Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

martes, 2 de octubre de 2012

Los libros pirateados son como la mala hierba: nunca mueren


     —Tengo una sorpresa para ti —dijo mi amiga Felipa depositando un pendrive en mi mano derecha—. ¡Más de dos mil libros!
     —¿Piratas? —fruncí el ceño—. ¿Pero cómo te atreves?
     —A ver —dijo mudando su sonrisa por una expresión de chulería y colocándose una mano en la cadera—, no me importa pagar uno, dos, tres y hasta cuatro euros por los libros autoeditados de ti y tus amigos, pero no me da la gana pagar doce euros. Yo no he hecho nada, estos me los ha pasado mi primo, que se los ha pasado un amigo, que se los ha bajado su jefe.
     —Vale, lo entiendo. Eso son las editoriales, que por avaricia u otros motivos igual de válidos, no pueden permitirse bajar los precios de los libros electrónicos. Los autoeditados, como que no tienen que pasar cuentas con nadie más, sí ponen los precios bajos y así todos contentos. Echaré un vistazo a los libros, pero espero que no haya ningún autoeditado, ¿eh?
     —No, no, devuélveme el pen —replicó Felipa, riendo—, que tú eres escritora y no está bien eso de robar libros de tus colegas.
     —¡Qué dices! Me encanta robar libros —cerré la mano con fuerza para que no me lo quitara.
     Más tarde, ya en casa, introduje el pendrive en mi portátil y fui repasando las diferentes carpetas con libros. Felipa me había advertido que tendría que pasar cada libro que me interesara por el programa Calibre para que fuera legible en el Kindle. Si me interesaban los dos mil y pico de libros tendría horas de trabajo. Le contesté que dudaba mucho que me interesara ni siquiera una tercera parte, pues según me había dicho ella misma, la mayoría eran superventas traducidas del inglés. En efecto, eso fue lo que me encontré. Muchos los había leído ya, casi todos eran traducciones (aquí una repelente nunca lee en castellano un libro que en original sea en inglés) y para los dos o tres que sí me interesaron decidí no molestarme en hacer el trabajo de conversión. Más fácil sería poner un correo electrónico pidiéndolos prestados a la biblioteca. En eso iba pensando cuando de repente uno de los nombres de los autores pareció parpadear en mi ordenador, llamándome la atención.
     No parpadeaba, lo que ocurría es que era un nombre muy familiar, alguien a quien conocía, con quien había mantenido correspondencia, a quien leía… En resumen, como había dicho Felipa: uno de mis amigos autoeditados. Mi reacción al ver ese nombre entre Ken Follett y María Dueñas fue de afrenta. Me dieron ganas de tirar el pendrive a la basura, me puse roja de ira, como si alguien hubiera entrado a robar en la casa de ese nombre, y yo lo supiera y ella no.
     —¡Oye, que me dijiste que no habría autoeditados! —le espeté a Felipa en una rápida llamada telefónica.
     —Eh, eh, no me dés la buya, que a mí me los han pasado y yo solo quería hacerte un favor.
     —Pues no me interesa. Te devolveré el pendrive y dame el teléfono del primo de tu jefe, que se va a enterar.
     —No es el primo de mi jefe, es el jefe de un amigo de mi primo.
     —Pues ese también se va a enterar. ¿Y ahora qué hago, se lo digo o me callo? —me sentía como si acabara de pillar a su marido con otra.
     —No se lo digas, ¿de qué sirve? Ya está hecho.
     —Y si hubiera pillado a su marido con otra, ¿tendría que callarme también? Total, seguro que ya lo habrían hecho.
     —Mmm… pues no.
     —¿Y si algún día me encuentro a tu marido con otra, ¿quieres que te lo diga o no?
     —Mi marido nunca se iría con otra.
     —¿Y con otro?
     —Tampoco.
     —Vale, entonces no te lo diré.
     Al cabo de dos días, cenando con mi amiga Lutecia, le hablé del pendrive y los miles de libros pirata. Ella también compra libros de autoeditados y deja que le pasen los otros, los caros. En contra de mis principios, le presté un objeto que no era mío. Hace muchos años que Felipa, Lutecia y yo nos conocemos. Felipa confía en mí y yo confío en Lutecia; sabía que me devolvería el pendrive intacto y Felipa sabía que yo se lo devolvería a ella en las mismas condiciones.
Días más tarde, en la playa, Lutecia me dijo que había introducido el pendrive en su ordenador, había repasado las diferentes carpetas, escogido algunos libros, intentado calibrar y convertir uno y después de una hora de infructuosa frustración, desistido en el empeño.
     —Pues dámelo, que se lo tengo que devolver a Felipa.
     —No, déjamelo unos días más, que lo volveré a intentar.
     Pasó una semana. Lutecia tenía que irse al Congo, y de repente recordé el pendrive y el hecho de que Lutecia y yo ya no volveríamos a vernos antes de su partida inminente.
     —Niña, el pendrive, lo necesito. Tendrás que llevarlo a una dirección de Barcelona que te daré, el lugar de trabajo de Felipa.
     —¿No te lo di ya? Es que lo he buscado por todas partes y no lo encuentro.
     —Yo no lo tengo.
     —Creo recordar que te lo di en el restaurante al que fuimos a comer después de la playa. Ese día llevabas una bolsa grande y no el bolso que llevas siempre. Seguro que lo pusiste allí y como era blanca y se te ensució mucho, al llegar a casa la debiste de poner en la lavadora, con el pendrive dentro.
     —No recuerdo que me lo dieras. Si no lo tienes en tu bolso, seguro que se lo diste a tu novio para que le echara un vistazo y debió de dejarlo enterrado en la arena junto a sus gafas de sol y el Kindle; ya sabes lo despistado que es.
     Durante los dos días siguientes las dos seguimos buscando, en la lavadora, en los bolsos, los bolsillos, la mochila del novio… El pendrive y los dos mil libros pirata habían desaparecido.
     —Ejem, tengo algo que decirte —empecé a confesarme a Felipa, no sin poder ocultar una risilla picarona mezclada con la vergüenza que sentía por mi falta de responsabilidad.
     —Si lo has hecho expresamente, no te ha salido bien —contestó ella cuando terminé de contarle la historia—. Antes de pasarte el pen hice una copia de seguridad, je, je.
     Picada por la curiosidad, me metí un día en internet y no me costó encontrar una página de libros piratas con mis dos libros publicados. ¡Qué sorpresa! Mi reacción me sorprendió a mí misma. No sentí que alguien usurpaba mi intimidad, todo lo contrario: ¡me sentí muy halagada! Alguien se había tomado el tiempo y la molestia de piratear mis libros. Está claro que hay mucha gente en el mundo que no da mucho valor a su tiempo y lo sacrifican continuamente por ahorrarse unos euros. Yo me siento afortunada de darle más valor al tiempo que al dinero, así que desde aquí quiero agradecer a ese alguien anónimo que pirateó mis libros, sacrificando su preciado tiempo por mí. Sigo pensando que lo podría haber empleado mejor haciendo cosas más productivas, y si tanto le interesaban mis libros pero no hasta el punto de considerar que debía pagarme por las innumerables horas que pasé escribiéndolos, podría haberme contactado directamente aquí: carmen.grau@gmail.com y se los habría enviado gratis.
     Para terminar, os dejo con esta cita: “ninguna obra se debería romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben”. A ver quién sabe quién la escribió y en qué año.