Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 15 de mayo de 2014

El mundo es mi hogar

Últimamente algunos amigos, familiares e incluso lectores que no conozco más que a través de las redes sociales me envían artículos, fotografías o lemas que dicen que hablan de mí: una viajera inagotable, expatriada, ciudadana del mundo.
Los leo con interés y, en efecto, me siento identificada. O mejor dicho, comprendo lo que leo, porque lo he vivido. Y me halaga que piensen en mí, pero no os voy a engañar: yo ya no soy lo que era, ni como viajera ni como expatriada.
No pienso en mí misma como una expatriada, o una extranjera, porque no me siento así en ningún lugar. La primera vez sí, pero hace ya muchos años de eso. Entonces decía Hello y antes de llegar a la segunda ele ya alguien me estaba preguntando de dónde era. Y yo respondía, no sin orgullo, que de Barcelona. Mi novio americano me regañaba, opinaba que no debía esperar que el mundo supiera dónde está Barcelona. Tenía que decir Spain. Ahora que ya podría anunciar que soy de Barcelona sin peligro de que nadie se rasque la barbilla, digo que soy de todas partes.

Hace dos semanas llegué a Filipinas y, aunque no había estado nunca antes, el país apenas me sorprende o causa admiración. Es como si ya lo conociera. Lo mismo me ocurrió el año pasado en Corea y en Japón (en Japón sí había estado antes). No es culpa del país; soy yo: he viajado tanto que me he convertido en una mala viajera. A veces me aburro, porque nada es nuevo. No me llaman la atención las cosas demasiado parecidas a otras ya conocidas de otros lugares. En las Filipinas se mezclan la pobreza y suciedad asiáticas con la riqueza occidental y se nota todavía una fuerte influencia española y americana. Hay gran cantidad de mendigos por las calles y destrozos; el terremoto del pasado octubre ha dejado huella hasta en las paredes del piso donde nos hemos instalado.
Es un poco triste que lo más sorprendente hasta el momento haya sido esta frase, en boca de Brad, quien fuera en otros tiempos compañero de viaje y otros avatares de la vida:
—Aquí murió Fernando de Magallanes.
Monumento a Lapu Lapu
—¿Seguro?
Estábamos en Punta Engaño, en la isla Mactán de Cebú, aunque allí la llaman Lapu Lapu, como el primer héroe nacional, que se negó a pagar tributo al rey de España y convertirse al cristianismo. Sus guerreros fueron los que mataron a Magallanes.
—Pero… ¿Magallanes, Magallanes? ¿El explorador? —insistí yo.
—El mismo.
Dave frente al lugar donde murió
Magallanes 
No me chocó que se tratara de él, ya que Cebú está llena de referencias a Magallanes, su cruz y el Santo Niño que entregó al rey y la reina de esta isla —Humabon y Amihan antes de ser bautizados como Carlos y Juana—, sino que yo no recordara ese dato de mis tiempos de primaria y sobre todo el nombre de Lapu Lapu. Esa es una de las razones por las que me gusta tanto viajar: para volver a aprender todo lo que olvidé. Aunque a veces tenga que discutir con la profe de turno.
—Magallanes descubrió las Filipinas —nos dijo otro día la guía que nos enseñó el Fuerte de San Pedro, el bastión triangular español más antiguo del país. Segundos antes me había susurrado al oído—: ¿Qué hace esa mujer al lado de tu marido?
—¿Cómo que descubrió? Las Filipinas ya estaban aquí antes de que llegaran los españoles —respondí yo, y más bajito—: Es su novia y él ya no es mi marido.
—Fueron los primeros europeos en llegar y Filipinas no era entonces una nación, así que se acepta que Magallanes fue el descubridor —respondió con el tono de voz de alguien que ha pronunciado las mismas palabras otra veces, y en un susurro las que no—: ¡Pero si tú eres mucho más guapa!
Más tarde nos pidió que posáramos para una foto todos juntos con ella. Me la envió al día siguiente con un mensaje y las palabras: «Por cierto, he cortado a la chica»; el título del mensaje era «Beauty plus».
Hay que ver cómo son algunas mujeres, pensé, ahora no puedo enseñar la foto a los otros sin que alguna de las tres quedemos mal.

