Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

lunes, 16 de marzo de 2015

Pensamientos de escritores

El mes pasado asistí al Perth Writers Festival. En tres años, ha sido la primera vez que he podido acudir los cuatro días enteros, apenas sin perderme nada. Fue una experiencia inspiradora y muy intensa, casi diría que demasiado intelectual: después del último día pensé que no aguantaría uno más y necesitaba con toda urgencia volver a casa a jugar al Monopoly con mis niños o hacer castillos de arena en la playa. Me sentía como si hubiera vuelto a la universidad y me dolía la cabeza de escuchar con tanta atención el discurrir de gente que hablaba tan bien.
Lo más provechoso fue conocer a las principales editoras y editoriales (a ver cómo se traduce esto; en inglés son editors y publishers y están bien diferenciados) de este país donde vivo, Australia. Llevo más de dos años dándole vueltas a la idea de entrar en este mercado, ya que estoy aquí, me gusta la literatura de aquí y el inglés se me da mejor que el español. Pero para intentar entrar en el mercado, antes tenía que conocerlo. Ya cometí el error, hace catorce años, de enviar mi primer libro a una editorial española sin tener ni idea de cómo se hacen las cosas, y aun considero un éxito que se molestaran en responderme con sus amables cartas de rechazo. Así que las escuché (atención: todo mujeres, como en mi novela Nunca dejes de bailar, qué casualidad, ¿no?) y las interrogué.
Eran muy accesibles, encantadas de hablar con otros como yo a los que nos llamaron aspiring writers. Me sorprendió su cercanía y la confesión de que estaban siempre en busca de lo que en España observo que llaman «un mirlo blanco»; aquí son menos poéticas: se contentan con «una gema», quizás porque es menos difícil de encontrar. Nos urgieron a enviar nuestros manuscritos siguiendo las directrices de sus páginas web, sin molestarnos a hacerlo a través de una agencia literaria. Aseguraron que leen todo lo que les llega a su slush pile y responden en un plazo de no más de tres meses. Y explicaron el proceso de después de manera que parecía que publicar con una editorial convencional es tan fácil como en la revista del instituto. Hicieron hincapié en que gran parte de la promoción es responsabilidad del escritor y es imprescindible hablar en público y hacerlo bien.
       Cuando alguien preguntó por la cuestión monetaria se creó un largo silencio, seguido de risas: no hay dinero. Uno de los «aspirantes a escritor», que luego me confesó en privado que acababa de firmar un contrato con una de esas editoriales y no le pagaban absolutamente nada de adelanto, se atrevió a opinar en voz alta que se gana más en Amazon. De nuevo se creó un silencio hasta que otra escritora, esta vez no aspirante sino ya con pleno derecho a la etiqueta, dijo que ella llevaba veinte años publicando y no ganaba apenas nada y que escribir es una pasión, no una manera de ganarse la vida.
En fin, lo de siempre. Y yo me pregunté: ¿Para qué planteármelo siquiera? No le veo ninguna ventaja a publicar con una editorial tradicional: si no perteneces al 5% que vive de lo que escribe, no cobras nada, y encima tienes que ir a sitios a vender tus libros y que sean otros los que se queden con la recompensa de tu esfuerzo. A pesar de eso, lo voy a probar, solo por experimentar, por ver qué pasa. Pero no enseguida: la traducción de Amanecer en el Sudeste Asiático, que ya está casi lista, saldrá publicada bajo mi sello Dunsborough Books. He escuchado a los que me han aconsejado que la envíe a una editorial convencional, con más poder de distribución, pero al final he decidido no hacerlo, porque detrás de esta obra hay miles de horas de trabajo y quiero ser yo quien cobre algunos céntimos por ella.
Esta soy yo, el primer día
Aparte de las editoras, conocí a muchos escritores, y de todos tipos, algunos famosísimos y que han vendido millones de libros en todo el mundo. Con esos evité hablar de tú a tú. Con una no pude evitarlo, porque alguien me lo pidió... Fue esta autora precisamente quien dijo en una de sus charlas que ella rehuía a sus ídolos, ya que siempre que había conocido a alguno en persona se había llevado una gran decepción. A mí me pasa lo mismo: a los escritores que leo y admiro prefiero verlos y escucharlos desde la distancia, como a un dios. Porque... ¿acaso no son un poco como un dios? Se meten en la vida de todos los personajes, crean conflictos y luego los arreglan, hacen llorar, reír, pensar, empatizar... Como esa famosa autora, yo también temo descubrir que detrás del talento de ese dios no hay más que un ser humano, normalito y corriente como todos.
De hecho, más de una vez pensé: qué aburridos somos los escritores, todos decimos lo mismo. Por otro lado, fue reconfortante comprobar que esos tan exitosos tienen las mismas dudas, dilemas y maneras de trabajar que yo: me hicieron sentir que soy una de ellos; aunque desconocida, yo también soy escritora. Alguien dijo: «La gran mayoría de nosotros llevamos una vida bastante ordinaria, pero a la que te pones a excavar en la intimidad de cualquier persona, enseguida encuentras algo extraordinario que vale la pena contar». Yo también lo creo. Los escritores lo sabemos y por eso solemos ser buenos «escuchas».
Me sorprendió que solo uno, un inglés jovencísimo cuyos thrillers son superventas en todo el mundo, confesara hacer esquemas antes de ponerse a escribir. El resto admitió no planear mucho. Otro muy exitoso y ganador del Man Booker Prize dijo que para él escribir resulta tan difícil que si encima tuviera que planear con esquemas, no terminaría nunca. Y añadió que le resultaba aún más complicado hablar de sus novelas, así que solía comprobar qué destacaban los críticos sobre ellas para poder parafrasearlos y hasta plagiarlos.
Algo que me llamó la atención, porque se repitió varias veces a lo largo de esos días, fue que todo escritor está esperando a que alguien se muera. Se entiende que para escribir sobre esa persona que no pueden ni camuflar en una novela por miedo a ofenderla quizás... Así que yo tampoco soy la única en eso... Aunque yo ya había decidido que para qué esperar: lo único que tengo que hacer es escribir en un idioma diferente. Ya, pero ¿y si luego lo traduzco? Tendré que seguir pensando en cómo lo hago. Por otro lado, ¿por qué callar? Un amigo mío escribió su autobiografía hace años y a pesar de que una editorial se interesó por publicarla, al final él se echó atrás para no ofender a ciertas personas, y resulta que el libro lleva ya diez años en un cajón.
Un profesor de literatura me dijo una vez que si te dedicas a escribir, sea lo que sea, tienes que estar preparado para que tus amigos y familiares se enfaden, a veces porque los metes en un libro, otras veces porque no los metes... Es curioso también que haya gente que sin estar en el libro, sí se ven identificados, o ven a otros que en realidad tampoco están. De esto se habló muchísimo, sobre todo en las charlas sobre biografías y memoirs, que en la literatura anglosajona son tan populares como la ficción. Para mí, es quizás el aspecto más difícil (puedo contar lo que sea sobre mí pero siento reparo al implicar a otras personas) y una de las razones por las que escribir novelas me resulta mucho más fácil que narrar hechos reales.
Otro aspecto que se repitió y es con lo que más me identifico es la autenticidad y el contar la verdad. Ser auténtico significa tener una voz propia, no ser como otro o escribir como otro. Dicen los que se dedican a teorizar estas cosas —según recuerdo de algunas clases de la universidad— que en sus inicios todo escritor tiende a imitar a otros hasta que encuentra su propia voz, su propio estilo. Excepto los malos escritores, está claro, o los que se dedican a copiar y no meramente al plagio involuntario que cometemos todos en mayor o menor medida. El mismo profesor de literatura al que me he referido antes, después de leer uno de mis escritos, hace más de veinte años, me dijo que todavía tenía que encontrar «mi voz», y me dio una lista de los libros que «hay que leer» (todavía no había salido la moda del «antes de morir»). En ese momento no entendí cómo iba a encontrar mi voz en los libros de otros, pero ahora al menos sé que ya tengo mi voz propia y es solo mía. Pero es cierto que mientras escribimos tenemos que tener cuidado con lo que leemos porque inevitablemente esas lecturas influirán en nuestra escritura. Quizás por eso hay escritores que cuando escriben, no leen. Yo eso ni lo hago ni lo entiendo.
Contar la verdad tiene que ver con el rigor. No todos los escritores son rigurosos, y eso es opción de cada uno. Yo me exijo a mí misma ser rigurosa con la verdad. Eso significa que si escojo lugares y personajes que existen o han existido de verdad, no puedo mentir sobre ellos. Por ejemplo, para escribir el relato Las voces del futuro me documenté antes sobre Freud y Hitler en la época en que ambos vivieron en Viena. Leí sobre la rutina diaria del doctor y me aseguré de que el joven Adolf hubiera caminado alguna vez por las calles de la ciudad acompañado de otro hombre, de manera que lo que yo conté podía haber ocurrido de verdad. Incluso busqué fotos del doctor y comprobé que en esos días su pelo y barba no tenían todavía el aspecto tan blanco con el que su imagen ha pasado a la posteridad. Para mí es un dato importante porque soy así de obsesiva y pienso que para que un relato sea verídico, aunque el lector sepa que en el fondo mientes, en lo que todo el mundo sabe, hay que decir la verdad. El personaje de Aloisia, la prima de Hitler, y su triste final, también son verdaderos, pero como apenas se conserva información sobre ella, me pude permitir dar rienda suelta a la imaginación para crear la historia que me interesaba contar.
Todos los escritores a los que escuché hablar afirmaron que ellos también apostaban por el rigor, sobre todo si se trata de novela histórica. Solo uno admitió que él escribía novela fantástica precisamente para tener la libertad de inventárselo todo. Sin embargo, por muy riguroso que se sea, es fácil equivocarse. Hay novelas que han tenido un éxito extraordinario y están plagadas de errores históricos y anacronismos. Parece ser que la mayoría de lectores no los ven o no les dan importancia. Yo escucho a la minoría siempre, porque de la mayoría desconfío, y no soy la única exigente que ve estas cosas. A mí, si son muchos, esos fallos me molestan y ya no leo nada más de ese autor. También me molestan los fallos psicológicos. Por ejemplo, a mí no me cuela que una mujer sea una psicópata asesina porque sus padres la hicieron protagonista de su serie de libros infantiles; hace falta algo más, los asesinos no se hacen así.
Hay otro aspecto sobre el rigor y la verdad que sí parece irritar a más lectores: el del habla de los personajes. En los últimos años lo he visto mucho: autores británicos que para ganarse el mercado americano sitúan sus novelas en Estados Unidos y se supone que sus protagonistas son de Seattle (por poner un ejemplo que no se note mucho) pero usan palabras y expresiones que los estadounidenses, tan concentrados en contemplarse el ombligo, no han oído jamás y ni siquiera entienden. Es un error muy común que, a pesar de la globalización y creciente interferencia entre los dialectos de una lengua, no deja de crispar los nervios de los lectores.
En resumidas cuentas, para que los lectores se tomen en serio a un autor (o, para no generalizar: para que yo, como lectora, me tome en serio a un autor) no le permito que me mienta sobre algo cotidiano, habitual en mi vida diaria; en cambio, si me habla de una invasión extraterrestre y lo hace bien, aun sabiendo que es mentira, me lo creo. Por eso escribir sobre algo totalmente inventado es lo más fácil que se puede hacer. Para empezar, te ahorras el enorme trabajo de documentación. Y luego ya solo tienes que inventar. Imaginación la tiene cualquiera, así que el no tenerla no me parece excusa para no ponerse a escribir. Entonces, ¿por qué casi todos (o todos) los escritores sitúan sus obras en escenarios reales? ¿Por qué tiene menos acogida la novela fantástica (desprovista totalmente de realidad)? Pues porque la realidad es más interesante y a los lectores les encanta leer sobre lo que ya conocen. Les gusta verse en la historia, empatizar con los personajes por haber vivido algo parecido. Además, las mentiras entrelazadas con la verdad son más creíbles.
Termino esta reflexión, que ya se me alarga más de lo que había planeado, con la noticia de que ya he decidido qué voy a escribir a continuación y será una novela histórica. De hecho, es una bellísima historia de amor que todavía no ha contado nadie en forma de novela (me cuesta tanto de creer) y a la que llevo dándole vueltas desde hace un año y medio. Ocurrió de verdad pero se tienen muy pocos datos sobre ella, lo que me da la libertad de novelarla, pero tengo que documentarme sobre el marco histórico, y ya lo estoy haciendo. La poca información que existe está solo en inglés, francés, alemán y polaco. Me ha costado dar con un libro en particular (comprarlo en Amazon me saldría por más de ochenta dólares) pero al final lo he encontrado en Open Library, todo un descubrimiento de biblioteca, donde se pueden tomar prestados millones de libros electrónicos. No doy más pistas aunque a algunos ya os he hablado de ella. No sé cuánto voy a tardar; no tengo prisa y sí muchos otros proyectos. Imagino que en algún momento tendré que volver a viajar a Polonia...

