Era una mañana como cualquier otra. Me levanté a las
siete, me duché, me vestí y me dispuse a preparar el desayuno y tomarlo con mi
esposa antes de que ella se marchara a trabajar. Yo ya estaba semiretirado.
Después de casi toda mi vida en la universidad, primero como estudiante y
durante los últimos veinticinco años como profesor de matemáticas y catedrático,
ahora ya solo daba algunas clases por las tardes. Somos gente metódica, mi
esposa y yo; nos gusta la rutina. Desayunamos todos los días lo mismo: tostadas
con mantequilla y mermelada, zumo de naranja y café. Y lo preparo yo, por
supuesto. Ella anda con más prisas; yo en cambio invierto hasta una hora en este
ritual mientras leo La Vanguardia de cabo a rabo.
Ese día un artículo en especial me llamó la
atención. Según los neurólogos, a partir de los cincuenta años el cerebro ya no
es capaz de memorizar y retener el aprendizaje del alfabeto ruso. Recuerdo la
sorpresa, o más bien alarma que sentí. Yo ya tenía cincuenta y tres años, así
que se me había pasado la edad de aprender esos treinta y tres símbolos. Nunca
antes me había sentido mayor, quizás porque mi esposa y yo no tuvimos hijos, y
obviamente, no tenemos nietos. Pero de repente me sentí como un abuelo, un
ciudadano que ya es de la tercera edad, al que ya es aceptable tratar con cierta
condescendencia porque si no chochea todavía, pronto empezará a hacerlo. De
momento, ya no puede aprender el alfabeto ruso; lo dicen
los neurólogos y sus estudios llevados a cabo en prestigiosas universidades
americanas.
Tener tanto tiempo libre como tenía yo lleva a la
distracción, y eso fue lo que me pasó esa mañana. Ya había resuelto el
crucigrama diario y leído todas las noticias y ya tenía preparadas las clases
de la tarde. Sin nada más que hacer, decidí aceptar el reto que proponía La
Vanguardia: aprender el alfabeto ruso que tan amablemente adjuntaban en un
recuadro junto al artículo. Tardé un par de horas en memorizarlo. Primero copié
los símbolos uno por uno, luego los tapé con un papel y los reescribí sin mirar,
hasta que estuve convencido de haberlos retenido todos. Al día siguiente me
enfrenté a un papel en blanco con cierto nerviosismo. Habían pasado
veinticuatro horas y ahora comprobaría si era cierto que mis cascadas neuronas
habrían borrado ya toda la información adquirida el día anterior. Empecé a
garabatear las letras, una por una, y así fueron fluyendo hasta salir todas.
Así que… o yo no era tan viejo o los neurólogos andaban un poco desencaminados.
Pensé en escribir una carta al editor, pero ¿cómo iba a demostrar que su artículo
era erróneo? Además, ese día todavía conservaba las letras en mi memoria, pero
quizás al cabo de tres o cuatro más ya no lo haría; en ese caso, los neurólogos
estarían en lo cierto. Necesitaba mantener presas a esas letras a toda costa y
la mejor manera que se me ocurrió de hacerlo fue juntándolas unas con otras,
claro, ¡tenía que formar palabras!
En aquellos tiempos no había internet, así que me
dirigí a la biblioteca pública de mi barrio. Tampoco allí tenían libros en
ruso, pero me dieron el nombre de una librería especializada donde podía
conseguir libros de gramática y ejercicios. A los pocos días ya los tenía en
mis manos y así fue como casi sin darme cuenta, me enfrasqué en el estudio de
una nueva lengua. Cada mañana después de desayunar invertía cuatro o cinco
horas que se me pasaban volando. Cuando terminé toda la gramática, volví a la
librería a por más. Empecé a leer novelas de los clásicos rusos por primera vez
en la lengua original, pero a mí lo que más me divertía era descifrar el
significado de esas palabras, que cambiaba según las terminaciones de cada
vocablo o las combinaciones entre ellos. Así empecé a traducir, primero a los
clásicos. Elaboraba mi propia versión y una vez terminada la comparaba con las
ya existentes.
