un amiguito le hiciera ver que el envase estaba decorado con dibujos de princesas vestidas de rosa.

Me quedé de piedra. Un poco como si yo misma hubiera sido la autora del libro, sin que esa lectora insatisfecha lo supiera, claro. Pero esa no era la primera vez que me pasaba algo así. En otra ocasión, una señora me había hablado con tal desprecio de otro libro autobiográfico superventas, que me picó la curiosidad. No me dijo que se trataba de una narración honesta, valiente, innovadora, rompedora de esquemas y prejuicios y, sobre todo, muy bien escrita. Solo me contó que la autora había cometido adulterio (¡a los cincuenta años!) con un hombre más joven que ella y también casado, y que después de que su marido la PERDONARA (bendito varón, se merece un monumento en el cielo), ella había tenido la desfachatez de contarlo todo en un libro. Lo que más me entristece del machismo son las mujeres machistas, pero en esa ocasión el resultado fue positivo: leí el libro y me encantó. Me impresionó tanto que leí todos los de la misma autora y después me puse en contacto con ella y mantuvimos un interesante intercambio sobre el feminismo, la comunicación entre madres e hijas y el acoso sexual al que nos hemos visto sometidas todas las mujeres en algún momento u otro (es algo tan normalizado que algunas no se dan cuenta de que lo sufren o han sufrido).

Los comentarios de mis clientes no me sorprenden; después de todo, no es su negocio vender libros y, como buenos humanos, ellos hablan bien o mal de los libros según su propia experiencia y circunstancias, no las de la persona a la que se dirigen. Un día una señora me dijo: «Pues deberías leerlo» de un libro que a ella le había gustado mucho y yo admití no haber leído. Pensé: ¿Y qué sabrá ella lo que yo debería leer?, si no me conoce de nada…, pero me limité a sonreír porque lo que me interesa es que la gente me compre libros, no que me los tiren a la cabeza; además, soy muy educada. Le doy importancia a cómo se usa el lenguaje y pienso que hay que escoger bien las palabras e incluso pensarlas antes de decirlas. Si la intención del que habla es hacer que la otra persona lea cierto libro, la elección de las palabras «deberías leerlo» no es la más adecuada. Si las usara yo, hace años que tendría que haber cerrado la paradita. (Por cierto, tampoco funciona con los niños).

Lo que sí me sorprende son los comentarios de otros escritores que se atreven a recomendarme sus propios libros o los de otros escritores. Últimamente me está pasando mucho. Me escriben autores para animarme a leer sus novelas, que son buenísimas. No sé por qué lo hacen: yo también escribo y por tanto soy lectora, pero no soy reseñista ni crítica literaria. Además, soy de esas lectoras experimentadas y exigentes que ya saben qué leer y qué recomendaciones seguir. He dado mi opinión personal y en privado a algunos colegas, pero siempre hago hincapié en que es solo mi opinión, adulterada con mis propias experiencias, prejuicios, lecturas previas y circunstancias personales. Respondo a todos esos desconocidos que me envían este tipo de solicitudes con más o menos las mismas palabras: «Gracias y suerte». Ojalá les funcione la estrategia, aunque lo dudo: a nadie gusta el bombardeo y menos por parte de gente con la que no ha tenido ningún trato antes. Imagino que no soy la única que recibe estas peticiones, pero si el autor de estas palabras: «podrás escudriñar los entresijos que se cuecen sobre esta apasionante novela, la cual espero que leas pronto y me comentes tus impresiones al respecto» ha enviado el mismo mensaje a tres mil personas, dudo que ni siquiera tres vayan corriendo a comprar y leer la novela (solo disponible en tapa blanda por €22). Para el propósito de este artículo, he investigado un poco sobre la novela en cuestión y he descubierto que está publicada por una de esas editoriales de coedición que cobran al autor por editar su obra, y de manera bastante chapucera. Y me da pena porque me atrevo a vaticinar que no va a vender nada. Quizás la novela sea «apasionante», pero ni la cubierta ni la sinopsis ni la manera de promocionarla lo son. En la página web de la editorial han colgado el enlace de una entrevista en televisión al autor, pero cuando he pinchado en él me he encontrado con este mensaje: «Maldición! No hemos encontrado esta página. La página ha sido movida o eliminada. Escriba la dirección correctamente». El autor de la novela no se ha molestado siquiera en averiguar que yo vivo en Australia y que obtener su novela me costaría unos cincuenta dólares. ¿Quién en su sano juicio iba a gastarse ese dinero por leer la obra de un autor novel y sin ninguna experiencia en el mundo editorial, cuando se pueden leer miles de novelas más atractivas y de forma gratuita o por menos de un euro?