sábado, 14 de febrero de 2015

Volver a lo antes imaginado y presentación de NUNCA DEJES DE BAILAR

       El mes y medio que había ido a pasar a Europa tocaba a su fin. Teníamos planeado visitar Roma. Me hacía ilusión enseñarles el Coliseo a los niños y, además, regresar a una escena concreta de mi novela, que se desarrolla en la plaza Navona o, mejor dicho, que se desarrollará allí en la vida de mis personajes, porque es algo que todavía no han vivido: ellos irán a la Ciudad Eterna a pasar la Navidad de este año. Pero al final no pudo ser y viajamos a otros sitios. No importa: la novela está escrita desde agosto del año pasado y apenas he cambiado nada, incluso después de haber vuelto a algunos de los lugares que salen en ella.
       Nada más llegar a Barcelona, a principios de diciembre, fui una tarde a pasear por el barrio gótico. Otro día me perdí por las calles del barrio de Gràcia. Es mi favorito, el que más frecuentaba en mis años adolescentes con los amigos que ya puedo llamar «de toda la vida» porque conservamos la amistad aunque hayamos terminado desperdigados por el mundo. Una tarde llevé a los niños a tomar un helado a la plaza de la Revolución. Mis amigos y yo éramos más asiduos de la plaza del Sol, pero para situar la librería de Enya en la novela escogí la plaza de la Revolució de Setembre de 1868 porque era más tranquila y sobre todo por el nombre. Resulta que la plaza ya no es tranquila. Ya lo sabía, claro, pero hasta que no volví a pisarla no fui consciente de que mientras escribía no imaginaba la plaza como es en 2015 sino como fue hace más de veinticinco años. Tampoco importa porque en la novela no la describo, solo la menciono.
       Otro día fui al restaurante donde situé otra escena de la novela, y volví a pensar: no es como lo imaginé. Quité el nombre del restaurante y arreglado. Un chasco más me lo llevé el sábado que me acerqué a la catedral para ver la cripta de Santa Eulàlia y me encontré con el paso al presbiterio vallado… Pedí permiso para colarme. El vigilante me contestó, muy amable, que no podía ser mientras hubiera misa.
       —¿Y mañana por la mañana? —insistí.
       —Mañana es domingo y también hay misa. Ven el lunes.
       —No, tiene que ser mañana porque en la novela ellos vienen en domingo y…
       El vigilante me miró con extrañeza y preguntó:
       —¿Qué novela?
       —La mía. He escrito una novela.
       —Pues tendrás que cambiarla. ¿No puedes hacer que vengan en lunes?
       Más tarde, en casa, repasé la escena y al final no la cambié porque desbarajustaría demasiadas cosas. Es la única licencia literaria que me he tomado en cuanto al escenario: en fin de semana no se puede admirar la cripta, pero mis personajes sí lo hacen.
       —¿Puedo al menos ir al claustro a ver las ocas?
       —Tienes cinco minutos antes de que cierren a las siete —me respondió el vigilante, que era simpatiquísimo y creo recordar que del Perú.
       Y ahí estaban las trece ocas de Santa Eulàlia, tan blancas y graznantes como siempre, tal como yo las había descrito en la novela: «Comprábamos figuritas y adornos en la feria y veníamos aquí a ver el pesebre que instalan cada año. Y las ocas siempre estaban aquí. A mí eso me fascinaba: ¡no se morían nunca! Ahora hacía muchos años que no las veía y fíjate, todavía están aquí.
       »—Supongo que cuando una muere, la sustituyen enseguida por otra, ¿no?
       »—Yo prefiero seguir pensando que son inmortales —dijo Enya con un suspiro—. Cuando tenga ochenta años o más vendré a verlas y ellas seguirán aquí igual de jóvenes y blancas como cuando yo tenía cinco años».

       Es una sensación extraña volver a las escenas de tu novela. A veces decepcionante, como cuando descubro que en realidad no es así y tengo que cambiar algún detalle porque he decidido que en eso voy a ser muy rigurosa. Y otras veces supergratificante. Por ejemplo, me alegró comprobar que la entrada del Fnac de la Plaça de Catalunya sigue igual, con la sección de revistas a la izquierda y la heladería a la derecha. Y más aún me entusiasmó ver con mis propios ojos las colas que se formaban en la calle Petritxol delante de las chocolaterías Dulcinea y Pallaresa. Hay cosas que ni la crisis puede alterar. No entré ni me tomé un suizo. No he degustado uno de esos chocolates tan espesos desde que era niña y a mí, a diferencia de Enya, no me van los dulces. Pero, sobre todo, no quise revivir las escenas de la novela que ocurren en una de esas granjas tan emblemáticas de Barcelona porque sentí que me estaría pasando de la raya, como si estuviera invadiendo la intimidad de mis personajes.
       Caminé por la calle París y pasé por debajo del Hotel Astoria, tal como hace Enya. Entré en el hotel. Comprobé que la escalera de caracol era tal como la había imaginado. Me pregunté si sería fácil enfilarse por ella sin llamar la atención y abandonar el hotel también sin ser vista: sí, aunque había personal en el vestíbulo nadie reparó en mí ni me preguntó si deseaba algo. Me metí en el restaurante de paredes adornadas con carteles de pinturas modernistas donde Alberto toma el desayuno cada mañana, y lo imaginé ahí sentado, reflexionando o, como dice él: «embobado, repasando los acontecimientos de estos dos días». Volví a recepción y estuve tentada de pedir que me mostraran una habitación, con ventana y vistas a la calle. Quería vivir esta otra escena: «Cuando ella pasa por debajo, él está asomado a la ventana fumando y se fija en ella sin saber que es ella. Ella no lo ve, pero acelera el paso sintiéndose observada. Yo también fumé ese cigarrillo y esperé. Cuando por fin la vi acercarse, me metí hacia dentro con un movimiento reflejo, cerré la ventana y continué observándola desde detrás del cristal. El corazón me latía a toda prisa».
       Al final no lo hice. No me atreví. No quise descubrir si el entorno de otra escena, una de las más emotivas de la novela, es en la vida real como lo es en mi cabeza. Puede que parezca absurdo pero, una vez más, haberlo hecho habría supuesto meterme demasiado en la vida de mis personajes. Tampoco fui capaz de quedarme a escuchar el concierto de ópera improvisado cerca de la catedral, ni de vivir tantos otros momentos íntimos de ellos dos… Me pregunté si me arrepentiría de no haber hecho míos retazos de vidas antes imaginadas. De momento no, y sigo pensando que hay ciertas cosas que es mejor dejar en el mundo de la imaginación y no acercarlas demasiado a la realidad porque… podrían cumplirse. Como lo que me ocurrió la tarde que me fui a pasear sola por el Passeig de Gràcia...