Esa afición me duró un par de años hasta que cayó en
mis manos la novela de un autor ruso contemporáneo. Me la recomendó el dueño de
la librería especializada a la que ya era asiduo desde que cinco años antes
fuera a por ese primer libro de gramática básica. Se trataba de un autor de
minorías, poco conocido en su país y aún menos en el extranjero porque hasta la
fecha no se había traducido ninguna de sus novelas. Tres meses más tarde ya sí
había una: la que hice yo, por puro entretenimiento y apenas sin darme cuenta.
Ni siquiera me había leído la novela antes, sencillamente me puse a traducirla
hasta que llegué al punto final. Me planteé entonces escribir por fin a La
Vanguardia para hacerles saber que al menos en mi caso su artículo estaba
equivocado. En vez de eso, decidí ponerme en contacto con una editorial para la
publicación de la novela en nuestro país. Lo conseguí con sorprendente
facilidad. A partir de entonces contacté con el autor, que recibió la noticia
con inmensa alegría. Empezamos a mantener correspondencia y descubrí con gran
sorpresa que era funcionario, ya que sus novelas no le daban lo suficiente para
siquiera pasar el mes. Todo eso iba a cambiar.
La novela fue un éxito de ventas en nuestro país
casi de inmediato. En menos de un mes coronaba todas las listas de las más
vendidas. En Rusia pronto se hicieron eco de la noticia y, como por efecto bola
de nieve, empezó a vender allí también. Tres años más tarde, cuando yo ya
contaba con sesenta y uno, todas sus novelas se vendían a millones en Rusia.
Mientras, se habían traducido al inglés y a veinte idiomas más. Y yo había
traducido todas al castellano. Para entonces, mi esposa ya se había retirado y
vivíamos los dos holgadamente de «mi hobby», por el que me pagaban muy bien. El
novelista ya no era funcionario; se había convertido en el autor ruso más bien
pagado y una de las personas más influyentes de su país e incluso del mundo.
Desde la primera carta que yo le envié, nuestra
correspondencia fue ininterrumpida y muy copiosa, y a través de esta relación
epistolar creció entre nosotros una amistad, sin habernos visto nunca. A pesar
de haberse convertido en multimillonario, mi amigo no paraba de repetirme que
su éxito mundial me lo debía a mí, por lo que me estaría siempre agradecido.
Por eso insistió, poco después de que esa primera novela se convirtiera en una
superventas, en ingresarme un extra aparte del sueldo que a mí ya me pagaba la agencia literaria española que ahora llevaba todas mis traducciones. Con los años ese extra fue aumentando y ahora a mis sesenta y cinco
años, mi esposa y yo somos lo que se dice «ricos» y no nos privamos de nada. Yo
continúo con mi afición de traducir, y ya no solo a mi amigo, porque su ritmo
creativo es más lento, obviamente, y si solo le tradujera a él me pasaría meses
y hasta años sin hacerlo.
Hoy escribo estas líneas contando mi historia y las
publico aquí en mi blog para sincerarme con vosotros, lectores, antes de
hacerlo con mi amigo. A estas alturas ya sabréis quién es: el famoso Ivan
Kuznetsov. Y yo soy su humilde traductor. Sabéis también que en breve vendrá a
Barcelona a presentar su última novela. Es la primera vez que viene a nuestro
país, pero su éxito aquí es tan rotundo, que va a haber un gran despliegue mediático. Él insiste en que le acompañe en la presentación. De hecho, quiere
que comparta el protagonismo con él. Y aquí viene mi confesión, lo que no he
dicho nunca a nadie (tampoco nadie me lo ha preguntado): yo no sé hablar ruso.
Mi afición es traducir sobre papel, nunca me preocupé por cómo se pronuncian
las letras. Dicen que no es difícil pero cuando no tienes ni pajotera idea de cómo
se pronuncia ni uno de esos queridos treinta y tres símbolos, sí que lo es. ¿Y
así cómo voy a comunicarme con mi amigo? ¿Alguno de vosotros, queridos
lectores, no será por casualidad intérprete?