Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 18 de octubre de 2014

Los hombres que no amarán a las mujeres

Hace tiempo que me ronda por la cabeza la idea de escribir sobre el machismo, el feminismo y el sexismo en general. Un artículo para cubrirlo todo me saldría larguísimo, así que en este voy a intentar centrarme solo en un aspecto del sexismo: el que sufren los varones cuando todavía son niños.
Todo el mundo es todavía machista, tanto hombres como mujeres, y llevamos demasiados siglos así como para que se pueda cambiar, o conseguir igualdad de oportunidades, de la noche a la mañana. No es tan sencillo porque hay demasiada gente que no se da cuenta de que es machista, y de hecho se creen que no lo son. Por otro lado, el feminismo es un concepto que a menudo no se entiende bien, en parte porque surge como reacción al machismo, pero no es vengativo ni negativo. Es complicado porque lo cierto es que los hombres y las mujeres no somos iguales, aunque eso no quiere decir que nos tengamos que despreciar unos a otros o cobrar menos dinero por realizar el mismo trabajo.
Pedir la ayuda de los hombres en general para terminar con el machismo me parece desestimar a los que ya son feministas y ya están poniendo su granito de arena por conseguir más igualdad de oportunidades, y en cambio consentir los actos de las mujeres que continúan fomentando el machismo. No se pueden crear a hombres feministas con un golpe de varita; no podemos pedirles a hombres hechos y derechos (aparentemente) que se pasen de repente a nuestro lado. Los hombres machistas, los maltratadores, los asesinos de sus mujeres, en fin, todos esos que no aman a las mujeres, son así porque de pequeños fueron víctimas también del sexismo. No se trata de una guerra entre los sexos, sino entre sexistas y los que intentamos serlo menos.
Yo soy la segunda de cuatro hermanos, la primera «niña» de dos niños y dos niñas. De muy pequeña me di cuenta del trato diferente que recibía con respecto a mi hermano, solo diecisiete meses mayor que yo, y siempre me rebelé. A mí me hacían ayudar en la cocina, a él no. A él nuestro padre le enseñó a conducir un coche y una lancha motora a los diez años; a mí no me dejaba ni acercarme a una llave inglesa. Tuve que esperar a ser mayor para que otros hombres, de mi edad, me enseñaran a conducir una moto grande, un barco, e incluso una avioneta --y sin títulos, ja, ja--, pero tranquilos que no puse a nadie en peligro. Yo porque soy una desobediente, pero tengo amigas que todavía no han aprendido a usar un taladro. A mi hermano lo machacaron con el tema de los estudios, a mí nada; cuando en séptimo de EGB me dejé aposta dos asignaturas para septiembre a ver qué pasaba, no pasó nada: disfruté del verano como cada año, empollé para los exámenes dos días antes, aprobé, y al tercer día lo olvidé todo. Yo soy la que tiene dos carreras y él a duras penas se sacó el graduado escolar, hasta que décadas más tarde por fin pudo estudiar lo que le apasionaba sin que nadie le presionara. Tengo otros amigos que pasaron exactamente por lo mismo; lo que me apena es que ellos siguen pensando que la culpa fue suya y no del sistema y del sexismo.
De adolescentes, mis dos hermanos me llamaban «feminista» como para picarme, pero resulta que a mí nunca me ha molestado el apelativo, aunque se use como un insulto. Años más tarde, después de haber recorrido medio mundo, pensé que qué irónica es la vida: ser feminista e ir a parar al país occidental más machista en el que me había encontrado hasta el momento. Los que me conocéis ya habéis escuchado mi cantinela sobre la segregación de sexos y roles que continúa habiendo en Australia. Pero desde que llegué hace trece años, he seguido profundizando en el tema y ahora veo discriminación sexual en todas partes; en España también.