       Me quedaban pocos días para tener que volver a hacer las maletas y despedirme de Barcelona hasta la próxima. Al regresar a mi casa de Australia, una de mis prioridades era revisar una vez más la novela y ponerla a punto para su pronta publicación. Sin embargo, había un aspecto que todavía no tenía resuelto y al que llevaba dándole vueltas durante meses: la cubierta. Por más horas y horas que pasé buscando alguna imagen que se pareciera a la que yo tenía en mi mente, no la encontré. Sin ese primer paso, era inútil siquiera ponerme en contacto con un diseñador gráfico para encargarle el trabajo, tal como he hecho con mis libros anteriores. Mi amigo el novelista Fernando Gamboa me ofreció algunos bocetos, pero mi frustración no hizo más que aumentar al constatar que por muy escritora que me crea que soy, no soy capaz de transmitir una imagen por medio de las palabras de manera que otra persona la vea de la misma manera que yo. Terminé por renunciar a esa imagen, que ya está difuminándose en mi memoria, y empecé a sacar fotos a algunos lugares de Barcelona con la esperanza de que se me ocurriera otra cosa. Una que me gusta mucho es esta, aunque sea oscura:

       La tarde que paseaba por el Passeig de Gràcia iba admirando el suelo y recordando otra escena de la novela: «Alberto no esperó a que le contestara y su expresión se suavizó enseguida (pero yo ya la había visto). Me rodeó los hombros con un brazo y me besó en la sien antes de apremiarme:
       »—Sigamos caminando, que estamos entorpeciendo el paso.
       »Me dejé llevar, aturdida todavía por el efecto condicionante que había tenido el enfado y la voz subida de tono de él. Anduve en silencio, con la mirada más fija en las baldosas que en los transeúntes que nos cruzábamos. Él continuó hablando, también mirando al suelo:
       »—Esta ciudad es increíble. Incluso cuando vamos cabizbajos, vemos y pisamos arte.
       »—Estas baldosas son el auténtico panot que diseñó Gaudí… Un hexágono que necesita rodearse de seis más para apreciar el pulpo, el caracol y la estrella de mar.
       »—¡Qué genio! ¿Y esas manchas negras?
       »—Chicles pisoteados».
       Me puse a hacer fotos de ese suelo. Saqué un montón. En la sombra, en el sol, con mis pies, sin mis pies, con los pies de otros caminantes, con sus sombras, sin sus sombras. Y en diferentes sitios: donde las baldosas estaban más limpias, más sucias, más levantadas, más hundidas, con más chicles, con menos chicles… Anduve arriba y abajo y por fin me senté en un banco para repasar las fotos que había tomado. Me quedé con la mirada perdida pensando en cómo podía usar alguna de ellas, cuando oí que alguien me llamaba. Me giré y me encontré delante a una pareja; había sido ella quien había pronunciado mi nombre. Me levanté enseguida para devolverle el saludo e intercambiar dos besos. Era mi editora favorita; la había visto dos días antes y las dos nos maravillamos de la casualidad de volvernos a encontrar. Casi sin querer, pero siguiendo una corazonada, dirigí la mirada a sus pies. Me quedé con la boca abierta.
       —Me encantan tus botas —logré articular, y era una observación sincera.
       —Ah, hace mucho que las tengo, pero aún me aguantan y son muy cómodas.
       Tuve una inspiración repentina. Ella me había preguntado qué hacía ahí, sentada en un banco; ¿esperaba a alguien? Entonces se lo conté:
      —Estoy haciendo fotos para la cubierta de mi novela y acabo de tener una idea. Os parecerá una locura, pero… vosotros me podríais ayudar. Solo será un momento, una foto nada más. Es que tus botas son como caídas del cielo.
       Tal como esperaba los dos reaccionaron bien, con una sonrisa, un encogimiento de hombros y un ¿por qué no? Yo estaba tan nerviosa que no fui capaz de hacer nada más que tenderles mi cámara para que uno de los dos tomara la foto de sus pies desde arriba. Se la entregué a él y nuestras manos entraron en contacto durante un segundo. El intercambio de miradas fue más largo. Luego, comprobamos los tres el resultado de la toma.
      —No ha quedado mal, ¿no? —opinó ella.
      —Perfecta; me servirá —respondí yo muy agradecida.
      Antes de despedirnos él y yo nos sostuvimos de nuevo la mirada. Ladeó un poco la cabeza en un gesto que le he imaginado hacer tantas veces y me preguntó:
      —¿Nos conocemos de algo?
      Le tendí la mano, que él aceptó enseguida para estrechármela, mientras respondía:
      —Tú a mí no, pero yo a ti sí: he leído tus novelas.
      Me regaló una amplia sonrisa. Me fijé en sus colmillos y pensé en estas otras palabras ya escritas: «Su sonrisa tan familiar y esos grandes ojos marrones. Siempre me había gustado la forma de sus dientes, con los colmillos sobresaliendo lo justo para darle un toque de travesura a las facciones de un hombre maduro»
      —Suerte con la tuya —repuso él con un guiño.

NUNCA DEJES DE BAILAR es una novela de ficción contemporánea, literaria y romántica. Está a la venta en Amazon para todo el mundo en versión digital por $0.99 o €0.99 (precio de lanzamiento solo durante el mes de febrero). Para ir a la página de compra pulsad aquí.

