Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

«El traductor», un relato

Era una mañana como cualquier otra. Me levanté a las siete, me duché, me vestí y me dispuse a preparar el desayuno y tomarlo con mi esposa antes de que ella se marchara a trabajar. Yo ya estaba semiretirado. Después de casi toda mi vida en la universidad, primero como estudiante y durante los últimos veinticinco años como profesor de matemáticas y catedrático, ahora ya solo daba algunas clases por las tardes. Somos gente metódica, mi esposa y yo; nos gusta la rutina. Desayunamos todos los días lo mismo: tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de naranja y café. Y lo preparo yo, por supuesto. Ella anda con más prisas; yo en cambio invierto hasta una hora en este ritual mientras leo La Vanguardia de cabo a rabo.

Ese día un artículo en especial me llamó la atención. Según los neurólogos, a partir de los cincuenta años el cerebro ya no es capaz de memorizar y retener el aprendizaje del alfabeto ruso. Recuerdo la sorpresa, o más bien alarma que sentí. Yo ya tenía cincuenta y tres años, así que se me había pasado la edad de aprender esos treinta y tres símbolos. Nunca antes me había sentido mayor, quizás porque mi esposa y yo no tuvimos hijos, y obviamente, no tenemos nietos. Pero de repente me sentí como un abuelo, un ciudadano que ya es de la tercera edad, al que ya es aceptable tratar con cierta condescendencia porque si no chochea todavía, pronto empezará a hacerlo. De momento, ya no puede aprender el alfabeto ruso; lo dicen los neurólogos y sus estudios llevados a cabo en prestigiosas universidades americanas.

Tener tanto tiempo libre como tenía yo lleva a la distracción, y eso fue lo que me pasó esa mañana. Ya había resuelto el crucigrama diario y leído todas las noticias y ya tenía preparadas las clases de la tarde. Sin nada más que hacer, decidí aceptar el reto que proponía La Vanguardia: aprender el alfabeto ruso que tan amablemente adjuntaban en un recuadro junto al artículo. Tardé un par de horas en memorizarlo. Primero copié los símbolos uno por uno, luego los tapé con un papel y los reescribí sin mirar, hasta que estuve convencido de haberlos retenido todos. Al día siguiente me enfrenté a un papel en blanco con cierto nerviosismo. Habían pasado veinticuatro horas y ahora comprobaría si era cierto que mis cascadas neuronas habrían borrado ya toda la información adquirida el día anterior. Empecé a garabatear las letras, una por una, y así fueron fluyendo hasta salir todas. Así que… o yo no era tan viejo o los neurólogos andaban un poco desencaminados. Pensé en escribir una carta al editor, pero ¿cómo iba a demostrar que su artículo era erróneo? Además, ese día todavía conservaba las letras en mi memoria, pero quizás al cabo de tres o cuatro más ya no lo haría; en ese caso, los neurólogos estarían en lo cierto. Necesitaba mantener presas a esas letras a toda costa y la mejor manera que se me ocurrió de hacerlo fue juntándolas unas con otras, claro, ¡tenía que formar palabras!


En aquellos tiempos no había internet, así que me dirigí a la biblioteca pública de mi barrio. Tampoco allí tenían libros en ruso, pero me dieron el nombre de una librería especializada donde podía conseguir libros de gramática y ejercicios. A los pocos días ya los tenía en mis manos y así fue como casi sin darme cuenta, me enfrasqué en el estudio de una nueva lengua. Cada mañana después de desayunar invertía cuatro o cinco horas que se me pasaban volando. Cuando terminé toda la gramática, volví a la librería a por más. Empecé a leer novelas de los clásicos rusos por primera vez en la lengua original, pero a mí lo que más me divertía era descifrar el significado de esas palabras, que cambiaba según las terminaciones de cada vocablo o las combinaciones entre ellos. Así empecé a traducir, primero a los clásicos. Elaboraba mi propia versión y una vez terminada la comparaba con las ya existentes.