Una de las cosas que hice diferente después de preguntarme por qué tiene que ser así y por qué no de otra manera fue dar a mis hijos primero mi apellido y luego el de su padre. Aquí no tuvieron ningún problema; de hecho, el señor que me atendió en el registro civil me hizo reír con estas palabras: «Eres libre de nombrar a tus hijos como desees, como si les quieres llamar silla». En España, en cambio, pusieron pegas. No sé si ha cambiado algo desde entonces, pero en el año 2006 recibí una llamada del consulado español desde Melbourne informándome de que «había una anomalía» en el registro de mi hijo. Aceptaban el orden cambiado de apellidos, pero al tratarse de algo que «no era normal» necesitaban una carta firmada por el padre del niño expresando su conformidad. «¿Y en caso de que el apellido del padre vaya antes que el mío, necesitarían mi permiso?», pregunté. «No, claro que no», respondió la voz de mujer, a lo que yo pronuncié las palabras que parece que me he pasado la vida repitiendo como si se me hubiera rayado el disco: «¿Por qué? ¿Por qué no?». «Ah, porque siempre se ha hecho así…».
Ese es el problema y una de las razones por las que tenemos machismo para rato: porque hay demasiada gente que prefiere no arriesgarse a cambiar o siquiera a plantearse la desigualdad de oportunidades que hay para hombres y mujeres, y para niños y niñas.
Cuando llegué a este país, lo más impactante para mí fue comprobar que en mi nueva familia, la persona que más fomentaba el machismo era la madre de mi futuro esposo. Ella fue la única de toda la familia que no aceptó jamás el hecho de que yo no adoptara el apellido de mi marido al casarme. Más tarde me dijo que se alegraba de haber tenido tres varones, que tener niñas habría sido un tormento, que ella misma no tenía nada de autoestima cuando era niña, que las niñas no saben defenderse… En fin, creo que ahí fue cuando empezaron a zumbarme los oídos y ya no pude escuchar más. Aún hoy se niega a aceptar que el problema no es ser niño o niña sino el trato que reciben unos y otros por el hecho de ser diferentes. De su generación, he conocido a muy pocas personas que no sigan pensando así. No las culpo, después de todo, cada uno somos fruto del tiempo que nos ha tocado vivir. Observo con sorpresa, aunque yo no lo hago, como a las nietas las llaman sweetheart (cariño) y a los nietos mate (tío, colega) con el correspondiente cambio de tono. Lo que sí me cuesta más de aceptar es ver a padres y madres de mi propia generación o incluso más jóvenes tratar a sus hijos varones a menudo de manera mucho más dura que a las niñas, y a ellas como princesitas.
Voy a hacer una confesión: antes de tener a mis dos niños que ahora evidentemente no cambiaría por nada del mundo, si hubiera podido elegir, habría preferido un niño y una niña. Me dije a mí misma que sería un reto educarlos sin sexismo, respetando su naturaleza pero sin esas diferencias que a mí me parecen absurdas. Bueno, me tocaron dos varones y al principio me quedé un poco descolocada, incluso tuve miedo y pensé: son tres contra una; no es justo. Pero ahora ya no lo veo así porque de veras pienso que esto del sexismo no es una guerra entre sexos. Hay demasiadas mujeres que están en el bando de «ellos», pero que, paradójicamente, perjudican a los hombres, que a su vez harán daño a otras mujeres. En este país, aunque sospecho que en España debe de ser parecido, a los niños se les sigue animando a desempeñar papeles tradicionalmente masculinos, y a las niñas, femeninos. A menudo son las mujeres las que piden ayuda porque ellas no saben, o peor aún: para que ellos se sientan necesitados. Y tanto los hombres como las mujeres se critican como si para desempeñar ciertas labores el otro sexo fuera del todo negado. Pero cuando alguien se sale de su papel, los del sexo contrario lo reciben como a un héroe o heroína; por ejemplo, estoy recordando el único caso en mi pueblo (que yo sepa) de papá que decidió dejar su trabajo para cuidar a sus hijas pequeñas mientras la madre perseguía su sueño profesional.