Antes estaba convencida de que los escritores tenían que ser, por fuerza, seres muy empáticos (para ser capaces de ponerse en la piel de sus personajes). Ahora me doy cuenta de que, como ávida lectora, tenía a los escritores muy idealizados. He descubierto con sorpresa que no, que la mayoría son seres humanos como todos los demás, y algunos incapaces de comprender, por ejemplo, una crítica negativa de este tipo: «El libro es aburrido». El lector también es egocéntrico, está claro. El libro no es aburrido, lo que quiere decir es que a él personalmente le ha aburrido y por tanto piensa que al resto del mundo también y se atreve a expresarlo como si fuera una verdad absoluta. No todos los lectores escriben bien, no es su trabajo. Pero a mí lo que me sorprende es la reacción del escritor: «Que me diga que hay demasiada fantasía, o demasiada acción, o demasiados personajes… lo que sea, ¿pero que es aburrido? Mis libros tienen un ritmo trepidante, ¡no son aburridos!». Ejem, como lectora voy a dar mi opinión: hay libros con un ritmo trepidante, acción, y un montón de cosas más que aun así aburren y mucho. Todo depende, insisto, de las circunstancias del lector. En mi caso particular, si un libro está mal escrito (según mi propio criterio sobre qué significa estar bien o mal escrito) o trata sobre temas que no me interesan, es aburrido. No todos los lectores leen siempre para evadirse, para pasar un buen rato y olvidar lo que han leído a los dos días de haber terminado el libro. A veces, uno no se conforma solo con una lectura de verano y exige algo más de un libro. Por ejemplo, que le dé que pensar.

Se ve que hay escritores que de verdad piensan que su obra es de lo mejor que hay (aunque yo creo que en realidad no lo piensan, solo lo hacen ver por eso de hacerse valer). A mí hay libros que me han marcado, pero no calificaría a ninguno como lectura imprescindible, a no ser que forme parte de un conjunto. Por eso tampoco cometo el error de pensar que mis obras puedan ser imprescindibles para nadie. Y por eso doy las gracias a los que sí se interesan por leer algo mío. Nunca he aspirado a escribir nada que guste al vasto mundo ni he asegurado a todos que «os va a encantar». Así que no me duele tanto como a otros recibir críticas como esta: «No sé en qué momento la autora pensó que su historia nos podía interesar. A mí desde luego no me ha interesado en nada. ME he pasado todo el libro esperando que pasara algo» o esta otra, mi preferida: «No me ha gustado NADA. Es un relato aburrido de comentarios de gentes sin interés ni imaginación similar a las tardes de Telecinco de quien parece miembro la autora. No es posible dar 0(cero) estrellas?». A estos dos lectores no les ha gustado mi relato. Vaya, mala suerte. Pero lo han leído porque han querido. Yo no solo no se lo he pedido sino que pongo mis libros a un precio más alto del de la mayoría de obras de autores independientes precisamente para que los lectores no se precipiten al comprar, que lean antes el fragmento gratuito y que se aseguren de que van a leer algo que les interesa (aun así, está claro que a veces no funciona).


Soy vendedora de libros y, modestia aparte, sé un poco de cómo y por qué un libro vende o no vende. Pero para terminar ya, voy a hacer una pequeña confesión. A veces vendo con más pasión unos libros que otros, incluso cuando a mí personalmente no me han gustado o no he leído: pongo más empeño en las obras de autores españoles o latinoamericanos, en parte porque son una minoría entre la apabullante literatura anglosajona. He vendido muchísimos ejemplares de La sombra del viento en inglés, y también varios libros de Javier Sierra, Isabel Allende y Laura Esquivel. Los de Gabriel García Márquez no me duran ni cinco minutos. Conocí al autor del libro de la foto el año pasado en Madrid y este es el segundo de sus libros que he encontrado traducido al inglés; uno aquí, muy cerca de mi casa, y el otro en Bali.


