Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 16 de junio de 2016

Por qué no me parece mala la religión

Un amigo mío predice que dentro de cien años ya no existirá la religión, que será uno de esos temas de los que nuestros descendientes hablarán con espanto e incredulidad; así: «No hace tanto, en el siglo XXI, aún se mataban en nombre de un personaje ficticio llamado Dios, Jehová o Alá». Yo no lo creo: si tenemos religión desde hace milenios es por algo y no va a desaparecer tan fácilmente. Tampoco estoy de acuerdo con otra opinión bastante generalizada: que la religión es el origen de todos los males y que sin ella la sociedad en conjunto se beneficiaría.

Lo terrible es el fanatismo y extremismo religiosos. De eso sí que debemos desprendernos en cuanto antes, atacando de raíz: desde la educación. Eso sí que es una enfermedad mental, aunque no se nace con ella; es totalmente aprendida. Según la asociación de psicólogos estadounidenses (American Psychological Association ‒ APA), desde hace un par de años la creencia apasionada en una fuerza superior hasta el punto en que entorpece la habilidad para tomar decisiones sobre cuestiones de sentido común se considera una enfermedad mental. De acuerdo con esta definición, muchos han afirmado que la religión es una enfermedad mental.

Según mi amigo —y muchos otros— creer en un dios todopoderoso es algo que va contra toda lógica y pensamiento crítico. Estoy de acuerdo. Además yo soy atea. Pero me resisto a aceptar todavía que la religión es una enfermedad mental. O que las personas religiosas son enfermas mentales. Aunque también estoy dispuesta a aceptar que sí lo son, si aceptamos también que todos en mayor o menor grado estamos un poco tocados de la chaveta.

La verdad es que conozco a poquísimas personas que sean totalmente libres de algún tipo de religiosidad. Ahora mismo solo se me ocurren tres, aparte de mí. Ninguna mujer, por cierto. Según mi experiencia, las mujeres tienden a ser más espirituales que los hombres, aunque conozco también a muchos hombres que lo son. Hablo de otras creencias, tan espirituales y tan de moda hoy en día, que a mí me suenan tanto o tan poco razonables como la fe cristiana, musulmana o budista. Hablo de la gente que cree que el universo conspira para que le vayan bien o mal las cosas. Y cuando me dicen que creen fervorosamente en esta teoría, la de la ley de la atracción, respondo que yo también la creo, por supuesto, porque la he comprobado en mis propias carnes, con un solo matiz: no es el universo, no son los demás, no es Dios ni tu ángel de la guarda, ni una fuerza espiritual; eres tú mismo, como individuo que toma la decisión de realizar algo quien toma los pasos necesarios para conseguirlo. El entorno influye, por descontado, pues no vivimos en una burbuja y todas nuestras acciones repercuten en los demás y tienen consecuencias.


Parece ser que la delegación de responsabilidad es algo muy humano. No podemos con todo, así que le damos a alguien más grande el papel de haber creado la naturaleza y lo que vamos alcanzando el conjunto de la humanidad.

Yo creo en mí misma y en muchas otras personas (todas de carne y hueso). No creo en nadie superior a mí, pero sí admiro a infinidad de personas de las que aprendo constantemente, algunas mayores que yo, otras muchísimo más jóvenes y —en teoría— con menos experiencia, pero entiendo que no todo el mundo sea así. Para algunas personas creer en sí mismas es demasiado abrumador y necesitan delegar esa responsabilidad a un ser o una fuerza superior.

La religión es un tema que surge a menudo en las conversaciones que mantengo con la gente, y no hace falta que sean amigos; es como hablar del tiempo: enseguida sale. Creo que la culpa es mía, pues no soy muy dada a hablar de trivialidades con tal de hablar de algo. Por eso, cada vez que conozco a alguien nuevo, que es a menudo, hablamos de temas interesantes, y la religión es uno de ellos. Yo siempre digo que soy atea gracias a la iglesia católica, pues me quisieron meter la fe por un tubo y ya de pequeña vi que eso no se aguantaba por ningún lado. Aun así, no vi la luz hasta los doce años. Ahora escucho a mis hijos razonar sobre todo eso y me admira su inteligencia y que hayan tardado tan pocos años en pensar de manera crítica y lógica. Pero es que a ellos nadie les dijo, sin admitir réplica, que Dios existe y también el cielo y el infierno, adonde irán a parar dependiendo de si son buenos o malos. Y me sorprende, nunca deja de sorprenderme, esa gente que admite haberse educado también en la fe católica y proceden a contarme los horrores a los que los sometieron para concluir que aun así creen en Dios, pero son agnósticos, es decir que tienen su relación personal y privada con el creador. De hecho, conozco a muy pocos ateos como mi amigo, el que cree que esto se acaba, y como yo y un par más que nos creemos que no necesitamos depender en alguien superior.