sábado, 17 de enero de 2015

Je suis L'ENFANT

Este mes había pensado escribir sobre el miedo. Ya tenía el artículo redactado en la cabeza, solo me faltaba ponerme delante del ordenador y, como me pasa siempre, comprobar que al final no me sale como lo había imaginado pero aun así refleja lo que pienso.
Era martes 13 y me embarqué, no en un barco sino en un avión, pero no importa porque la trezidavomartiofobia no es uno de mis miedos. Para cuando aterricé en las antípodas de mi ciudad natal, otro día de verano tocaba a su fin, el 14. Lo más destacado del primer vuelo habían sido las bromas de los pasajeros españoles con la tripulación respecto al día que yo, al menos, escogí para volar porque así me ahorré quinientos dólares. Cuando hubo turbulencias, los niños me preguntaron si se caería el avión. Les contesté que la probabilidad era de una entre un millón (o menos), así que no, seguramente no.
Antes, yo había estado en la oficina de policía del aeropuerto. Conservo con orgullo y cariño las amistades de hace tantos años ya, fruto de mi trabajo en el aeropuerto de El Prat de Barcelona. En esta ocasión, un amigo policía me echó una mano con mi pasaporte, tan desbordado de sellos y visados que me ha dificultado viajar; ironías de la vida. Mientras esperaba, afiné la antena, atenta a cualquier historia, cualquier anécdota: los departamentos de policía están siempre llenos de ellas. Y volví a oír esa palabra: «miedo». Mi amigo contó que uno de sus compañeros estaba «tan cagado» que cualquier ruido le sonaba como una explosión.
Volvió a salir el sol, yo apenas sin dormir; ya era día 15 y tenía un artículo por escribir. Encendí el ordenador, eché un vistazo rápido al correo con la idea de ocuparme de él más tarde, y me detuve en uno que me llamó la atención por el título y porque sigo y conozco a su autor: Je suis L'ENFANT, de Robin Grille. Lo leí y compartí en Facebook. Deseé que lo leyera todo el mundo, pero… pensé que muchos de mis amigos no lo harían porque está en inglés. Enseguida se me ocurrió traducirlo. Los que me conocéis podéis imaginar que suscribo cada palabra. Ya me habéis escuchado o leído muchas veces: los genetistas pueden invertir todo el tiempo que quieran en buscar el gen de la maldad. No lo encontrarán porque no existe. Además, yo no creo en el determinismo genético.
No es la primera vez que menciono a Robin Grille; ya recomendé su libro Parenting for a Peaceful World en el artículo sobre psicohistoria que escribí en abril de 2014: Asignatura pendiente: la Psicohistoria. Por si no lo leísteis, os recuerdo que Robin es psicólogo y psicoterapeuta, además de padre, y sus libros y artículos han recibido reconocimiento internacional.
He abandonado la idea del artículo sobre el miedo para otra ocasión y, con el permiso del autor, he traducido el suyo, mucho más importante y urgente que el mío, todavía sin escribir. Aquí lo tenéis: 
“Otro acto de brutalidad, una serie de ellos, y el mundo se une para protestar. Para desafiar. Para unificarse.
La gente se alza codo con codo en París, conmocionada, desconcertada, silenciosa. Intentamos buscarle un sentido. Los encasillamos: «terroristas», «islamistas», «dibujantes», «capitalistas». La sangre suplica una respuesta. Estamos cansados… Aferrarse a las clasificaciones ¿ayuda?
Creo que ha llegado el momento de cambiar la decrépita retórica, las viejas etiquetas, y de hablar de cosas nuevas que se saben ya muy, muy, muy bien. La prensa se mantiene superficial al vendernos sus baratijas. Arrasan los debates sobre «ideología». Como si una ideología pudiera conducir a una persona a matar, como un programa introducido en su cabeza. Sabemos que no es así.
Sabemos que la propensión a la violencia no es innata. Y que no se puede activar al leer una escritura sagrada. La ira, el vacío, la pérdida de identidad, la credulidad sin fundamento, la falta de empatía… estas condiciones necesarias para la violencia están todas embebidas en la neurología humana. La violencia cuenta la historia de nuestra infancia. Ningún humano ha nacido para matar; antes nos mataron el alma. Si no nos curamos, actuamos como primero actuaron con nosotros. ¿Está escuchando alguien? ¡La ciencia del desarrollo infantil lo ha estado proclamando desde los tejados de todo el mundo durante décadas!
Cada guerra fue primero una guerra contra los niños. Cada acto terrorista viene de haber aterrorizado a un niño. Cada viñeta sarcástica y ofensiva fue primero un sentimiento de humillación y violación. Mira a tu alrededor. Dondequiera en este mundo que haya patriarcado, dondequiera que exista una educación autoritaria, dondequiera que se dé el castigo y la humillación en masa a los niños, habrá violencia. No, no se trata del islam. No se trata del cristianismo, del capitalismo, ni del rock and roll. A no ser, está claro, que se usen como instrumentos del patriarcado y el castigo. Haz un experimento. Busca cualquier lugar en el mundo donde la cultura sea fuertemente patriarcal y la dinámica familiar sea autoritaria. Dime si esa cultura no produce más violencia que sus vecinos. Dime si los antropólogos y los científicos cerebrales se han equivocado desde el principio.
Mientras exista el autoritarismo y el patriarcado, habrá armas, bombas, motores de gasolina, chimeneas de carbón, motosierras. A la violencia siempre se le pone una marca. Islam. Capitalismo. Etcétera. En el fondo, el conductor es siempre el mismo. La guerra y el terrorismo (si insistimos en hacer esas distinciones) no son ideologías: son SÍNTOMAS.
La violencia exige una respuesta. Pero cuando la violencia ya ha sucedido, todas las reacciones conllevan un costo horrible. Es así porque cuando la violencia ya ha ocurrido, esta es un indicador muy tardío de que algo urgente se ha dejado desatendido. Algo ha sido terriblemente descuidado, ignorado, negado. Se ha dejado pudrirse, y desarrollarse. Cuando mandamos a la policía, los aviones de guerra… ¡ya es demasiado tarde! No prestamos atención cuando debimos haberlo hecho. Hemos permitido que se avergonzara, descuidara, humillara, culturizara, «socializara» a los niños. Y entonces, dejamos a los adultos sin curar. En nombre de los «derechos culturales», en nombre de la «no interferencia», abandonamos todo cuidado. Ocultamos nuestra indiferencia y pereza con el estandarte de la tolerancia. Entonces… ¡BOOM! Respondemos a la violencia… porque hemos estado demasiado desapegados para PREVENIRLA de raíz.
Dondequiera que haya autoritarismo, dondequiera que haya patriarcado, se generará violencia. Y en esta era de globalización, no existe el «muy lejos», el «allá», el «ellos». La violencia hacia los niños es un asunto de todos. El patriarcado a cinco mil kilómetros trae una consecuencia, aquí mismo en nuestra calle. Nuestro propio descuido se exporta al instante.
La democracia tiene mucho por hacer. Y la paz. Ninguna de las dos son actos parlamentarios. No vienen de arriba, sino de la dinámica familiar, de una forma de educar. Los derechos del niño deben superar a los derechos de la cultura, o sufriremos todos. Los conservadores son punitivos. Pero los liberales tampoco ayudan cuando aceptan y defienden la cultura por el bien de la cultura.
Creo que es hora de ser preventivos y proactivos. Si queremos terminar con la violencia, debemos insistir en terminar la violencia hacia los niños. Tenemos que equilibrar la dinámica de géneros y democratizar las relaciones familiares en todo el mundo. TODO el mundo.
¿Podemos declarar que los derechos humanos son universales? ¡Vaya pregunta! La pregunta supone que no todos los humanos son humanos. Así que, si explotas a un hombre en el nombre de la religión, ese aspecto de tu religión debe desaparecer. Si oprimes a una mujer en el nombre de la cultura, ese aspecto de tu cultura debe desaparecer. Si humillas o castigas a un niño porque siempre se ha hecho así, esa tradición debe desaparecer. Debe desaparecer. ¡Basta!
Los derechos del niño deben triunfar sobre la religión e invalidar la tradición. Los derechos humanos deben triunfar sobre la cultura, no importa qué cultura. Occidente, Oriente, Medio Oriente, modernidad, antigüedad... por el bien de la humanidad debemos decidir que ninguna cultura esté exenta.
Para leer el artículo en la versión original, podéis ir a la página del autor: Je suis L'ENFANT, de Robin Grille

viernes, 19 de diciembre de 2014

Saber leer

Acabo de releer el artículo sobre la lectura que escribí hace más de un año: Fomentar la lectura es fácil. Es, con diferencia, el más visitado de mi blog, aunque no sé si el más leído. Sospecho que acerté con el título, que debe de atraer a muchos en busca de la panacea para que sus hijos lean. No sé si se quedan satisfechos con lo que propongo, pues yo, lo digo siempre, me guío más por mis propias experiencias e instinto que por lo que digan los expertos. Y tampoco me considero experta. Lo único que hago es hablar con los niños, escucharlos, aprender de ellos, ponerme en su lugar, recordar mi propia infancia... Está bien, lo confieso: también leo a los expertos, pero solo porque no pierdo la esperanza de encontrar a psicolingüistas que expresen de manera más convincente y científica lo que yo ya sé.
Mis artículos están cargados de anécdotas personales precisamente porque de alguna manera tengo que demostrar la validez de mis argumentos, y lo que no voy a hacer es citar tal estudio de la Universidad de Harvard o tal otro de la de Tokio. Ya sabemos que hay estudios para todo, y el proceso de averiguar su credibilidad es para mí demasiado trabajoso y arriesgado. Admito que temo afirmar en público que algo es verdad porque así lo corrobora un estudio reciente, y me sorprende la gente que sí lo hace, así tan a la ligera, sin investigar con más profundidad las fuentes. Algunos se arman de sus títulos para asegurar que eso es así y no de otra manera. Que yo lo he estudiado, dicen. ¿Pero de verdad lo has estudiado?, digo yo. Porque estudiar no es hacer tuya la opinión de los que llevan más tiempo que tú estudiando, sino cuestionarlos, ponerlos a prueba, experimentar, analizar los pros y los contras y, si te convencen, no dejar nunca de estudiar; es decir: seguir cuestionando, analizando, observando...
En lo que se refiere al aprendizaje de la lectura, me asombra que todavía no nos pongamos de acuerdo en lo que significa «saber leer», pero bueno, tampoco los expertos se ponen de acuerdo. Empecemos por lo que no significa. Saber leer no significa conocer las letras, o interpretar la palabra escrita por sus sonidos. Eso es una mera formalidad que la sociedad actual se empeña en hacer aprender a los niños cuando sus cerebros no están lo suficiente desarrollados para asimilarlo. Atención: esto lo digo yo, es decir: es mi opinión personal. No lo afirma ningún experto o estudio, o quizá sí (seguro que sí), pero yo no lo he leído. Es una creencia mía, basada en la propia experiencia y observación. Lo repito: creo que a los niños se les enseña y exige a leer cuando todavía no están preparados para hacerlo. Es contraproducente y la causa principal de que de adultos no lean o no sepan leer. Y no hablo de algunos, de una minoría de vagos o zoquetes, sino de la aplastante mayoría. Los raros, rarísimos, Mozarts de la lengua diría yo, son los que leen solos y por vocación a los cuatro o cinco años. Personalmente no he conocido a ninguno, aunque no me cabe duda de que los hay. En cambio, sí conozco a infinidad de personas, ya adultas, que me han confesado haber sido, de niños, disléxicos o con problemas de aprendizaje. En la actualidad conozco a demasiados niños diagnosticados con «trastornos» de atención. Es lo que está de moda.
Para mí, saber leer significa comprender el mensaje de lo que está escrito, no los simbolitos. Ya está, así de sencillo. Bien mirado, las letras y las palabras son tan fáciles de descifrar como el hecho de que un billete de veinte euros vale más que quince billetes de un euro. O el hecho de que si trasladamos un líquido de un vaso bajo y ancho a uno alto y estrecho, la cantidad de líquido sigue siendo la misma. Si eres adulto, puedes hacer la prueba tú mismo. Te propongo que te aprendas el alfabeto griego. Si tienes la motivación suficiente, en un par o tres de días habrás memorizado el fonema que corresponde a cada letra y serás capaz de leer en voz alta un libro escrito en griego, aunque no entiendas nada de lo que estás leyendo. En cambio, a un niño le cuesta meses y hasta años aprender cualquier alfabeto. Del mismo modo, para un niño menor de siete años los quince billetes de un euro le parecen «más» que el único de veinte y no intentes convencerle de lo contrario, y en el vaso largo hay para él obviamente más cantidad de líquido que en el bajo.
Según mi definición, mis hijos saben leer desde que nacieron, porque desde entonces les he leído historias, de ficción y no ficción, y ellos las han comprendido. No me ha sido necesario hacerles un ejercicio de comprensión de texto, porque si no han entendido algo, me lo han preguntado y yo se lo he explicado, y si no han deducido el significado de alguna palabra por el contexto, también me la han preguntado. Esto último ha ocurrido pocas veces, y yo no dejo de maravillarme al observar como ellos solos comprenden lo que les leo y hacen uso de un vocabulario más amplio al menos del que tenía yo a su edad (y en varios idiomas). Sin embargo, todavía no leen solos.
Alguien cercano a mí me preguntó hace poco: «¿Cómo es que no enseñas a los niños a leer? Tú que lees tanto. De pequeña también estabas siempre leyendo y sin que nadie te lo dijera».
Precisamente por eso sé lo importante que es leer por puro placer. Pero yo no leí siempre: empecé a los ocho años. O sea, que en ese sentido desperdicié ocho años de mi vida. Ocho años en los que nadie me leyó ni en los que sentí la motivación de hacerlo sola porque hasta entonces la lectura había sido para mí una tarea ardua y desagradable. Aprendí las letras una por una, a los cuatro o cinco años. Recuerdo sobre todo el día que tocó la «b» y luego la «d», pues yo las confundía; y también el día de la «m». Esa no me costó porque me dijeron que era como una montañita, aunque la frase que venía en el libro me confundió y no la entendí: «mi mamá me mima». No la entendí porque al menos en esa época ser una niña mimada era un insulto.
La pregunta me sorprendió. Creía que esa persona ya estaba familiarizada con mi manera de pensar, pero luego lo comenté con otra, cercana a las dos, y me aclaró que algunos no me entienden por mucho que lo intenten, que cuando eres la primera de tu entorno en salirte del molde y solo con la certidumbre de ir por el camino correcto pero sin aportar estudios o libros que te avalen, recibes miedo, preocupación y muchas críticas.
«Es que yo sí les enseño a leer», contesté. «Les enseño con el ejemplo, el único método para mí verdaderamente eficaz de enseñar cualquier cosa».
Pero ya podrían hacerlo solos, me dicen. Sí, quizás podrían, pero resulta que yo no tengo ninguna prisa por ver a mis niños leer solos. Tienen toda la vida para hacerlo y, además, lo harán. De eso no me cabe la menor duda: mis hijos serán lectores porque toda su vida han estado expuestos a la lectura y es parte esencial de su vida. Yo sigo leyéndoles y ellos escuchándome ya que los tres consideramos que comprender la historia es lo más importante. Yo leo más rápido y pronuncio mejor (en el caso del inglés no: a veces me corrigen) porque mi cerebro está más fosilizado. Y no solo no me importa sino que adoro compartir esas horas de íntima lectura con ellos, además también aprendo una barbaridad con esas lecturas infantiles.
El cerebro de los niños no está preparado para asimilar la simbología de la lengua escrita y comprender el mensaje al mismo tiempo. Uno de los dos sufre en detrimento del otro. En los colegios le dan (o le daban; reconozco que no estoy al día de todo lo que hacen ahora) mucha importancia a pronunciar bien las palabras, usar la entonación y pausas correspondientes, etc., pero nadie me discutirá que la vocalización (leer en voz alta) de un texto contribuye a no enterarse de nada de lo que uno acaba de leer. Yo misma, cuando leo a los niños, tengo que hacer un esfuerzo de concentración doble para pronunciar bien las palabras y entender lo que leo. A veces hago trampa y, durante una pausa, releo para mí, en silencio, algún párrafo especialmente interesante.