viernes, 15 de agosto de 2014

«El profesor homosexual», un relato

El señor Equis era ayudante de profesor de lengua en una escuela católica de un pueblo de unos tres mil habitantes. Equis no es su nombre verdadero, aunque después de todo lo ocurrido él se ve así, como una equis. Para proteger su identidad, en el periódico local también lo llamaron así: Sr. X. Hay que dar gracias al hecho de vivir en la segunda década del siglo XXI y que los medios de comunicación tengan la delicadeza de no exponer tu nombre y tu vergüenza al escrutinio público. En otro siglo sí lo habrían hecho, y lo habrían señalado por la calle, lo habrían insultado y quizás hasta le habrían tirado piedras. Hoy en día la gente es más educada y comprensiva. Hablan, cotillean, tergiversan, menean la cabeza y murmuran: «No te puedes fiar de nadie, ¡el señor Equis!, ¡quién lo habría dicho!». Pero si lo ven por la calle, solo lo evitan, miran hacia otro lado, agarran más fuerte la mano de su hija y aprietan el paso.
El señor Equis tampoco se ve como un señor. Tiene treinta años, todavía es joven y nunca se ha casado. Habría preferido que sus alumnos usaran su nombre de pila para dirigirse a él, como hacía todo el mundo fuera de los muros del colegio. Pero la escuela tiene ciertas normas y todo el mundo debe respetarlas. Una de ellas es que a los profesores se les llame señor o señorita. Algunas normas están escritas, pero la mayoría son verbales. A los alumnos se las inculcan enseguida: levantar la mano para pedir turno de hablar o permiso para ir al baño, guardar silencio mientras un adulto habla, escuchar… y cientos de más que cumplen y a veces rompen, porque son tantas que es difícil recordarlas además de todo lo que hay que estudiar. En esta escuela lo llaman «conducta social»; antes lo llamaban «urbanidad».
Una de las normas no escritas en el código de la buena conducta social de la escuela es que «los alumnos no deben profesar efusivas muestras de afecto hacia sus compañeros». De acuerdo con esto, se les llama la atención a los que se abrazan o se cogen de la mano. Si se sorprende a alguno dando un beso a otro, el castigo es tan severo como si se tratara de una patada o un golpe. Sobre todo si los implicados son ambos varones. Lo siguiente más grave es que la combinación sea niño-niña. Pero si son dos niñas, la mayoría de profesores decide hacer la vista gorda aun a riesgo de que su negligencia llegue a oídos del director.
No por ser una escuela católica es retrógrada. En realidad es bastante moderna y adaptada a los tiempos. El hecho de que sea católica es solo circunstancial. Las normas de buena conducta social son más severas en muchos otros colegios laicos de los pueblos vecinos. De hecho, algunos padres se han quejado de que no se les inculcan valores católicos a los alumnos, que la religión se enseña muy pasada por agua.

Antes de presentarse para el puesto vacante de ayudante de profesor, el señor Equis investigó el código moral de la escuela. Era consciente de que su orientación sexual podía ser un obstáculo y sabía de muchos como él que, incluso en este siglo, escondían su homosexualidad por miedo a la discriminación. Él, en cambio, decidió no hacerlo. En un pueblo las noticias de sus habitantes siguen corriendo más rápido que en la gran ciudad, y si él no se presentaba de entrada tal como era, el director lo descubriría más pronto que tarde en boca de otros.
La entrevista fue bien. El señor Equis colaboraría en las clases de la señorita Igriega (es necesario llamarla así para no dar pistas sobre el lugar y el colegio del que estamos hablando).
La señorita Igriega también era relativamente joven —unos cuarenta años— y dedicada a su trabajo, pero con clases de más de treinta niños por aula no daba abasto. Ella fue la primera en solicitar esa ayuda, por el bien de los alumnos, sobre todo en los cursos de sexto y séptimo, en los que ya se exigía que redactaran bien, leyeran libros a diario, conocieran las reglas de la sintaxis y la gramática y supieran, por ejemplo, que es una aliteración. Así que ella también estuvo presente en el proceso de selección.
El director se llevó una buena impresión del señor Equis. Después de treinta años de experiencia en la docencia, reconocía enseguida a los maestros con verdadera vocación por la enseñanza. A los cinco minutos decidió que ese joven de pelo corto, bien vestido y ojos inteligentes sería el elegido. A la señorita Igriega también le gustó y se lo comunicó al director con un leve movimiento de cabeza y una sonrisa. El director resolvió contratarlo al instante. Solo entonces el señor Equis puso su última carta sobre la mesa.
—Mi sentido de la integridad me obliga a comunicarles que soy homosexual. Espero que eso no sea un problema.
El director y la señorita Igriega lo miraron en silencio. Ella levantó las cejas en señal de sorpresa, no por la confesión en sí sino por el hecho de que al señor Equis le pareciera necesario hacerla. Ella no tenía ningún problema, pero no estaba en su mano decidir. Permaneció cruzada de brazos y esperó la reacción del director, al que sí le había paralizado la confesión en sí.
—No veo por qué tiene que ser un problema —dijo por fin—. Mientras nuestros empleados cumplan debidamente con su trabajo, la orientación sexual de cada uno es un asunto privado.
—Me alegra mucho oír eso, señor director —contestó el señor Equis con una amplia sonrisa.
—Bien, pues no hay más que hablar. Empezará la semana que viene. Como curiosidad, ¿tiene usted pareja, señor Equis?
—No, soy soltero.
—Está bien —murmuró el director aliviado y anticipando ya los problemas que habría tenido con cierta pareja de padres si vieran al señor Equis acompañado de otro señor.