Como a mí me han tocado dos varones, tiendo a fijarme en el trato sexista que reciben los niños. Veo que se siguen repitiendo conductas de las que en mi generación y siguientes ya deberíamos haber aprendido. Tengo más ejemplos aquí en Australia porque paso más tiempo, donde observo que a los niños todavía se les dice que «lloras (o gritas) como una niña», «no seas niña», «sé un hombre», etc. Estas palabras, en boca de adultos que repiten lo que ellos oyeron de pequeños y no se detienen a pensar en las consecuencias, confieren el mensaje de que las niñas son débiles porque expresan sus emociones a través del llanto. Cualquiera que haya tenido el mínimo contacto con niños y niñas sabe que llorar más o menos no depende del sexo, ni gritar o correr de cierta manera. Todos tenemos sentimientos, pero a los niños se les enseña enseguida a mostrarlos menos para preservar su masculinidad. Asimismo, a ellos se les escucha menos que a ellas porque los niños tienen más tendencia a recurrir a la agresión física y ellas a la psicólogica, y lo primero es más fácil de ver que lo segundo; por tanto, parece más grave. Todavía hay padres que abrazan y besan a sus hijas pero no a sus hijos; a ellos les dan la mano o hacen un high five. En Australia hay innumerables campañas para sensibilizar a los hombres e involucrarlos más en la crianza de los hijos. Conozco niños de ocho o nueve años que ya son demasiado guays como para abrazar a su madre en público.
Campañas para arreglar el entuerto
Una vez en Barcelona me crucé por una calle de aceras anchas y apenas transitada con una madre que corría estresada detrás de sus dos hijos varones, de unos seis y ocho años. Los niños jugaban a pillarse, darse golpes y luchar en general; y se lo estaban pasando bomba. La madre, en cambio, sufría porque para ella era evidente que de seguir de esa manera, iban a hacerse daño. Entiendo lo desafiante que puede ser para una madre este tipo de comportamiento entre dos varones, porque yo también los tengo y lo vivo a diario. Pero también comprendo lo frustrante que puede ser para los niños que su madre esté constantemente metiéndose en sus batallas. Es que no se están peleando de verdad, solo están jugando a pelear. Sí, ya sabemos que la línea entre uno y otro es fina, pero ¿por qué no dejarles a ellos de vez en cuando llegar al límite y aprender a decir basta por sí solos? En esa ocasión, la madre desesperada los llamó a gritos y cuando logró estar a su altura, que por casualidad fue en el momento justo que yo crucé el paso con ellos, le propinó un sonadísimo tortazo al mayor. Estábamos en el año 2007 y todavía no era delito en España el castigo corporal, así que no habría servido de nada denunciarla o acusarla de algo; tampoco lo habría hecho porque ella me dio tanta pena como el niño que, sorprendido y confundido, se puso a llorar al instante. No pude contenerme; dije: «Solo estaban jugando». Ella me miró un poco avergonzada y contestó: «Estaban haciendo el indio».
Me habría gustado responder: ¿y qué hay de malo en hacer el indio?, pero no quise añadir nada más que la hiciera sentir mal, porque insisto: sé, y más ahora después de siete años, lo que supone tener niños, y comprendí que su reacción fue una respuesta al miedo que sentía por que los niños se hicieran daño. A ella, como a mí, le debieron de inculcar que un azote a tiempo corregirá comportamientos indeseados, pero es mentira: ese niño tiene más posibilidades de ser un adulto violento que un niño al que no hayan pegado nunca.
Desde entonces, me he fijado en otra cosa en todos los países en los que he estado y en especial en España y Australia: tres de cada cuatro veces que oigo a un adulto regañar severamente a su retoño, se trata de un niño. Claro, ellos «se portan más mal» que ellas y «son más desobedientes». No es cierto: ellos son más físicos y ellas más psicológicas, pero de más obedientes y sumisas, nada. No somos iguales y no se nos trata igual: a ellos se les castiga más. Pero ¿qué pasaría si no se les regañara jamás, si se les escuchara siempre, incluso cuando han pegado? No estoy hablando de permitirles que peguen, sino de escuchar y tratar de comprender las razones de ese comportamiento. Los niños necesitan ayuda para gestionar su agresividad, y el castigo no les ayuda, sino todo lo contrario.
