El otro día mi amigo César me hablaba de una «idea nueva» para
fomentar la lectura que han tenido en una escuela de su barrio. Se trata de
animar a los alumnos a leer mediante una competición. A lo largo del semestre,
quien haya leído más libros recibirá un premio. La iniciativa estaba teniendo
gran éxito porque ¿a quién no le gusta ser el número uno y ganar un premio,
aunque sea leyendo? Me contó César que la bibliotecaria del colegio ayudaba a
algunos de los participantes buscándoles libros más cortos para que así
pudieran leer más.
Cuando yo iba al colegio no existían estos retos. Ahora, en Australia,
sí los hay, pero son personales, no para competir contra otros, y normalmente
los organizan las bibliotecas. Yo me he apuntado a algunos, pero no me acaban
de convencer y ya hace muchos años que si un libro no me atrapa desde el
principio, no pierdo tiempo con él. Si alguna vez alguien me ha mirado con ojos
como platos y ha exclamado: «¡Que no te has leído este libroooo?» como si fuera
idiota, no tengo reparo en responder que no. Confieso que no suele pasarme con
los libros (con las películas sí); la cuestión es que leo lo que quiero, no lo
que hay que leer para dar la imagen de persona culta o intelectual. Por
ejemplo, no leo el periódico, en gran parte porque no me creo casi nada;
demasiadas veces la prensa me ha demostrado que no lo cuenta tal como ocurrió. Y
por eso tampoco soy aficionada a seguir listas del tipo: «1001 libros que hay
que leer antes de morir».
Una vez me apunté a un reto organizado por un grupo de bookcrossers que se proponía leer
veinticinco, cincuenta o cien libros en un año. El reto era personal así que
cada uno se ponía su propio límite. El mío era de cincuenta libros, y terminé
leyendo cincuenta y dos, o sea uno por semana. Nunca más he vuelto a hacerlo
porque el resultado no fue del todo satisfactorio. Muchos libros no los
disfruté pero escogí leerlos porque eran cortos y pude terminarlos en un par de
días. De una sorprendente gran cantidad me olvidé hasta el punto de que semanas
más tarde de haberlos leído no recordaba absolutamente nada de ellos, ni siquiera
el título o el autor. Al final resultó que había invertido muchas horas en leer
algo que no me sirvió para nada porque estaba más interesada en superar el reto
que en las lecturas en sí.
Por eso le dije a César que la «novedosa idea» de esa escuela no me
parecía tan buena. La verdad es que me enternece ver que hay gente que sigue
pensando en maneras de hacer que los más pequeños lean para que el día de
mañana sigan siendo lectores, pero no deja de sorprenderme cómo se complican la
vida en los colegios para alcanzar ese fin. A veces incluso consiguen todo lo
contrario.
La lectura es un placer y por tanto no debería ser obligatoria. Si el
tiempo que se emplea en los colegios enseñando a los niños a leer y escribir
las letras correctamente se dedicara a contarles más historias, de mayores
todos leerían. A todos los niños les encanta que les lean. A todos, sin excepción. El placer de
contarse historias unos a otros es inherente al ser humano. Yo lo he comprobado
muchas veces, y cada vez se me ponen los pelos de punta; es algo mágico. Me
siento en el área infantil de la biblioteca pública y me pongo a leer un cuento. A menudo lo hago para mis hijos, pero como en las bibliotecas
australianas no se impone el silencio sepulcral que sí hay que respetar en las
bibliotecas españolas (o al menos las catalanas), lo hago lo suficientemente
alto para que otros niños me oigan. Y entonces ocurre el milagro: en pocos
minutos tengo a un corro de niños alrededor, escuchándome y mirando las
ilustraciones. Algunos estaban jugando con la tableta o haciendo puzles, pero
en cuanto empiezan a oír una historia que parece interesante, lo dejan todo.