El señor Equis trabajó en ese colegio durante ocho meses, casi todo el curso escolar. Su aportación fue valiosísima. En las reuniones de padres varios de ellos expresaron su aprobación por él. Era un profesor sumamente atento y paciente, además de muy observador. Había trabajado con varios de los alumnos más atrasados en todos los cursos, a veces sentándose junto a ellos, explicándoles uno a uno un concepto difícil, sin jamás perder la calma o la sonrisa.
A pesar de eso, un día el director lo convocó a su oficina para comunicarle su despido inminente. No solo eso, sino que el señor Equis se marcharía del colegio sin una carta de recomendación ni la posibilidad de volver a trabajar jamás en la enseñanza, que era, por si no se ha dicho ya, su vocación, su verdadera pasión.
—Ha habido quejas sobre usted —le informó el director—. Lo siento mucho, pero la escuela no se puede permitir este tipo de habladurías.
—¿De qué se me acusa? —preguntó el señor Equis sin salir de su asombro.
—Algunos padres se han quejado de trato indebido con sus hijas.


Al día siguiente el señor Equis ya no apareció por la escuela ni lo hizo nunca más. Tampoco por ninguna otra. Se rumorea que jamás conseguirá otro trabajo en la enseñanza ni logrará borrar esa mancha en su currículum. Quién sabe, es difícil predecirlo; después de todo, vivimos en la segunda década del siglo XXI y la gente es más abierta y comprensiva que en siglos pasados. Además, él aún es joven; quizás algún día se reponga de la depresión en la que ha caído desde que perdió su trabajo. Él dice que la humillación no le permite salir de casa. Su psicólogo le ha recomendado que se marche del pueblo, que se vaya lejos un tiempo y confíe en la desmemoria colectiva. De momento no se va. Él nació en el pueblo y adora ese lugar, a pesar de que el rumor se ha extendido y distorsionado: dicen que lo echaron por abuso sexual a niñas.
A niñas. No a niños. ¡Pero si el señor Equis es homosexual!
¿O no lo es? Eso fue lo que pensó el director. Que el muy depravado había usado esa tapadera para llevar a cabo sus viles actos. Pero no lo consiguió: lo detuvieron a tiempo. Gracias a la buena comunicación que tanto los padres como los tutores de hoy en día infunden a los niños y niñas, estos hablan y cuentan abiertamente lo que pasa en la escuela. Los de esta en particular cuentan que tanto la señorita Igriega como el señor Equis son buenos profesores porque ayudan a sus alumnos con apoyo emocional, no solo en palabras sino también con el contacto físico. La señorita Igriega todavía conserva su trabajo y no lo perderá ni nadie le llamará la atención por colocar su mano en el hombro de un niño o una niña que se está esforzando por escribir algo bien.
Ese fue el delito del señor Equis: emular a la señorita Igriega. Ya hemos dicho que es un profesor muy observador y una de sus observaciones fue que los alumnos agradecían esas muestras físicas de ánimo y que gracias a ellas rendían más y prestaban más atención. Pero el señor Equis cometió un fallo: solo lo hacía por las niñas, pequeño detalle que a los pequeños no se les escapa, y en casa todo lo cuentan, hasta los detalles.
Tenía una buena razón para discriminar entre niños y niñas: es homosexual y no lo esconde. En el pueblo ya todo el mundo lo sabe, también los padres de los alumnos de la escuela. Durante los ocho meses que trabajó en ella, nadie se quejó, pero él no es un iluso: sabía que tocar tan siquiera el brazo de un niño (un varón) o revolverle el pelo cariñosamente podría terminar con su carrera.
No hay más. Eso fue todo. El señor Equis creyó que su homosexualidad le otorgaba en parte un derecho reservado solo al personal femenino de la escuela pero se equivocó: no por ser homosexual es menos hombre y por tanto, la sociedad sospecha de él y le hace pagar por los delitos cometidos por otros hombres.