Como España, y Europa en general, tiene los ojos tan puestos en el modelo de educación finlandés, me permito traerlo a colación para mi beneficio. Una de las características de ese sistema es que la enseñanza obligatoria no empieza hasta los siete años. Es decir, que hasta esa edad no se enseña formalmente a leer y escribir. De todos modos, seguro que los niños finlandeses ya conocen el abecedario o al menos algunas letras y números antes de llegar al colegio. Eso es inevitable, dada la gran cantidad de juegos educativos que reciben los niños casi inmediatamente después de nacer. Pero al menos hasta los siete años nadie se preocupará de si saben o no leer. Y resulta que a la larga se está viendo que eso es mejor, que cuanto más tarde empiezan a descifrar la palabra escrita, mejores lectores son.
Creo que los niños que no se ven expuestos a la prueba pública de demostrar su conocimiento de las letras y sus correspondientes fonemas tienen el camino hacia el aprendizaje exitoso limpio, desprovisto de la ansiedad y el miedo por aparecer más tontos o más listos que los demás. Y la lectura, sin obligación, sin pruebas ni tests de comprensión, no deja de ser nunca un placer.
Independientemente de si un niño finlandés lee por su cuenta a los siete, nueve o catorce años, en los países escandinavos la costumbre de los padres de leer a sus hijos tiene una larga tradición, no como en España. Una amiga sueca de Barcelona me contó que la profesora de su hija le insistía en que debía dejar de leerle a la niña, que ya podía hacerlo sola. Mi amiga estaba indignada, pues uno de sus mejores recuerdos de niñez era escuchar a su madre o a su padre leerle, aunque ella ya tuviera edad para hacerlo sola. Yo entonces no tenía hijos o eran todavía bebés, pero recuerdo que pensé: me haré la sueca. Esta misma amiga me dijo ayer que en Suecia, como en Estados Unidos, Australia y Alemania, por ejemplo, son populares los audiolibros. Sin duda, esto deriva de la tradición de leer en voz alta para otras personas. En España, que yo sepa, apenas hay audiolibros.
          Mis hijos conocen las letras y cómo se pronuncian, unas mejor que otras, pero a menudo las olvidan, las confunden; se lían con la e, que en español es e pero en inglés es i, y la i con puntito se parece demasiado a la a en inglés... A veces tienen que teclear palabras, cuando juegan o buscan algún vídeo en internet. Y siempre necesitan mi ayuda, porque si no se equivocan. No importa. Ya aprenderán. Para eso no hay ninguna prisa. Lo que importa es que estamos leyendo la Odisea (en versión infantil) y están fascinados. Cada noche me suplican que lea un capítulo más, cuando yo me muero de cansancio y no puedo más. Así que a veces continuamos por la mañana, nada más despertar. Y hablamos sobre lo que leemos. Anoche Alex me preguntó si se trataba de una historia real y expresó su desencanto cuando le respondí que no. «Pensé que podríamos ir a ver si queda algo», me dijo. Unos días antes estuvimos en Pompeya y les había contado que la erupción del Vesubio y la destrucción de esa ciudad sí pasó de verdad. Lo que más les interesó de esa historia fue el perro momificado.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La fama y por qué escribo

Cada día me piden amistad en Facebook decenas de personas, algunos días hasta cincuenta o sesenta. Empezó hace cosa de un mes o dos. De repente, un día tenía diez peticiones de amistad. Al día siguiente otras diez. Al tercer día otras diez, o ya quince. Y así hasta hoy. No ha parado, sino que cada vez son más. No me explico a qué se debe porque, como digo, fue algo repentino y que no parecía ser una consecuencia directa de algún acto mío, como por ejemplo, haber quedado finalista en el Premio Planeta (no me presenté, así que eso no podía ser). Enseguida me pregunté si son lectores los que desean ser mis «amigos», y así lo esperé, claro, porque yo uso las redes sociales sobre todo para darme a conocer como escritora. Comprobé que algunos sí llegaban a mí por esta razón. En uno de los mensajes que más ilusión me ha hecho hasta el momento y que no encuentro, perdido en el océano de misivas que recibo a diario y no tengo tiempo de responder, un lector me decía que había encontrado mi libro Amanecer en el Sudeste Asiático en un banco de la plaza Cataluña de Barcelona, lo había empezado a leer, y al final se lo había llevado a casa. Otro lector me cuenta que compró Hacia tierra austral siguiendo la recomendación de una amiga. Me encanta comprobar que los lectores llegan a mí por el fenómeno del boca en boca, o porque mis libros viajan, y no porque yo avasalle en las redes sociales.
Otros no me dicen cómo me encuentran, ni siquiera se molestan en leer la información que hay en mi perfil; lo que pretenden es que yo les siga a ellos. Algunos me piden amistad sin más, y otros amor y una relación epistolar. Lo siento, no puedo: amo a todos por igual y por eso hago público lo que escribo. Alguien me sugirió que cambiara la foto de perfil por otra en la que salga horrible, así dejarían de lloverme las peticiones de amistad. ¿Por qué? Yo soy así y así me muestro, aunque advierto que tengo la suerte de ser fotogénica. Además, no me molestan las peticiones, aunque no pueda atenderlas todas. Pero sí me he decidido por fin, después de tres años pensándolo, a abrir una página de autora en Facebook. Creo que tiene sus ventajas; por ejemplo, no tendré que perder tiempo aceptando amistades y luego eliminando a las que se han equivocado de sitio. Durante un tiempo usaré las dos y quizás averigüe por fin quién me lee y quién solo me ve en una foto de perfil. No voy a invitar personalmente a nadie, para no molestar. Quien lea estas líneas se puede dar por invitado y clicar en el «me gusta» aquí o hacer ver que no lo ha visto y yo no me enteraré.
Pienso en la fama y no sé si yo la llevaría bien. Si ahora no respondo a todos los mensajes porque me desbordan, ¿cómo voy a conseguir contactar con mis lectores?
Mi hermana se fue a Tailandia hace un par de años, y un día, en una conversación con otros viajeros, alguien mencionó mi primer libro de viajes. Ella reconoció que le sonaba el título y que de hecho la autora era familiar suya. Otra vez, un lector llamó a un programa de radio sobre viajes del País Vasco para solicitar que me entrevistaran. A raíz de esa charla en la radio me escribieron varias personas para interesarse por mis libros. Y así, voy acumulando pequeñas anécdotas que a veces me hacen pensar que seguir por este camino de la literatura, que me apasiona, podría de verdad convertirme en famosilla.