Glorias españolas
 En esta etapa de mi vida no viajo tanto para conocer otras culturas y otras maneras de pensar porque ya todas se parecen tanto… La globalización me lo pone cada vez más difícil, y de momento no deseo luchar contra eso. Pero sigo disfrutando de la gente, la gastronomía, la naturaleza... De la comida lo que más me gusta es el kinilaw, la versión filipina del ceviche. Los filipinos son muy curiosos; me preguntan sin tapujos lo mismo que en todo el sudeste asiático (estado civil, procedencia, destino) y otras cosas más raras; por ejemplo, hace tres días alguien se interesó por si mi nariz es de verdad. 
Pero no me canso de viajar, es como una adicción. Adoro los aviones, los trenes, los autobuses y los barcos. También las bicicletas, y más que nada mis dos pies. Viajo porque me gusta moverme. Y también para no estar en casa.
Antes de seguir, tengo que aclarar que yo no tengo casa. Sí tengo un techo bajo el que cobijarme, pero nunca he sentido el apego por la casa que siente la mayoría de la gente. En parte por eso no soy aficionada a la decoración de interiores. Puede que suene triste, pero para mí no lo es. Lo acepté hace muchos años ya, la primera vez que me fui. Tengo base, y como he vivido en varios países, mi base va cambiando. Desde que nació mi segundo hijo, está en un pueblo del suroeste de Australia. Fui allí de vacaciones para recuperarme después del parto, y ya no regresé a mi casa anterior. Lo llamamos «casa» para entendernos; los niños dicen que para ellos sí lo es. Hubo una época en que su hogar era Singapur. Imagino que pronto llegará el día en que será el mundo, como el mío.
No es que no me guste estar en casa, pero cada vez que llegamos a ella después de haber viajado, yo paso días de desasiego, en los que solo pienso en volver a irme. Aunque me ha pasado infinitas veces, a menudo me cuesta recordar que debo ser paciente, dejar que pasen los días y controlar el impulso de meterme en internet y comprar billetes para nuestro próximo destino. Me encuentro preguntándoles a los niños: «¿Qué os parece si volvemos a vivir un tiempecito en esa isla de Indonesia donde no hay coches? Lo pasamos muy bien allí…» mientras compruebo lo baratos que están los vuelos allí en esta época baja… Ellos suelen decirme que no, que ahora desean estar en casa, «y además en esa isla huele a caca de burro», añade Alex. Todavía no sufren el síndrome, la enfermedad, o como quieran llamarlo, de manera tan acentuada como sus padres, aunque ya se observan síntomas: parece que es genético, o se hereda con el ejemplo. Precisamente porque sé que mis hijos volarán muy lejos y es probable que no seamos vecinos de escalera, ni siquiera de calle, aprovecho ahora todo el tiempo presente para disfrutar de su compañía y seguir volando juntos.
Ellos también disfrutan de mi compañía, y de la de su padre, y si nos ponemos de acuerdo y nos pueden tener a los dos juntos, son más que felices y no les importa quién haya de más, mientras estemos los cuatro. Y si a ellos no les importa, a mí tampoco, porque ellos son mis maestros y gracias a ellos desaprendo y reaprendo, y sigo desmontando convenciones sociales que no van conmigo.
Así que ahora estamos en Filipinas (bueno, yo ahora mismo estoy en Corea, es que ya he vuelto a moverme). Y viajamos hace dos meses a Malasia y Singapur. Y un mes antes a la otra punta de Australia. Y yo empecé el año en Indonesia... Han pasado solo cuatro meses y medio desde que se inició el año y no hemos parado de ir de un lugar a otro.