Además, exagero las voces, le echo realismo (para eso y para chapurrear idiomas
no tengo vergüenza). Algunas madres me miran con esa mezcla de admiración y
recelo que recibo tan a menudo. ¿Qué hace esta loca?, piensan. Pues hago lo que
deberían hacer en los colegios: fomentar el amor por la lectura. Pero no soy la
única; he visto a algún otro padre y madre hacerlo. Y también hay sesiones
organizadas, el primer y tercer martes de cada mes, en las que una de las
bibliotecarias lee cuentos, pero solo para los más pequeños, los que todavía no
van al colegio ni saben leer.
Yo supongo que aprendí a leer a los cuatro o cinco años. Y lo odiaba.
No me gustaba porque en el colegio me obligaban a leer unos libros que no me
interesaban en absoluto. Y no tengo el recuerdo de que nadie se sentara conmigo
y me leyera jamás. En clase nos hacían leer uno por uno y en voz alta para
corregirnos. Pero tuve mucha suerte, porque a los ocho años mi tía me regaló un
cómic y a partir de ahí me enganché a la lectura. Como toda la gente de mi
generación que conozco, leí tebeos y libros de aventuras al margen de lo que
imponía el colegio. Y fueron esos los que me iniciaron en el camino para
convertirme en una persona culta, con ganas de explorar el mundo y con
pensamiento crítico. Mi amiga Rosa me decía el otro día que en su caso no es
así; a ella nadie le regaló un cómic, ella lee gracias al colegio. No lo podía
creer, era el primer caso que me encontraba y le pedí que me lo explicara.
—Empecé a leer porque en el colegio había una biblioteca y tengo el
recuerdo de ir allí un día y coger al azar un libro de Los cinco. Lo empecé y… no podía parar. Desde entonces leo.
Ah, pero eso no fue porque en clase le dijeran: «Tienes que leer Los cinco». No, porque en el colegio no
nos hacían leer ese tipo de libros. No sé qué leíamos. Yo no recuerdo nada y cuando mi madre me enseña los
libros encuadernados de mis dibujos y trabajos —escritos sobre cultura catalana,
música y las estaciones del año, que copiaba de la pizarra— tengo que
preguntarle si está segura de que eso lo hice yo. En cambio, sí recuerdo los
tebeos que nos pasábamos por debajo de los pupitres y leíamos a hurtadillas y
sobre todo, lo mucho que disfrutaba con ellos. Y también leí todos los libros
de Los cinco y Los Hollyster, que me compraban mi madre y mi tía. Mi madre me cuenta que ella se aficionó a la
lectura a los siete años, en misa, porque se aburría.
Todos mis amigos lectores tienen historias parecidas. En los años de
instituto e incluso en la facultad, nos pasábamos el curso haciendo ver que
leíamos las lecturas obligatorias —buscando resúmenes o haciendo que alguien
que sí las había leído nos las contara— y nos congratulábamos unos a otros si
conseguíamos pasar un examen de comentario de texto sin haber leído el libro.
Cuando llegaba el verano, por fin, podíamos leer lo que se nos antojara, y
disfrutarlo. Tengo un recuerdo especialmente entrañable del verano en el que
leí El amor en los tiempos del cólera.
Tenía diecisiete años y hacía un calor espantoso. Cuando en casa todos se
tumbaban a echar una siesta, yo leía. Otra lectura que me enganchó de principio
a fin fue La regenta de Clarín. No
era obligada en el instituto porque era demasiado larga, así que para el examen
solo teníamos que saber de qué iba y a qué época pertenecía. Precisamente por
no tener que leerla, sentí curiosidad. La encontré en la biblioteca de mi madre,
empecé a leer y ya no pude parar. Eso me pasó con casi todos los libros que
tenía mi madre. Me gustaban todos, menos los que era obligado leer.
Siempre me he sentido muy afortunada por haber descubierto el amor a
los libros de pequeña y haber leído tanto. Conozco a gente que no lee porque
quizás nadie le regaló un tebeo o un libro de aventuras cuando estaban en edad
escolar, pero más a menudo es porque el colegio ya había conseguido que aborrecieran
la lectura hasta el punto de no querer tocar un libro en la vida.