El problema es que todavía no tengo claro que desee serlo. Ser escritora reconocida fue siempre mi sueño, e imagino que continúa siéndolo porque según todos, hasta los mismos escritores, es condición imprescindible de nuestra profesión la soledad, la vanidad, el egocentrismo.
Durante mi primer año de carrera de Filología Inglesa, a la influenciable edad de dieciocho años, cuando yo ya hacía una década que sabía muy bien lo que deseaba hacer en la vida aparte de vivir (escribir), tuve que leer varios ensayos sobre literatura y escritura, que recuerdo como pesados, aburridos y difíciles de digerir, excepto uno, del que saboreé cada palabra y que me impactó muchísimo: Why I write (Por qué escribo) de George Orwell. Para el propósito de este artículo, lo he vuelto a leer y es muy diferente de como lo recuerdo. Qué traicionera es la memoria: todo lo tergiversa. Por eso opino que escribir novelas es mucho más fácil que relatar hechos reales: cada uno los percibe y recuerda a su manera y si una decide contarlos en un libro siempre hay algún amigo o familiar que se enfada y dice que no fue así como ocurrió.
Según Orwell, todos los escritores tienen en mayor o menor grado cuatro grandes motivos para escribir: puro egocentrismo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. El que a mí más me llamó la atención y me ha hecho darle vueltas y vueltas, hasta hoy, en que sigo dándoselas, fue el primero, porque quizás sea el que más me cueste aceptar. Con los otros tres no tengo ningún problema. Reconozco que me fascina la belleza de la lengua y me gusta jugar con ella, que poseo un impulso histórico por relatar acontecimientos de los que he sido testigo o sobre los que deseo profundizar, y que me motiva un propósito político, en el sentido de que me mueve el «deseo de orientar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de la gente sobre la clase de sociedad por la cual hay que luchar».
Pero el puro egocentrismo… Eso sí levanta ampollas, y debajo hay de todo: pus, sangre y demonios. Es, según Orwell, el «deseo de parecer inteligente, de que hablen de ti, de que te recuerden tras la muerte, de vengarte de los adultos que te despreciaron en la niñez. Es un engaño pretender que eso no es un motivo, y fuerte. Los escritores comparten esta característica con científicos, artistas, políticos, abogados, soldados, prósperos hombres de negocios, en fin, con toda la corteza superior de la humanidad. La gran masa de seres humanos no es en exceso egoísta. Después de los treinta años casi abandonan el sentido de ser individuales, y viven principalmente para otros o sofocados bajo un trabajo soporífero. Pero existe también la minoría de gente dotada con un talento especial y resuelta a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Los escritores serios, yo diría, son en su conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero». (La traducción es mía porque la que encontré en internet no me gustó).
Yo veo esta característica en otros escritores y a veces me produce rechazo. Y me pregunto una y otra vez por qué me irrita que los escritores sean tan egocéntricos. La única explicación que encuentro, aunque me cueste confesarlo, es porque yo también lo soy. La prueba está en que llevo toda la vida soñando con ganar un premio literario, y eso que yo estoy en contra de los premios (y los castigos). Cuando era adolescente creía que era normal sufrir «delirios de grandeza» porque lo leí en una novela, pero es que a mí todavía no se me han pasado, así que, o soy anormal o todavía adolescente. O me empeño en vivir mi propia vida hasta el final.
Así que sueño con la fama, de eso no hay duda. Quizás es algo que padecen más los hijos del medio, porque siempre se nos ha visto menos que al mayor y al pequeño (Orwell también lo era). Pero yo soy introvertida y muy sociable. Es decir, me encanta el contacto de tú a tú, pero no llevo bien las multitudes. Por eso me gusta recibir mensajes de los que se han leído mis libros o artículos, y conozco a gente nueva a menudo. Tengo la costumbre de hablar con desconocidos en la vida real, por la calle, y si me preguntan a qué me dedico, no siento ningún reparo en decir la verdad y con mucha honra: escribo (y otras cosas). Y suelo disfrutar de buena acogida, quizás porque cada vez más me relaciono con gente que aprecia el arte y la vida bohemia. En cambio, me da una vergüenza enorme publicitar los comentarios positivos de mis libros en las redes sociales. Así que no lo hago. Y dicen y dicen que si no te autopromocionas no vas a vender nada. Pero es que yo sí me autopromociono, lo estoy haciendo ahora mismo, y lo hago puntualmente una vez al mes con cada artículo que escribo para este blog. Pienso luego escribo, y lo publico en parte con la esperanza de que alguien considere que vale suficiente la pena como para comprar alguno de mis libros. Es de la única manera que puedo promocionarme sin dejar de ser fiel a mí misma.
Y si algún día gano un premio literario, ¿qué voy a hacer? Un amigo escritor me dijo que tendría que conceder entrevistas, presentar la novela, viajar por toda España para promocionarla… ¡Uf! ¿Presentar la novela? Con lo que me ha costado escribirla, ¿encima tengo que hablar de ella? Es casi peor que hacer bien los deberes y encima que la profesora te ponga como ejemplo a seguir delante del resto de la clase. ¿De verdad ya no se puede ir de Salinger por este mundo y aun así tener éxito? Yo sueño con ganar un premio, viajar a España para dar las gracias y recoger el dinero, dejarlo todo en manos de la editorial que se encargue de publicar el libro premiado, y escaparme de nuevo al otro lado del planeta.
Recuerdo una conversación que tuve con otro querido amigo, periodista y acostumbrado a vivir la fama de otros de muy cerca. Me dijo: «Amo mi anonimato. Ser famoso es horrible». Yo también lo creo y no envidio en absoluto a los famosos de la gran y pequeña pantalla. Durante el mes que pasé en Birmania en el año 2000, muchas veces sentí lo que debe de pesar la fama. Visité lugares a los que no parecían haber llegado otros extranjeros y recuerdo la enorme responsabilidad que sentí por ser diferente. Allá donde fuera la gente me observaba, estudiaba cada uno de mis movimientos y adivinaba mis necesidades. Sabían dónde me hospedaba, de dónde venía y adónde iba, y si me ocurría algún percance jamás tuve oportunidad de arreglármelas yo sola: todo el país parecía conspirar para que nada malo me sucediera. Dio la casualidad de que durante ese mes se estrenó en España un programa de televisión que llegó a alcanzar gran número de audiencia: Gran Hermano. Yo nunca lo he visto, ni siquiera supe de él durante algún tiempo; en aquella época en Birmania no había internet y estuve felizmente incomunicada del resto del mundo. Pero cuando me enteré me hizo gracia: otra cosa que le debemos a Orwell. Él, a través de sus escritos, siempre ha estado muy presente en mi evolución como persona; en Birmania me leí sus Burmese Days (Días birmanos), que me encantó y asombró sobremanera: la escribió en 1934, pero sesenta y seis años más tarde pocas cosas habían cambiado.
Durante ese mes pensé en la fama, o en lo que supone sentirse tan vigilado, tan controlado. Yo no lo podría soportar, me agobia recibir atención y ayuda excesivas. Tampoco comparto la paranoia de algunos en cuanto a la privacidad, porque pienso que en general cada uno está más ocupado en cuidar su propia imagen que en acosar a los demás. Y me pregunté cómo lo sobrellevan los muy famosos, por ejemplo, los actores de cine. Debe de ser una cruz.
He conocido a varios famosos, la mayoría deportistas. Las conversaciones que peor he mantenido, me sabe mal, fueron con dos escritores (muy famosos). A uno de ellos lo conocí en una fiesta. Era íntimo amigo de un amigo mío, que le habló al escritor sobre el libro que yo estaba escribiendo. El famoso escritor no se interesó por mi trabajo; en vez de eso me soltó una sarta de consejos que no le pedí e imagino que no seguí (no los recuerdo). En otra ocasión, con otro escritor famosísimo al que yo había leído desde muy joven, no se me ocurrió otra cosa que enumerarle como una colegiala ilusionada cada una de sus novelas que me habían deslumbrado. Él me miró sin apenas decir nada, un poco aburrido, y yo me sentí como una groupie y me juré que no lo haría nunca más.
El encuentro más interesante que he tenido con un famoso sucedió durante un vuelo de Barcelona a Nueva York, hace casi veinte años. Me tocó el famoso en el asiento de al lado, pero en esa época todavía no era famoso, al menos no para mí, que no lo había visto jamás. Estuvimos hablando durante casi todo el viaje y fue una de esas conversaciones con un extraño que no se olvidan con facilidad, aunque yo he tenido la suerte de conocer a muchísima gente interesante en la vida, sobre todo cuando viajo. Yo regresaba a Estados Unidos, donde vivía por aquella época, y él iba a «estudiar un curso de interpretación» en Nueva York. Cuando ya casi aterrizábamos, un grupo de tres señoras se acercó para pedirle un autógrafo. Entonces otra pasajera se atrevió a dirigirle unas palabras. Y así una tras otra.
—¿Eres famoso? —le susurré colorada de vergüenza, porque yo no lo había reconocido.
Él se encogió de hombros, quitándole importancia, y dijo:
—No tanto. Tú no me conoces.
Le pregunté su nombre. No me sonaba, aunque se me quedó grabado para toda la vida.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy actor —respondió casi como si se disculpara.
Entonces hacía mucho teatro, aunque he averiguado que cuando yo lo conocí en ese avión, ya llevaba filmadas docenas de películas. Años más tarde lo vi mucho en televisión. Y eso que yo no miro la tele, pero era uno de los protagonistas de una serie a la que mis padres estaban enganchados. Nos despedimos sin intercambiar números de teléfono ni nada (el correo electrónico y los móviles estaban en pañales), pero yo sé quién es y si algún día se vuelven a cruzar nuestros caminos le preguntaré si recuerda ese viaje de avión.
No me gustaría ser famoso como él. Yo aspiro a otro tipo de fama, la del escritor que no sale en televisión y al que solo conoce la gente que lee. Creo que esa fama me daría la oportunidad de conocer a más gente interesante. Me gustaría que una persona (no trescientas a la vez) me reconociera durante un vuelo y me diera su opinión sobre algo que he escrito, o me preguntara incluso por qué lo escribí. También a veces sueño con ver a alguien en el metro leyendo uno de mis libros y preguntarle su opinión sin que sepa que soy yo la autora.
Resumiendo, confieso que soy escritora y que reúno las cuatro características de las que habla Orwell, incluido el puro egocentrismo. Escribir un libro no es fácil. (Y parir a un hijo tampoco, por cierto, a no ser que seas hombre). Hoy hace exactamente tres meses que terminé de escribir una novela y todavía no me he recuperado del desgaste que me produjo. Me quedé tan agotada que no he sido capaz de empezar otra. Y sin embargo lo haré, porque me empuja algún demonio que ni puedo resistir ni comprender, que es, según Orwell, el mismo instinto que hace que un bebé llore reclamando atención. Por suerte para mí, también soy madre y vivo para otras personas. Eso me hace menos individualista, algo de lo que mis amigos me han acusado toda la vida.
 .

