Cada
día me piden amistad en Facebook decenas de personas, algunos días hasta cincuenta o sesenta.
Empezó hace cosa de un mes o dos. De repente, un día tenía diez peticiones de
amistad. Al día siguiente otras diez. Al tercer día otras diez, o ya quince. Y
así hasta hoy. No ha parado, sino que cada vez son más. No me explico a qué se
debe porque, como digo, fue algo repentino y que no parecía ser una
consecuencia directa de algún acto mío, como por ejemplo, haber quedado
finalista en el Premio Planeta (no me presenté, así que eso no podía ser).
Enseguida me pregunté si son lectores los que desean ser mis «amigos», y así lo
esperé, claro, porque yo uso las redes sociales sobre todo para darme a conocer
como escritora. Comprobé que algunos sí llegaban a mí por esta razón. En uno de
los mensajes que más ilusión me ha hecho hasta el momento y que no encuentro, perdido
en el océano de misivas que recibo a diario y no tengo tiempo de responder, un
lector me decía que había encontrado mi libro Amanecer en el Sudeste Asiático en un banco de la plaza Cataluña de
Barcelona, lo había empezado a leer, y al final se lo había llevado a casa.
Otro lector me cuenta que compró Hacia
tierra austral siguiendo la recomendación de una amiga. Me encanta
comprobar que los lectores llegan a mí por el fenómeno del boca en boca, o
porque mis libros viajan, y no porque yo avasalle en las redes sociales.
Otros
no me dicen cómo me encuentran, ni siquiera se molestan en leer la información
que hay en mi perfil; lo que pretenden es que yo les siga a ellos. Algunos me
piden amistad sin más, y otros amor y una relación epistolar. Lo siento, no puedo:
amo a todos por igual y por eso hago público lo que escribo. Alguien me sugirió
que cambiara la foto de perfil por otra en la que salga horrible, así dejarían
de lloverme las peticiones de amistad. ¿Por qué? Yo soy así y así me muestro,
aunque advierto que tengo la suerte de ser fotogénica. Además, no me molestan las peticiones, aunque no pueda atenderlas todas. Pero sí me he decidido
por fin, después de tres años pensándolo, a abrir una página de autora en
Facebook. Creo que tiene sus ventajas; por ejemplo, no tendré que perder tiempo
aceptando amistades y luego eliminando a las que se han equivocado de sitio. Durante
un tiempo usaré las dos y quizás averigüe por fin quién me lee y quién solo me
ve en una foto de perfil. No voy a invitar personalmente a nadie, para no
molestar. Quien lea estas líneas se puede dar por invitado y clicar en el «me
gusta» aquí o hacer ver que no lo ha visto y yo no me enteraré.
Pienso
en la fama y no sé si yo la llevaría bien. Si ahora no respondo a todos los
mensajes porque me desbordan, ¿cómo voy a conseguir contactar con mis lectores?
Mi
hermana se fue a Tailandia hace un par de años, y un día, en una conversación
con otros viajeros, alguien mencionó mi primer libro de viajes. Ella reconoció
que le sonaba el título y que de hecho la autora era familiar suya. Otra vez,
un lector llamó a un programa de radio sobre viajes del País Vasco para
solicitar que me entrevistaran. A raíz de esa charla en la radio me escribieron
varias personas para interesarse por mis libros. Y así, voy acumulando pequeñas
anécdotas que a veces me hacen pensar que seguir por este camino de la
literatura, que me apasiona, podría de verdad convertirme en famosilla.
El
problema es que todavía no tengo claro que desee serlo. Ser escritora
reconocida fue siempre mi sueño, e imagino que continúa siéndolo porque según
todos, hasta los mismos escritores, es condición imprescindible de nuestra
profesión la soledad, la vanidad, el egocentrismo.
Durante
mi primer año de carrera de Filología Inglesa, a la influenciable edad de
dieciocho años, cuando yo ya hacía una década que sabía muy bien lo que deseaba
hacer en la vida aparte de vivir (escribir), tuve que leer varios ensayos sobre
literatura y escritura, que recuerdo como pesados, aburridos y difíciles de
digerir, excepto uno, del que saboreé cada palabra y que me impactó muchísimo: Why I write (Por qué escribo) de George
Orwell. Para el propósito de este artículo, lo he vuelto a leer y es muy
diferente de como lo recuerdo. Qué traicionera es la memoria: todo lo
tergiversa. Por eso opino que escribir novelas es mucho más fácil que relatar
hechos reales: cada uno los percibe y recuerda a su manera y si una decide
contarlos en un libro siempre hay algún amigo o familiar que se enfada y dice
que no fue así como ocurrió.