De mi sobrina Mar, de diez años, me dicen que «no le gusta mucho
leer», pero cuando está conmigo sí que lee: lo hacemos los cuatro juntos tumbados
en la cama, en voz alta, a veces lee ella y a veces leo yo; mis hijos solo
escuchan porque dicen que no saben leer. Leemos cómics o cuentos que les
interesen a los tres. Hace unos días Mar me dijo que no lee lo que dan en el
colegio porque «es aburrido»; en cambio El
diari d’una penjada (en castellano Diario
de Nikki) se lo terminó en dos días.
Mis hijos no leen, al menos no de manera convencional. No me siento
con ellos y les hago leer, mientras yo escucho atentamente y corrijo su pronunciación.
No les enseño las letras ni les hago leer carteles para cerciorarme de que lo
hacen bien. No les hago escribir para que practiquen (Dave ya lo hace, empezó
sin que yo le dijera que tiene que hacerlo). Lo único que hago es leerles, como
hago a veces para otros niños en la biblioteca pública. Y cuando me preguntan «¿qué
pone aquí?», que es muy a menudo, se lo digo. Soy su lectora ambulante y
siempre dispuesta. Hay quien no está muy convencido de mi método y se preocupa
de que mis hijos ¡a su edad! todavía no lean, pero estoy convencida de que
ellos tienen más posibilidades de ser buenos lectores adultos que miles de
niños que ya saben leer a los cinco años pero que no tienen a nadie que lea con
ellos; ¿para qué?, si ya saben. Mis hijos entienden que la lectura no tiene por
qué ser siempre un acto solitario y silencioso. Alex aún a veces me mira
extrañado si me ve con un libro entre las manos y no estoy «haciendo nada con
él». Me dice: «¿No has dicho que ibas a leer? ¡Pues no estás diciendo nada!».
Y si alguien se pregunta por qué estoy tan segura de que tendré éxito
en esta particular empresa, es porque ya logré, y sin siquiera proponérmelo,
que adultos que no leían se aficionaran a la lectura, y eso es mucho más
difícil que hacer que los niños lean.
Un caso es el de un amigo guatemalteco que hice en los años que viví
en Estados Unidos. Pasábamos muchos ratos juntos, pero a veces no teníamos nada
de que hablar. A veces yo leía y él… no hacía nada. O me miraba, hasta que un
día me dijo:
—Tú siempre estás leyendo. ¿Sabes?, yo no he leído nunca un libro.
No me extrañó porque ya me había dado cuenta de que era casi
analfabeto. Apenas sabía escribir, y por eso durante muchos años se negó a
enviarme cartas o correos electrónicos. Sin embargo, es una de las personas más
empáticas y emocionalmente inteligentes que he conocido en mi vida. Tampoco era
la primera persona que me confesaba que no ha leído jamás un libro, aunque eso
es muy improbable, así que le respondí:
—No puede ser que no hayas leído ni un solo libro o cuento… o algo.
Hay algunos que se leen muy rápido, por ejemplo este.
Tomé uno que acababa de salir publicado y yo había leído en mi vuelo
reciente de Barcelona a Boston, y se lo di.
—Del amor y otros demonios —leyó
mi amigo, lo abrió y empezó a leer. Al despedirnos, me lo pidió prestado.
Durante varios días no lo vi ni supe nada de él. Cuando reapareció, le
brillaban los ojos. La novela le había cautivado hasta el punto de querer
leerla por segunda vez. Me preguntó:
—¿Ha escrito algo más este hombre?
Y así fue como empezó a leer. Otro amigo que me visitó más tarde me
confesó que él tampoco leía mucho. Cuando estaba conmigo sí lo hacía y no
podía explicarse por qué: al verme a mí siempre con un libro, también le
entraban ganas. Los niños que ven leer a sus padres también tienen más
posibilidades de ser lectores que los hijos de padres que no leen.