En otra ocasión, también en Barcelona, presencié como una madre de un niño de unos tres años le decía: «No llores, hombre; las señoritas van primero». Mis niños ya no eran bebés; estaban por ahí jugando con su abuela y yo estaba sentada en un banco, dedicada a uno de mis hobbies que es observar el asombroso comportamiento humano. Tampoco esa vez conseguí mantener la boca cerrada; le dije: «Tu hijo se ha caído del columpio y la niña ha aprovechado esos segundos para arrebatárselo». Ella me miró aliviada y respondió: «Ah, no es tu hija». Había imaginado que la niña, de unos siete u ocho años, era mía, y como yo no salté enseguida a reprenderle por ese golpe bajo y hacer que le devolviera el columpio al niño, ella se vio en el aprieto entre quedar bien conmigo o con su hijo. Y escogió quedar bien conmigo, una desconocida a la que no volvería a ver jamás. Y a su hijo le soltó la chorrada decimonónica esa de que las señoritas primero. Increíble. El niño lloraba y pataleaba ante la injusticia. Ese día no se salió con la suya, pero ya lo hará.
Como suelo hacer para corroborar mis sospechas, a lo largo de estos últimos ocho años, desde que tengo niños, he leído algunos libros y artículos de psicólogos y sociólogos también preocupados por el trato que reciben nuestros varones más jóvenes y he llegado a la conclusión de que la escalada de violencia de género no va a detenerse durante décadas a menos que se tomen medidas drásticas ya, sobre todo en el sistema educativo.
Que el fracaso escolar sea un problema principalmente masculino no es ninguna casualidad. Los varones están discriminados en la escuela y lo han estado al menos desde que yo fui al colegio y lo vi con mis propios ojos, día tras día. El profesorado en esos primeros años críticos sigue siendo en el año 2014 mayoritariamente femenino en todo el mundo. Eso preocupa porque por lo visto hay demasiadas mujeres que no entienden bien la naturaleza de los varones y de las niñas que no encajan en el modelo tradicional, que también son muchas (en inglés las llaman tomboys). En Australia, Estados Unidos y Gran Bretaña hace años que se están tomando medidas para remediar la desmotivación y el fracaso escolar masculinos con proyectos como The Boys Project, Raising Boys Achievement Project o The Success for Boys Project; en España, por lo que leo, ni siquiera se considera un problema. Los niños por lo general muestran más agresividad y necesidad de actividad física que las niñas por una simple cuestión biológica: sus niveles de testosterona son más altos, incluso antes de la pubertad. No es justo que se les exija permanecer quietos y que se les ponga a sus compañeras como ejemplo de buen comportamiento. Si a eso se le suma la gran importancia que se le da a la lectura y la escritura en esos primeros años, habilidades que los niños suelen desarrollar más tarde que las niñas, la discriminación en contra de ellos está asegurada. Cuanto menos estudioso es un niño, más se le obliga a serlo, y eso es del todo contraproducente. A las niñas no se les exije que se apliquen tanto porque ya lo hacen. Los niños empiezan la carrera con desventaja y entran en la espiral de la profecía autocumplida. Los que no alcancen los niveles impuestos por un sistema retrógrado que no tiene en cuenta las necesidades individuales de cada uno se convertirán en hombres inferiores, porque así se lo han hecho creer desde el principio. A esos niños se les castiga más que a las niñas (tanto en el colegio como fuera), son más propensos al acoso y la violencia, tienen cuatro veces más posibilidades de visitar al psicólogo, y su autoestima es más baja. Los padres que todavía recurren al castigo corporal pegan y castigan más a sus hijos que a sus hijas, y por los mismos comportamientos. También se les insulta más a ellos. En casos de delincuencia juvenil, los jueces son más severos con los chicos (que todavía no son hombres) que con las chicas.
Estoy en contra de los castigos de todo tipo porque ante todo son una humillación que no ayuda a corregir el comportamiento o entenderlo, sino exacerbarlo. Creo que a los hombres se les predispone desde pequeños a ser más criminales que las mujeres y en contrapartida crece el rencor hacia las mujeres porque se sienten inferiores a nosotras. En este país el suicidio masculino es también mucho más alto que el femenino (75%). Las personas que se sienten inferiores se aferran al poder del que dispongan para aplastar a otros y no sentirse así tan pequeños. Los hombres inferiores recurren a la fuerza física o al control monetario para maltratar a sus mujeres. En fin, creo que para terminar con el machismo habría que cuidar mejor a los niños y no darles la responsabilidad de ser hombres antes de tiempo. Eso no significa hacerles la comida y lavarles la ropa; al contrario, que no son idiotas, ni superiores ni inferiores, solo diferentes.