Según
Orwell, todos los escritores tienen en mayor o menor grado cuatro grandes
motivos para escribir: puro egocentrismo, entusiasmo estético, impulso histórico y
propósito político. El que a mí más me llamó la atención y me ha hecho darle
vueltas y vueltas, hasta hoy, en que sigo dándoselas, fue el primero, porque
quizás sea el que más me cueste aceptar. Con los otros tres no tengo ningún
problema. Reconozco que me fascina la belleza de la lengua y me gusta jugar con
ella, que poseo un impulso histórico por relatar acontecimientos de los que he
sido testigo o sobre los que deseo profundizar, y que me motiva un propósito
político, en el sentido de que me mueve el «deseo de orientar al mundo en
cierta dirección, de alterar la idea de la gente sobre la clase de sociedad por
la cual hay que luchar».
Pero el
puro egocentrismo… Eso sí levanta ampollas, y debajo hay de todo: pus, sangre y
demonios. Es, según Orwell, el «deseo de parecer inteligente, de que hablen de
ti, de que te recuerden tras la muerte, de vengarte de los adultos que te
despreciaron en la niñez. Es un engaño pretender que eso no es un motivo, y
fuerte. Los escritores comparten esta característica con científicos, artistas,
políticos, abogados, soldados, prósperos hombres de negocios, en fin, con toda la
corteza superior de la humanidad. La gran masa de seres humanos no es en exceso
egoísta. Después de los treinta años casi abandonan el sentido de ser individuales,
y viven principalmente para otros o sofocados bajo un trabajo soporífero. Pero
existe también la minoría de gente dotada con un talento especial y resuelta a
vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase.
Los escritores serios, yo diría, son en su conjunto más vanidosos y
egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero». (La
traducción es mía porque la que encontré en internet no me gustó).
Yo
veo esta característica en otros escritores y a veces me produce rechazo. Y me
pregunto una y otra vez por qué me irrita que los escritores sean tan
egocéntricos. La única explicación que encuentro, aunque me cueste confesarlo,
es porque yo también lo soy. La prueba está en que llevo toda la vida soñando
con ganar un premio literario, y eso que yo estoy en contra de los premios (y
los castigos). Cuando era adolescente creía que era normal sufrir «delirios de
grandeza» porque lo leí en una novela, pero es que a mí todavía no se me han
pasado, así que, o soy anormal o todavía adolescente. O me empeño en vivir mi
propia vida hasta el final.
Así
que sueño con la fama, de eso no hay duda. Quizás es algo que padecen más los
hijos del medio, porque siempre se nos ha visto menos que al mayor y al pequeño
(Orwell también lo era). Pero yo soy introvertida y muy sociable. Es decir, me
encanta el contacto de tú a tú, pero no llevo bien las multitudes. Por eso me
gusta recibir mensajes de los que se han leído mis libros o artículos, y
conozco a gente nueva a menudo. Tengo la costumbre de hablar con
desconocidos en la vida real, por la
calle, y si me preguntan a qué me dedico, no siento ningún reparo en decir la
verdad y con mucha honra: escribo (y otras cosas). Y suelo disfrutar de buena
acogida, quizás porque cada vez más me relaciono con gente que aprecia el arte
y la vida bohemia. En cambio, me da una vergüenza enorme publicitar los
comentarios positivos de mis libros en las redes sociales. Así que no lo hago.
Y dicen y dicen que si no te autopromocionas no vas a vender nada. Pero es que
yo sí me autopromociono, lo estoy haciendo ahora mismo, y lo hago puntualmente una
vez al mes con cada artículo que escribo para este blog. Pienso luego escribo,
y lo publico en parte con la esperanza de que alguien considere que vale
suficiente la pena como para comprar alguno de mis libros. Es de la única
manera que puedo promocionarme sin dejar de ser fiel a mí misma.
Y si
algún día gano un premio literario, ¿qué voy a hacer? Un amigo escritor me dijo
que tendría que conceder entrevistas, presentar la novela, viajar
por toda España para promocionarla… ¡Uf! ¿Presentar la novela? Con lo que me ha
costado escribirla, ¿encima tengo que hablar de ella? Es casi peor que hacer
bien los deberes y encima que la profesora te ponga como ejemplo a seguir
delante del resto de la clase. ¿De verdad ya no se puede ir de Salinger por este
mundo y aun así tener éxito? Yo sueño con ganar un premio, viajar a España para
dar las gracias y recoger el dinero, dejarlo todo en manos de la editorial que
se encargue de publicar el libro premiado, y escaparme de nuevo al otro lado
del planeta.