Pero el caso del que me siento más orgullosa es el de mi hermano, que
llegó a los treinta años diciendo también que él no se había leído un libro en
su vida. A esa edad lo operaron y estuvo varios días postrado en el hospital
sin apenas poder moverse. Se me ocurrió que para hacerle pasar las horas de
aburrimiento podía regalarle un libro, pero si regalas un libro a alguien que
no lee tiene que ser sobre algo que de veras le apasione, y a mi hermano lo que
le apasiona es el mar. Me puse a buscar en la sección de literatura oceánica del
Fnac y encontré Miedo a la oscuridad
de Albert Bargués.
Para mi hermano ese fue el golpe de suerte que yo recibí a los ocho
años. Lo leyó y le gustó tanto que lo leyó otra vez, y luego otra. Le compré
otro libro sobre la misma temática y a partir de ahí se puso a leer uno tras otro.
Han pasado trece años y mi hermano ya no lee solo sobre veleros y navegantes
solitarios sino que lee de todo, aunque ahora mismo tiene predilección por la
novela histórica. Y es una persona culta después de haber arrastrado durante
años el estigma de inculto y de «no llegarás a nada en la vida porque no
estudias» que le hicieron creer en la escuela.
El aprendizaje solo es
efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender. Aun así, sigo oyendo con
demasiada frecuencia a gente que dice que sí, que sí, pero hay cosas que tienen que aprender. Insisto: solo las
aprenderán si les interesan, si no, las olvidarán. Los colegios siguen siendo
guarderías bastante prácticas, pero no son el mejor lugar para fomentar el amor
a la lectura (ni siquiera a las matemáticas, ¡pero eso ya es otro tema!). Esa
labor siguen teniéndola los padres, tíos, abuelos y profesores que se salgan
del currículum y que se tomen el tiempo para leer con ellos y para ellos por
puro placer.
"¿Qué hace esa loca?", me encanta !! Yo le hago lo mismo a mi hijo en casa, casi todas las noches, porque aquí no existen lugares públicos en los que puedas hacer algo así. Muchas veces he pensado en ir a las escuelas de la zona para leer historias a los niños, pero mi horario y mi trabajo no me permitiría ser constante, así que es una idea "de loco" que de momento solo está en mi cabeza.
ResponderEliminarPor cierto, ¡me encantaban Los cinco!
Lo mejor de todo es que los niños no te toman por loca. Ellos se lo toman como algo totalmente natural, se sientan a tu lado como si fueras su amiga, se ríen, preguntan... Es algo muy bonito. Si algún día puedes escaparte del trabajo y hacerlo espero leer sobre ello en tu blog.
EliminarBuenísimo Carmen.
ResponderEliminarNada más cierto que "El aprendizaje solo es efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender".
Has dicho una frase muy importante y en ella está la clave de todo proceso educativo y de aprendizaje, y es que éste sólo es efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender. Las aulas están llenas de alumnos profundamente desmotivados y esto cada vez se hace más latente a medida que la sociedad del conocimiento avanza y los sistemas educativos siguen afincados en el sistema tradicional. Por desgracia, afrontar la renovación pedagógica de la escuela sería una tarea muy costosa,tanto en recursos económicos como en humanos, supongo que por eso no se hace.
ResponderEliminarYo me empeñé en aprender a leer porque veía a mi hermano partirse de risa leyendo tebeos y yo quería pasármelo tan bien como él.
Mi hijo tiene 11 años y todavía le encanta que le lea. Otras veces es él quien me lee. Su padre también se suele unir a nosotros, nos repartimos los personajes y lo pasamos bomba.
Por supuesto, también leía Los Cinco, pero yo era más de Puck; me hice con la colección completa.
Un abrazo.
Estoy totalmente de acuerdo, Mayte. Supongo que el camino para la renovación pedagógica es crear escuelas alternativas que poco a poco vayan sustituyendo al sistema educativo tradicional.
ResponderEliminarTu hijo tiene mucha suerte. Supongo que ahora somos muchos los padres que leemos con nuestros hijos aun cuando "no lo necesitan". Creo que es uno de los aspectos más importantes de ser padre/madre.
Yo también leía a Puck, pero me gustaban más Los Cinco. Un abrazo.