Alex protegiéndose del sol
en Filipinas
Cuando llegamos a casa siento esa fuerza inmediata que me hace pensar en el próximo viaje. Sin embargo, cuando estoy fuera pienso en volver. No añoro la vuelta —intento siempre vivir el momento— pero me reconforta saber que el viaje no será eterno, que todo se acaba. Como la dependencia de mis hijos pequeños en mí; también se acabará y eso es bueno, y también es bueno saberlo.

De vuelta en nuestra base después del viaje a Singapur, estábamos tan contentos mis dos hijos y yo que pasamos días seguidos sin salir ni para ir a comprar. Mientras, se concretó con mi cuñada lo que llevábamos semanas hablando con mensajes arriba y abajo: mi sobrina de once años vendrá a vivir cinco meses con nosotros. Mi madre la traerá a finales de junio y a principios de diciembre la llevaremos nosotros de vuelta a Barcelona y de paso nos quedaremos a pasar la Navidad. Estamos los tres muy contentos, ellos porque convivirán con su prima tanto tiempo y yo porque seré madre de tres, y de una niña a la que quiero tanto.
—La tendremos que llevar cada mañana al colegio —les advertí a los niños—. Eso es lo que quieren sus padres, así que por un tiempo tendremos que seguir una rutina. No será fácil pero aún nos quedan unos meses para hacernos a la idea.
—¿Y mientras esté aquí no podremos viajar? Eso no puede ser —dijo Dave, que ya tiene casi ocho años.
Empecé a contar con los dedos: abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre… ¡ocho meses! Ocho meses sin viajar son demasiados para esta familia. En agosto haremos una escapadita a Bali, pero aun así…
—Miremos el lado positivo —le contesté—: Así sabremos cómo se sienten los que están en arresto domiciliario.
Pero a mí tampoco me acababa de convencer eso de estar tantos meses sin movernos de la base. Entonces me llamó Brad y, casi sin pensar (aunque lo había consultado antes con los niños), le dije:
—En cuanto a lo que me propusiste... Sí, iremos a verte a Filipinas.

En un jeepney, el dos-hileras filipino
Y luego me escribió mi amiga Tatiana, con la que realicé el viaje a Tailandia que me inspiró a dejar el trabajo, la familia y los amigos para recorrer en solitario el Sudeste Asiático. Sus palabras: «Ya sé que no te hace mucha gracia volver a Estados Unidos, pero he estado pensando en tu idea y te propongo que nos encontremos en Hawaii…». Y yo le contesté que sí, claro, porque iba a estar en Filipinas y total, solo tenía que cruzar un charco muy pacífico.
Así que aquí estoy, esperando mi vuelo a Honolulu después de haber pasado un día en Seúl. He visitado un templo y un palacio. No he hecho fotos: no me han impresionado, se parecen demasiado a los de Japón. Pero he comido en un restaurante de cocina coreana tradicional buenísimo y he conocido a dos chicos que me han enseñado cómo se confeccionan los pastelitos de miel y nueces típicos de aquí, y a decir awesome en coreano.
Mi vuelo sale a las 17:40 y aterriza a las 8:35 del mismo día. Viajo hacia atrás... diecinueve horas hacia el pasado. Va a ser el día más largo de mi vida, pero lo estoy pasando bien.
No espero curarme nunca de este deseo irrefrenable de ir de un lugar a otro. Y aunque sé que no todo el mundo es así, yo no me siento incomprendida, ya no: tengo gran variedad de amigos como yo. Así es como se consuelan los que sufren el síndrome: juntándose, como dice el refrán: «Su madre los cría y ellos se juntan» (o algo así). No sé cuánto tiempo más seguiré en la misma base, pues hay otros lugares en los que también probaría a vivir largas temporadas, pero lo que más me gusta de mi rincón del mundo actual es que lo habita gente de todas partes, algunos expatriados y otros viajeros de paso, y en los últimos años muchos europeos: franceses, alemanes e italianos sobre todo, pero también algún que otro español. Casi todas las nacionalidades están representadas, aunque pocos se quedan: van y vienen. El mundo es cada vez más así, cosmopolita en todas partes, y a mí me encanta, por eso ningún sitio es mi hogar y todos lo son.