Recuerdo
una conversación que tuve con otro querido amigo, periodista y acostumbrado a
vivir la fama de otros de muy cerca. Me dijo: «Amo mi anonimato. Ser famoso es
horrible». Yo también lo creo y no envidio en absoluto a los famosos de la gran
y pequeña pantalla. Durante el mes que pasé en Birmania en el año 2000, muchas
veces sentí lo que debe de pesar la fama. Visité lugares a los que no parecían
haber llegado otros extranjeros y recuerdo la enorme responsabilidad que sentí
por ser diferente. Allá donde fuera la gente me observaba, estudiaba cada uno
de mis movimientos y adivinaba mis necesidades. Sabían dónde me hospedaba, de
dónde venía y adónde iba, y si me ocurría algún percance jamás tuve oportunidad
de arreglármelas yo sola: todo el país parecía conspirar para que nada malo me
sucediera. Dio la casualidad de que durante ese mes se estrenó en España un programa
de televisión que llegó a alcanzar gran número de audiencia: Gran
Hermano. Yo nunca lo he visto, ni siquiera supe de él durante algún tiempo; en
aquella época en Birmania no había internet y estuve felizmente incomunicada
del resto del mundo. Pero cuando me enteré me hizo gracia: otra cosa que le
debemos a Orwell. Él, a través de sus escritos, siempre ha estado muy presente
en mi evolución como persona; en Birmania me leí sus Burmese Days (Días birmanos), que me encantó y asombró sobremanera:
la escribió en 1934, pero sesenta y seis años más tarde pocas cosas habían
cambiado.
Durante
ese mes pensé en la fama, o en lo que supone sentirse tan vigilado, tan
controlado. Yo no lo podría soportar, me agobia recibir atención y ayuda
excesivas. Tampoco comparto la paranoia de algunos en cuanto a la privacidad,
porque pienso que en general cada uno está más ocupado en cuidar su propia
imagen que en acosar a los demás. Y me pregunté cómo lo sobrellevan los muy
famosos, por ejemplo, los actores de cine. Debe de ser una cruz.
He
conocido a varios famosos, la mayoría deportistas. Las conversaciones que peor he mantenido, me sabe mal, fueron con dos escritores (muy famosos). A uno de ellos
lo conocí en una fiesta. Era íntimo amigo de un amigo mío, que le habló al
escritor sobre el libro que yo estaba escribiendo. El famoso escritor no se
interesó por mi trabajo; en vez de eso me soltó una sarta de consejos que no le
pedí e imagino que no seguí (no los recuerdo). En otra ocasión, con otro
escritor famosísimo al que yo había leído desde muy joven, no se me ocurrió
otra cosa que enumerarle como una colegiala ilusionada cada una de sus novelas
que me habían deslumbrado. Él me miró sin apenas decir nada, un poco aburrido,
y yo me sentí como una groupie y me juré que no lo haría nunca más.
El
encuentro más interesante que he tenido con un famoso sucedió durante un vuelo
de Barcelona a Nueva York, hace casi veinte años. Me tocó el famoso en el
asiento de al lado, pero en esa época todavía no era famoso, al menos no para
mí, que no lo había visto jamás. Estuvimos hablando durante casi todo el viaje
y fue una de esas conversaciones con un extraño que no se olvidan con
facilidad, aunque yo he tenido la suerte de conocer a muchísima gente
interesante en la vida, sobre todo cuando viajo. Yo regresaba a Estados Unidos,
donde vivía por aquella época, y él iba a «estudiar un curso de interpretación»
en Nueva York. Cuando ya casi aterrizábamos, un grupo de tres señoras se acercó
para pedirle un autógrafo. Entonces otra pasajera se atrevió a dirigirle unas
palabras. Y así una tras otra.
—¿Eres
famoso? —le susurré colorada de vergüenza, porque yo no lo había reconocido.
Él se
encogió de hombros, quitándole importancia, y dijo:
—No
tanto. Tú no me conoces.
Le
pregunté su nombre. No me sonaba, aunque se me quedó grabado para toda la vida.
—¿Y a
qué te dedicas?
—Soy
actor —respondió casi como si se disculpara.
Entonces
hacía mucho teatro, aunque he averiguado que cuando yo lo conocí en ese avión,
ya llevaba filmadas docenas de películas. Años más tarde lo vi mucho en
televisión. Y eso que yo no miro la tele, pero era uno de los protagonistas de
una serie a la que mis padres estaban enganchados. Nos despedimos sin
intercambiar números de teléfono ni nada (el correo electrónico y los móviles
estaban en pañales), pero yo sé quién es y si algún día se vuelven a cruzar
nuestros caminos le preguntaré si recuerda ese viaje de avión.
No me
gustaría ser famoso como él. Yo aspiro a otro tipo de fama, la del escritor que
no sale en televisión y al que solo conoce la gente que lee. Creo que esa fama me
daría la oportunidad de conocer a más gente interesante. Me gustaría que una persona (no trescientas a la vez) me reconociera durante un vuelo y me diera
su opinión sobre algo que he escrito, o me preguntara incluso por qué lo
escribí. También a veces sueño con ver a alguien en el metro leyendo uno de mis
libros y preguntarle su opinión sin que sepa que soy yo la autora.
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