Aprendí a leer a los cinco años, y aún me acuerdo el nombre de mi maestra: Rosita. Pero no fue gracias a ella que me interesaron los libros, fue cuando tenía 9 años y encontré en casa una caja de cartón llena de ellos. Había de toda clase.Creo que la escuela o el colegio no sirven para inducir a la lectura sino para enseñar a leer y para tener una base de preparación formal, como ortografía, gramática...
ResponderEliminarLa lectura como muchos otros pasatiempos se aprende fuera de las aulas. Porque la lectura es un pasatiempo, como ver televisión o ir al cine. Hay muchos genios, científicos, inventores, que no son grandes lectores, pero saben leer, obviamente, leen lo que les interesa por lo que hacen y por sus profesiones, no a todo el mundo le gusta leer ficción y perderse en los mundos que los escritores creamos, les parece una pérdida de tiempo.
Interesante entrada, Carmencita.
Gracias, Blanca. Yo no leo solo ficción ni leo solo por entretenimiento. Me gusta mucho aprender leyendo, y creo que a los niños también, siempre y cuando no sea una imposición. Nunca me aprendí las reglas de ortografía, ni en castellano ni en inglés; sin embargo, no cometo faltas porque he leído muchísimo y tengo buena memoria fotográfica.
EliminarComo tú, Carmen, tampoco creo que competir para leer más sirva de nada. Como mucho, a quienes ganen ese reto les quedará el recuerdo de la cantidad de libros que necesitaron tragarse para conseguirlo. Leer es otra cosa: es comprender y disfrutar.
ResponderEliminarYo tuve la suerte de que me leyeran mucho. Mi abuela Lola, mi padre y mi tía nos leían a menudo. Mi madre nos contaba cuentos y cosas de su infancia mientras comíamos o después de hacer los deberes. Y en el colegio también nos leían durante las comidas y en clase de dibujo, además de durante la clase de lengua y literatura.
Tengo buena memoria y recuerdo bien el placer de aprender a leer. Cómo enseguida comprendí la entonación que había que dar, entendí por qué se escribían las comas, los puntos... En el colegio solían elegirme para las lecturas y también para enseñar a leer a otras niñas. Siempre me encantó, y creo que es muy importante esa enseñanza, porque cuando sabes leer, no cometes errores de puntuación, tan frecuentes hasta en quienes se consideran escritores.
A mis hijos y sobrinos les he leído mucho, y todos son buenos lectores. Por ellos comencé a escribir libros para niños y publiqué alguno. Muchos otros solo los han disfrutado ellos. Y digo disfrutado porque esperaban con ansia el resultado cuando me sugerían algún tema y yo me ponía a escribir. Es una de las cosas más gratificante que he hecho en mi vida.
En nuestro mundo alfabetizado, dominar la competencia de lectura es indispensable. Los buenos lectores no son quienes leen mucho, sino quienes sacan partido de todo lo que leen porque son capaces de comprenderlo y emplearlo. Y por supuesto, los buenos lectores no tienen por qué leer literatura. El abanico es mucho más amplio, casi infinito.
Ahora, cuando voy a algún colegio a presentar mi novelita infantil Viruta, leo con los niños, buscamos los pasajes que más les gustan y les pido comentarios. Es divertidísimo. Con sus ocurrencias podría escribir otro libro.
Muchas gracias, Carmen. Yo no me di cuenta enseguida de lo importante que es leer en voz alta, pero ahora sí que lo veo. Me has dado que pensar con lo de la entonación y por qué se escriben las comas y los puntos. Siempre aprendo algo nuevo de ti.
EliminarTotalmente de acuerdo !!! Y ojalá ésta locura sea contagiosa !!!
ResponderEliminarMuy cierto. Totalmente de acuerdo. La forma en que se enseña en los colegios es contraproducente. Se forman trabajadores y consumidores, raras veces ciudadanos cultos. De momento, no hay nada como hacer disfrutar a los niños con la lectura en casa, leyendo o leyéndoles lo que realmente les apetezca.
ResponderEliminarNo se de nadie apasionado por la lectura, gracias a los libros que le obligaron a leer en la escuela.