Otro amigo me comentó hace un par de días que está habiendo un resurgimiento de cristianismo en Australia. Pues que Dios nos coja confesados, digo yo. No me gusta, no me gusta porque en el parque un día un niño se puso a hablar de Dios y cuando uno de mis hijos le contestó que él no creía en el todopoderoso, el otro le dijo: «Pues eres estúpido». Mis hijos no son estúpidos pero sí muy sensibles y a mí no me han oído jamás decir que alguien es estúpido porque no comparte mis creencias, ya sean sobre religión, educación, política o el color rosa. La cosa terminó así: «Mamá, vámonos, y no quiero volver a jugar nunca más con niños que van al colegio. Esperaremos a que se terminen las vacaciones para que no puedan ir al parque».

Una de las grandes sorpresas que me llevé durante mi primer año en Australia, hace ya mil años, fue descubrir un folleto religioso sujeto con un imán en la nevera de una chica un par de años menor que yo. Me sorprendió tanto que le pregunté qué era eso. Me explicó que sus padres la habían criado sin religión, como si Dios estuviera ahí en el trasfondo pero incluir la religión a todas las otras tareas de la escuela y la vida requiriera un esfuerzo demasiado grande, y total para qué, en ningún trabajo se la iban a pedir. Así que fue ella misma, a los veintitantos años, quien decidió suplir esa carencia y ahora iba a misa todos los domingos y se había convertido en mejor persona, algo que repercutía positivamente en la relación con su marido y sus hijos, todavía pequeños. Me quedé de piedra y recuerdo que pensé: ¿Por qué alguien que ha tenido la suerte de ahorrarse el adoctrinamiento religioso en la infancia, va y lo busca de adulta? Más tarde leí sobre casos similares. Recuerdo, por ejemplo, una novela de Rohinton Mistry en la que el protagonista, criado sin religión, decide adoptar una y emplea un largo tiempo en visitar iglesias y templos para aprender sobre todas ellas antes de decidirse por una.

Ahora ya no me sorprende que la religión o la espiritualidad sea necesaria porque ya tengo muy claro que para la mayoría de gente tomar decisiones sobre su propio destino supone un esfuerzo demasiado grande. Reconozco que a mí también me pasa: a veces tomar una decisión sobre algo es superior a mí, no me decanto por una opción u otra, y por fin me digo: lo dejo al azar y a ver qué pasa, aunque un amigo me dijo que no hacer nada, dejarlo reposar, también es tomar una decisión.

Otra cosa que me sorprendió de esa madre joven que acababa de abrazar la religión por primera vez en su vida fue que esa afición era algo suyo en lo que el resto de la familia no participaba, como si fuera una clase de yoga o bricolaje. Vamos, que no parecía querer imponerlo a nadie más, ni siquiera hablaba sobre ello. Ese es el tipo de persona religiosa que me ha interesado durante años y en la que me basé para crear el personaje de María en mi novela Nunca dejes de bailar. He conocido a otras. En especial recuerdo a una, una señora de unos sesenta años que me pareció una bellísima persona, llena de vida y alegría. Durante el breve tiempo que la traté jamás me mencionó a Dios. Fue en la época en que vivía en Singapur y ella estaba allí de visita. Cuando se hubo marchado, su hija me contó que en su familia habían sido siete hermanos, pero ya solo quedaban cuatro porque cuando ella era adolescente habían sufrido un terrible accidente de tráfico en la furgoneta en la que viajaba toda la familia, los nueve miembros que eran, y en el que murieron el padre y tres de los hijos. Mi pensamiento cuando escuché ese relato fue para la madre: no podía creerme que una persona tan alegre, amable y optimista hubiera pasado por eso, y le pregunté a su hija cómo era posible. Esto fue lo que me contestó: «Mi madre es una persona muy religiosa. Es la fe en Dios lo que la hizo seguir adelante». Ni siquiera visitó jamás a un psicólogo. La creencia en algo que a mí me parece inventado le proporcionó la fortaleza para centrarse en lo que le quedaba aquí. He conocido a otras madres que han perdido a sus hijos, algunos muy pequeños, y es el amor a Dios lo que las ayuda a continuar adelante. Pues solo por eso, digo yo que la religión es buena. Y más barata que el psicólogo, las drogas o el alcohol.

No volví a verla más pero siempre he recordado a esa señora extraordinaria y he conocido a otras mujeres profundamente religiosas que sin embargo llevan su fe de forma privada. En cambio, la gente que a la más mínima saca el tema del universo conspirador ¿no se pasan un poco pregonando su religión?

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