Esa afición me duró un par de años hasta que cayó en mis manos la novela de un autor ruso contemporáneo. Me la recomendó el dueño de la librería especializada a la que ya era asiduo desde que cinco años antes fuera a por ese primer libro de gramática básica. Se trataba de un autor de minorías, poco conocido en su país y aún menos en el extranjero porque hasta la fecha no se había traducido ninguna de sus novelas. Tres meses más tarde ya sí había una: la que hice yo, por puro entretenimiento y apenas sin darme cuenta. Ni siquiera me había leído la novela antes, sencillamente me puse a traducirla hasta que llegué al punto final. Me planteé entonces escribir por fin a La Vanguardia para hacerles saber que al menos en mi caso su artículo estaba equivocado. En vez de eso, decidí ponerme en contacto con una editorial para la publicación de la novela en nuestro país. Lo conseguí con sorprendente facilidad. A partir de entonces contacté con el autor, que recibió la noticia con inmensa alegría. Empezamos a mantener correspondencia y descubrí con gran sorpresa que era funcionario, ya que sus novelas no le daban lo suficiente para siquiera pasar el mes. Todo eso iba a cambiar.

La novela fue un éxito de ventas en nuestro país casi de inmediato. En menos de un mes coronaba todas las listas de las más vendidas. En Rusia pronto se hicieron eco de la noticia y, como por efecto bola de nieve, empezó a vender allí también. Tres años más tarde, cuando yo ya contaba con sesenta y uno, todas sus novelas se vendían a millones en Rusia. Mientras, se habían traducido al inglés y a veinte idiomas más. Y yo había traducido todas al castellano. Para entonces, mi esposa ya se había retirado y vivíamos los dos holgadamente de «mi hobby», por el que me pagaban muy bien. El novelista ya no era funcionario; se había convertido en el autor ruso más bien pagado y una de las personas más influyentes de su país e incluso del mundo.

Desde la primera carta que yo le envié, nuestra correspondencia fue ininterrumpida y muy copiosa, y a través de esta relación epistolar creció entre nosotros una amistad, sin habernos visto nunca. A pesar de haberse convertido en multimillonario, mi amigo no paraba de repetirme que su éxito mundial me lo debía a mí, por lo que me estaría siempre agradecido. Por eso insistió, poco después de que esa primera novela se convirtiera en una superventas, en ingresarme un extra aparte del sueldo que a mí ya me pagaba la agencia literaria española que ahora llevaba todas mis traducciones. Con los años ese extra fue aumentando y ahora a mis sesenta y cinco años, mi esposa y yo somos lo que se dice «ricos» y no nos privamos de nada. Yo continúo con mi afición de traducir, y ya no solo a mi amigo, porque su ritmo creativo es más lento, obviamente, y si solo le tradujera a él me pasaría meses y hasta años sin hacerlo.

Hoy escribo estas líneas contando mi historia y las publico aquí en mi blog para sincerarme con vosotros, lectores, antes de hacerlo con mi amigo. A estas alturas ya sabréis quién es: el famoso Ivan Kuznetsov. Y yo soy su humilde traductor. Sabéis también que en breve vendrá a Barcelona a presentar su última novela. Es la primera vez que viene a nuestro país, pero su éxito aquí es tan rotundo, que va a haber un gran despliegue mediático. Él insiste en que le acompañe en la presentación. De hecho, quiere que comparta el protagonismo con él. Y aquí viene mi confesión, lo que no he dicho nunca a nadie (tampoco nadie me lo ha preguntado): yo no sé hablar ruso. Mi afición es traducir sobre papel, nunca me preocupé por cómo se pronuncian las letras. Dicen que no es difícil pero cuando no tienes ni pajotera idea de cómo se pronuncia ni uno de esos queridos treinta y tres símbolos, sí que lo es. ¿Y así cómo voy a comunicarme con mi amigo? ¿Alguno de vosotros, queridos lectores, no será por casualidad intérprete?

Nota de la autora: Este es un relato de ficción, sin embargo, el artículo de La Vanguardia y el personaje que a los cincuenta y tres años aceptó el reto de aprender el alfabeto ruso y llegó a traducir y escribir artículos en esa lengua sin llegar nunca a hablarla es cierto. Lo conocí en una fiesta cuando él ya andaba cerca de los setenta años y yo tenía diecinueve. El autor de éxito ruso es inventado. Con este relato he querido homenajear a los buenos traductores. Siempre he creído que traducir es mucho más difícil que escribir, por eso admiro a esos traductores que en ocasiones no solo han hecho un magnífico trabajo sino que han mejorado el original, haciéndole un gran favor al autor. Pero sobre todo, el relato va dedicado a la gente «mayor» que no se deja amedrentar y sabe que nunca es tarde para aprender algo nuevo, sea lo que sea.