sábado, 18 de octubre de 2014

Los hombres que no amarán a las mujeres

Hace tiempo que me ronda por la cabeza la idea de escribir sobre el machismo, el feminismo y el sexismo en general. Un artículo para cubrirlo todo me saldría larguísimo, así que en este voy a intentar centrarme solo en un aspecto del sexismo: el que sufren los varones cuando todavía son niños.
Todo el mundo es todavía machista, tanto hombres como mujeres, y llevamos demasiados siglos así como para que se pueda cambiar, o conseguir igualdad de oportunidades, de la noche a la mañana. No es tan sencillo porque hay demasiada gente que no se da cuenta de que es machista, y de hecho se creen que no lo son. Por otro lado, el feminismo es un concepto que a menudo no se entiende bien, en parte porque surge como reacción al machismo, pero no es vengativo ni negativo. Es complicado porque lo cierto es que los hombres y las mujeres no somos iguales, aunque eso no quiere decir que nos tengamos que despreciar unos a otros o cobrar menos dinero por realizar el mismo trabajo.
Pedir la ayuda de los hombres en general para terminar con el machismo me parece desestimar a los que ya son feministas y ya están poniendo su granito de arena por conseguir más igualdad de oportunidades, y en cambio consentir los actos de las mujeres que continúan fomentando el machismo. No se pueden crear a hombres feministas con un golpe de varita; no podemos pedirles a hombres hechos y derechos (aparentemente) que se pasen de repente a nuestro lado. Los hombres machistas, los maltratadores, los asesinos de sus mujeres, en fin, todos esos que no aman a las mujeres, son así porque de pequeños fueron víctimas también del sexismo. No se trata de una guerra entre los sexos, sino entre sexistas y los que intentamos serlo menos.
Yo soy la segunda de cuatro hermanos, la primera «niña» de dos niños y dos niñas. De muy pequeña me di cuenta del trato diferente que recibía con respecto a mi hermano, solo diecisiete meses mayor que yo, y siempre me rebelé. A mí me hacían ayudar en la cocina, a él no. A él nuestro padre le enseñó a conducir un coche y una lancha motora a los diez años; a mí no me dejaba ni acercarme a una llave inglesa. Tuve que esperar a ser mayor para que otros hombres, de mi edad, me enseñaran a conducir una moto grande, un barco, e incluso una avioneta --y sin títulos, ja, ja--, pero tranquilos que no puse a nadie en peligro. Yo porque soy una desobediente, pero tengo amigas que todavía no han aprendido a usar un taladro. A mi hermano lo machacaron con el tema de los estudios, a mí nada; cuando en séptimo de EGB me dejé aposta dos asignaturas para septiembre a ver qué pasaba, no pasó nada: disfruté del verano como cada año, empollé para los exámenes dos días antes, aprobé, y al tercer día lo olvidé todo. Yo soy la que tiene dos carreras y él a duras penas se sacó el graduado escolar, hasta que décadas más tarde por fin pudo estudiar lo que le apasionaba sin que nadie le presionara. Tengo otros amigos que pasaron exactamente por lo mismo; lo que me apena es que ellos siguen pensando que la culpa fue suya y no del sistema y del sexismo.
De adolescentes, mis dos hermanos me llamaban «feminista» como para picarme, pero resulta que a mí nunca me ha molestado el apelativo, aunque se use como un insulto. Años más tarde, después de haber recorrido medio mundo, pensé que qué irónica es la vida: ser feminista e ir a parar al país occidental más machista en el que me había encontrado hasta el momento. Los que me conocéis ya habéis escuchado mi cantinela sobre la segregación de sexos y roles que continúa habiendo en Australia. Pero desde que llegué hace trece años, he seguido profundizando en el tema y ahora veo discriminación sexual en todas partes; en España también.
Una de las cosas que hice diferente después de preguntarme por qué tiene que ser así y por qué no de otra manera fue dar a mis hijos primero mi apellido y luego el de su padre. Aquí no tuvieron ningún problema; de hecho, el señor que me atendió en el registro civil me hizo reír con estas palabras: «Eres libre de nombrar a tus hijos como desees, como si les quieres llamar silla». En España, en cambio, pusieron pegas. No sé si ha cambiado algo desde entonces, pero en el año 2006 recibí una llamada del consulado español desde Melbourne informándome de que «había una anomalía» en el registro de mi hijo. Aceptaban el orden cambiado de apellidos, pero al tratarse de algo que «no era normal» necesitaban una carta firmada por el padre del niño expresando su conformidad. «¿Y en caso de que el apellido del padre vaya antes que el mío, necesitarían mi permiso?», pregunté. «No, claro que no», respondió la voz de mujer, a lo que yo pronuncié las palabras que parece que me he pasado la vida repitiendo como si se me hubiera rayado el disco: «¿Por qué? ¿Por qué no?». «Ah, porque siempre se ha hecho así…».
Ese es el problema y una de las razones por las que tenemos machismo para rato: porque hay demasiada gente que prefiere no arriesgarse a cambiar o siquiera a plantearse la desigualdad de oportunidades que hay para hombres y mujeres, y para niños y niñas.
Cuando llegué a este país, lo más impactante para mí fue comprobar que en mi nueva familia, la persona que más fomentaba el machismo era la madre de mi futuro esposo. Ella fue la única de toda la familia que no aceptó jamás el hecho de que yo no adoptara el apellido de mi marido al casarme. Más tarde me dijo que se alegraba de haber tenido tres varones, que tener niñas habría sido un tormento, que ella misma no tenía nada de autoestima cuando era niña, que las niñas no saben defenderse… En fin, creo que ahí fue cuando empezaron a zumbarme los oídos y ya no pude escuchar más. Aún hoy se niega a aceptar que el problema no es ser niño o niña sino el trato que reciben unos y otros por el hecho de ser diferentes. De su generación, he conocido a muy pocas personas que no sigan pensando así. No las culpo, después de todo, cada uno somos fruto del tiempo que nos ha tocado vivir. Observo con sorpresa, aunque yo no lo hago, como a las nietas las llaman sweetheart (cariño) y a los nietos mate (tío, colega) con el correspondiente cambio de tono. Lo que sí me cuesta más de aceptar es ver a padres y madres de mi propia generación o incluso más jóvenes tratar a sus hijos varones a menudo de manera mucho más dura que a las niñas, y a ellas como princesitas.
Voy a hacer una confesión: antes de tener a mis dos niños que ahora evidentemente no cambiaría por nada del mundo, si hubiera podido elegir, habría preferido un niño y una niña. Me dije a mí misma que sería un reto educarlos sin sexismo, respetando su naturaleza pero sin esas diferencias que a mí me parecen absurdas. Bueno, me tocaron dos varones y al principio me quedé un poco descolocada, incluso tuve miedo y pensé: son tres contra una; no es justo. Pero ahora ya no lo veo así porque de veras pienso que esto del sexismo no es una guerra entre sexos. Hay demasiadas mujeres que están en el bando de «ellos», pero que, paradójicamente, perjudican a los hombres, que a su vez harán daño a otras mujeres. En este país, aunque sospecho que en España debe de ser parecido, a los niños se les sigue animando a desempeñar papeles tradicionalmente masculinos, y a las niñas, femeninos. A menudo son las mujeres las que piden ayuda porque ellas no saben, o peor aún: para que ellos se sientan necesitados. Y tanto los hombres como las mujeres se critican como si para desempeñar ciertas labores el otro sexo fuera del todo negado. Pero cuando alguien se sale de su papel, los del sexo contrario lo reciben como a un héroe o heroína; por ejemplo, estoy recordando el único caso en mi pueblo (que yo sepa) de papá que decidió dejar su trabajo para cuidar a sus hijas pequeñas mientras la madre perseguía su sueño profesional.