Ya lo decía Winston Churchill :)
ResponderEliminarhttp://rafaelsantandreu.wordpress.com/2013/08/13/educacion-al-estilo-winston-churchill-extracto-proximo-libro/
El verdadero deseo de aprender del que habla Churchill no "nacería de los chicos más prometedores"; todos tienen deseo de aprender algo. No hay más que observarlos desde que nacen.
EliminarMe vas a matar, pero no estoy del todo de acuerdo... Por supuesto, el aprendizaje por motivación y por imitación, que es el que practicas con tus hijos es muy poderoso. A lo mejor con eso, ya es más que suficiente. Pero en la etapa de Primaria -de los 6 a los 11 años-, necesitan regular su comportamiento mediante normas... En realidad, te lo piden a gritos -aunque no sean deliberadamente conscientes de que lo hacen-; porque a los 6, 7 u 8 años son tremendamente individualistas y anteponen su ego ante los demás. Y esa energía tiene que regularse en aras de la convivencia. Los niños siempre te ponen a prueba, siempre quieren saber donde están sus límites (y los tuyos). Pero no creas que estoy hecho a la antigua usanza... ja ja. Estoy de acuerdo en todo lo demás. Hay que buscar formas para motivarlos constantemente; ser imaginativo, saber cuales son sus intereses, etc.
ResponderEliminarTe lo dice un maestro de primaria (aunque ahora es difícil de ejercer en España por la crisis).
El aprendizaje por competitividad? Es un montón de mierda...
Un abrazo!
Carlos, no veo que estemos en desacuerdo. Supongo que con lo de que necesiten regular su comportamiento mediante normas estás imaginando (corrígeme si me equivoco) que porque mis hijos no van al colegio no tienen normas en su vida. No te preocupes, mucha gente malinterpreta lo que hago y me dice cosas como: haciendo siempre lo que quieren y sin relacionarse con otros niños, ¿cómo van a vivir en sociedad cuando sean mayores? La verdad es que sí vivimos en sociedad (no hacerlo es imposible) y los tres nos relacionamos tanto con adultos como con niños, la única diferencia es que ellos no están confinados a un aula y yo no estoy atada a un trabajo de nueve a cinco. Es decir, que convivimos entre nosotros y en menor medida (¡menos mal!) con otras personas. Una de las cosas que practicamos constantemente es la negociación, para ponernos los tres de acuerdo en lo que vamos a hacer. Los límites los tiene que marcar cada uno con todos los demás. Lamentablemente, hay una gran cantidad de adultos que sobrepasa los límites de los demás y también muy a menudo los de los niños, faltándoles al respeto y enseñándoles mal con su ejemplo. En cuanto a tener que estar motivándolos constantemente, creo que es algo que hay que hacer en los colegios, porque a los niños ya se les ha condicionado diciéndoles que van allí para que alguien les enseñe algo. En las aulas la acción de "aprender" sigue siendo más pasiva y la de "enseñar" es la activa. O sea que eres tú, el maestro, el que tiene que esforzarse más, ser imaginativo, etc. En nuestro caso no es así. Yo no soy maestra, soy su guía y estoy aprendiendo con ellos. Por ejemplo, a Dave le chifla todo lo que tenga que ver con los animales, cómo viven, qué comen, cómo respiran... Yo lo único que tengo que hacer es llevarlo al museo de la ciencia, al zoo, a la reserva de reptiles; escoger con él libros sobre ese tema o buscar en Google, y él es quien lo absorbe todo y me habla de los animales (¡no te imaginas lo que he aprendido!). Soy muy optimista y creo que en un futuro no muy lejano todos aprenderemos así. No sé cómo están las cosas en la escuela donde trabajas tú, pero en Australia sigue habiendo un maestro por cada treinta niños. Eso es una locura. Lo ideal sería tres o cuatro niños por maestro.
ResponderEliminar¡Un abrazo y el día que quieras quedamos para hablar sobre educación!