Como a mí me han tocado dos varones, tiendo a fijarme en el trato sexista que reciben los niños. Veo que se siguen repitiendo conductas de las que en mi generación y siguientes ya deberíamos haber aprendido. Tengo más ejemplos aquí en Australia porque paso más tiempo, donde observo que a los niños todavía se les dice que «lloras (o gritas) como una niña», «no seas niña», «sé un hombre», etc. Estas palabras, en boca de adultos que repiten lo que ellos oyeron de pequeños y no se detienen a pensar en las consecuencias, confieren el mensaje de que las niñas son débiles porque expresan sus emociones a través del llanto. Cualquiera que haya tenido el mínimo contacto con niños y niñas sabe que llorar más o menos no depende del sexo, ni gritar o correr de cierta manera. Todos tenemos sentimientos, pero a los niños se les enseña enseguida a mostrarlos menos para preservar su masculinidad. Asimismo, a ellos se les escucha menos que a ellas porque los niños tienen más tendencia a recurrir a la agresión física y ellas a la psicólogica, y lo primero es más fácil de ver que lo segundo; por tanto, parece más grave. Todavía hay padres que abrazan y besan a sus hijas pero no a sus hijos; a ellos les dan la mano o hacen un high five. En Australia hay innumerables campañas para sensibilizar a los hombres e involucrarlos más en la crianza de los hijos. Conozco niños de ocho o nueve años que ya son demasiado guays como para abrazar a su madre en público.
Campañas para arreglar el entuerto
Una vez en Barcelona me crucé por una calle de aceras anchas y apenas transitada con una madre que corría estresada detrás de sus dos hijos varones, de unos seis y ocho años. Los niños jugaban a pillarse, darse golpes y luchar en general; y se lo estaban pasando bomba. La madre, en cambio, sufría porque para ella era evidente que de seguir de esa manera, iban a hacerse daño. Entiendo lo desafiante que puede ser para una madre este tipo de comportamiento entre dos varones, porque yo también los tengo y lo vivo a diario. Pero también comprendo lo frustrante que puede ser para los niños que su madre esté constantemente metiéndose en sus batallas. Es que no se están peleando de verdad, solo están jugando a pelear. Sí, ya sabemos que la línea entre uno y otro es fina, pero ¿por qué no dejarles a ellos de vez en cuando llegar al límite y aprender a decir basta por sí solos? En esa ocasión, la madre desesperada los llamó a gritos y cuando logró estar a su altura, que por casualidad fue en el momento justo que yo crucé el paso con ellos, le propinó un sonadísimo tortazo al mayor. Estábamos en el año 2007 y todavía no era delito en España el castigo corporal, así que no habría servido de nada denunciarla o acusarla de algo; tampoco lo habría hecho porque ella me dio tanta pena como el niño que, sorprendido y confundido, se puso a llorar al instante. No pude contenerme; dije: «Solo estaban jugando». Ella me miró un poco avergonzada y contestó: «Estaban haciendo el indio».
Me habría gustado responder: ¿y qué hay de malo en hacer el indio?, pero no quise añadir nada más que la hiciera sentir mal, porque insisto: sé, y más ahora después de siete años, lo que supone tener niños, y comprendí que su reacción fue una respuesta al miedo que sentía por que los niños se hicieran daño. A ella, como a mí, le debieron de inculcar que un azote a tiempo corregirá comportamientos indeseados, pero es mentira: ese niño tiene más posibilidades de ser un adulto violento que un niño al que no hayan pegado nunca.
Desde entonces, me he fijado en otra cosa en todos los países en los que he estado y en especial en España y Australia: tres de cada cuatro veces que oigo a un adulto regañar severamente a su retoño, se trata de un niño. Claro, ellos «se portan más mal» que ellas y «son más desobedientes». No es cierto: ellos son más físicos y ellas más psicológicas, pero de más obedientes y sumisas, nada. No somos iguales y no se nos trata igual: a ellos se les castiga más. Pero ¿qué pasaría si no se les regañara jamás, si se les escuchara siempre, incluso cuando han pegado? No estoy hablando de permitirles que peguen, sino de escuchar y tratar de comprender las razones de ese comportamiento. Los niños necesitan ayuda para gestionar su agresividad, y el castigo no les ayuda, sino todo lo contrario.
En otra ocasión, también en Barcelona, presencié como una madre de un niño de unos tres años le decía: «No llores, hombre; las señoritas van primero». Mis niños ya no eran bebés; estaban por ahí jugando con su abuela y yo estaba sentada en un banco, dedicada a uno de mis hobbies que es observar el asombroso comportamiento humano. Tampoco esa vez conseguí mantener la boca cerrada; le dije: «Tu hijo se ha caído del columpio y la niña ha aprovechado esos segundos para arrebatárselo». Ella me miró aliviada y respondió: «Ah, no es tu hija». Había imaginado que la niña, de unos siete u ocho años, era mía, y como yo no salté enseguida a reprenderle por ese golpe bajo y hacer que le devolviera el columpio al niño, ella se vio en el aprieto entre quedar bien conmigo o con su hijo. Y escogió quedar bien conmigo, una desconocida a la que no volvería a ver jamás. Y a su hijo le soltó la chorrada decimonónica esa de que las señoritas primero. Increíble. El niño lloraba y pataleaba ante la injusticia. Ese día no se salió con la suya, pero ya lo hará.
Como suelo hacer para corroborar mis sospechas, a lo largo de estos últimos ocho años, desde que tengo niños, he leído algunos libros y artículos de psicólogos y sociólogos también preocupados por el trato que reciben nuestros varones más jóvenes y he llegado a la conclusión de que la escalada de violencia de género no va a detenerse durante décadas a menos que se tomen medidas drásticas ya, sobre todo en el sistema educativo.
Que el fracaso escolar sea un problema principalmente masculino no es ninguna casualidad. Los varones están discriminados en la escuela y lo han estado al menos desde que yo fui al colegio y lo vi con mis propios ojos, día tras día. El profesorado en esos primeros años críticos sigue siendo en el año 2014 mayoritariamente femenino en todo el mundo. Eso preocupa porque por lo visto hay demasiadas mujeres que no entienden bien la naturaleza de los varones y de las niñas que no encajan en el modelo tradicional, que también son muchas (en inglés las llaman tomboys). En Australia, Estados Unidos y Gran Bretaña hace años que se están tomando medidas para remediar la desmotivación y el fracaso escolar masculinos con proyectos como The Boys Project, Raising Boys Achievement Project o The Success for Boys Project; en España, por lo que leo, ni siquiera se considera un problema. Los niños por lo general muestran más agresividad y necesidad de actividad física que las niñas por una simple cuestión biológica: sus niveles de testosterona son más altos, incluso antes de la pubertad. No es justo que se les exija permanecer quietos y que se les ponga a sus compañeras como ejemplo de buen comportamiento. Si a eso se le suma la gran importancia que se le da a la lectura y la escritura en esos primeros años, habilidades que los niños suelen desarrollar más tarde que las niñas, la discriminación en contra de ellos está asegurada. Cuanto menos estudioso es un niño, más se le obliga a serlo, y eso es del todo contraproducente. A las niñas no se les exije que se apliquen tanto porque ya lo hacen. Los niños empiezan la carrera con desventaja y entran en la espiral de la profecía autocumplida. Los que no alcancen los niveles impuestos por un sistema retrógrado que no tiene en cuenta las necesidades individuales de cada uno se convertirán en hombres inferiores, porque así se lo han hecho creer desde el principio. A esos niños se les castiga más que a las niñas (tanto en el colegio como fuera), son más propensos al acoso y la violencia, tienen cuatro veces más posibilidades de visitar al psicólogo, y su autoestima es más baja. Los padres que todavía recurren al castigo corporal pegan y castigan más a sus hijos que a sus hijas, y por los mismos comportamientos. También se les insulta más a ellos. En casos de delincuencia juvenil, los jueces son más severos con los chicos (que todavía no son hombres) que con las chicas.
Estoy en contra de los castigos de todo tipo porque ante todo son una humillación que no ayuda a corregir el comportamiento o entenderlo, sino exacerbarlo. Creo que a los hombres se les predispone desde pequeños a ser más criminales que las mujeres y en contrapartida crece el rencor hacia las mujeres porque se sienten inferiores a nosotras. En este país el suicidio masculino es también mucho más alto que el femenino (75%). Las personas que se sienten inferiores se aferran al poder del que dispongan para aplastar a otros y no sentirse así tan pequeños. Los hombres inferiores recurren a la fuerza física o al control monetario para maltratar a sus mujeres. En fin, creo que para terminar con el machismo habría que cuidar mejor a los niños y no darles la responsabilidad de ser hombres antes de tiempo. Eso no significa hacerles la comida y lavarles la ropa; al contrario, que no son idiotas, ni superiores ni inferiores, solo diferentes.