Estoy seguro que lo haces muy bien. Eres inteligente y dedicada. Y sobre todo, los quieres. Querer a los hijos parece algo "de cajón"; pero no siempre es así... A menudo, los padres están demasiado ensimismados en sus propias vidas y no tienen "tiempo" ni ganas para dedicárselo a sus hijos. Y los pobres, lo pasan francamente mal.
ResponderEliminarSe ve que tienes muy trabajado el tema de la educación de los niños. Y estoy de acuerdo contigo en casi todo. La educación mediante la negociación está muy bien porque los tienes en cuenta y ellos lo notan. Pero sobre todo, notan que los quieres.
Por otro lado, mi postura respecto a este tema es más "desapegada". No tengo hijos, pero obviamente me gustan los chavales y me preocupo por ellos. Yo sólo los educo, pero tu los educas y los crías. Es un gran esfuerzo que muchos padres no quieren o no pueden llevar a cabo.
Respecto a la educación que les das, lo único que me preocupa es que no puedan relacionarse a menudo con otros niños (con sus iguales). Pero si dices que lo hacen, pues entonces hay poco que decir. Lo bueno de tratar con sus "iguales" es que los niños aprenden los unos de los otros desde otro punto de vista. Supongo que habrás leído a Vygotsky... habla de estas cosas. Por eso el trabajo cooperativo es muy importante.
Desde luego, si algún te pasas por Barcelona, no me importaría quedar y hablamos de todo esto. Que da para mucho.
Un abrazo!
La socialización es la "pega" principal que tiene todo el mundo respecto a los niños que no van al colegio. Yo misma tuve esa preocupación brevemente, pero enseguida vi que es algo muy mal entendido por el público en general. En los colegios los niños tienen que relacionarse a la fuerza con otros niños; con algunos se hacen amigos y otros les maltratan (el infame acoso escolar). Mis hijos y yo tenemos la libertad de escoger no relacionarnos con gente que nos trate mal. Yo no le falto al respeto a nadie ni dejo que nadie me lo haga a mí, así "enseño" a mis hijos. Siempre han sido los dos muy sociables, sobre todo con otros niños y con adultos que se interesan por ellos, y cuando alguien les ha tratado mal (el bullying está presente en todas partes, no solo en el colegio) han sabido verlo y no aceptarlo. ¡El colegio me parece un lugar nefasto para relacionarse! Otro abrazo para ti.
ResponderEliminarA PROPOSITO DE TU INTERESANTE CRONICA:
ResponderEliminarCUENTOS DEL ABUELO
Mamá estaba sentada al lado derecho de la urna, encerrada en negro. A esa hora de la noche, la gente, allegados, vecinos y familiares, conversaban con mucha animación en el patio y en las afueras de la casa. Solo algunas mujeres dispersas en la sala convertida en el velatorio, rezaban en un murmullo de voces. Esperé hasta cuando se hizo el silencio entre las orantes y me acerqué a ella. El abuelo había muerto como a las cuatro de la tarde. Sufrió un infarto en plena calle, a pocos metros del hogar, y no necesitó de autopsia para verificar la causa, porque, avisados, los de la funeraria llegaron expeditos y se encargaron del cuerpo.
―Mamá, ¿qué pasará con el abuelo?―pregunté tímidamente.
―Se irá al cielo?― respondió solemnemente, sonándose delicadamente la nariz con un pañuelito blanco, de bordes finamente tejidos, según recuerdo.
A mi edad, seis años, el cielo era el lugar de Dios, de Jesús y de los ángeles y santos. Siempre escuchaba a mi abuela pedir no sé cuántas cosas a los ángeles y santos del cielo. Y en la escuela, las clases de catecismo abundaban en hechos celestiales. Si ese era lugar de destino final para el abuelo, mis esperanzas de verlo nuevamente serían muy escasas.
Cont..
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ResponderEliminarCUENTOS DEL ABUELO..CONT.
ResponderEliminar―Mamá, ¿puedo verlo?
La respuesta tácita fue que me tomó por las axilas para elevarme a la altura del féretro, casi a la mitad, por lo que pude recorrer con mis ojos, primero al frente y luego el resto, todo el cuerpo del abuelo que, a mi entender de ahora, asomaba un fantasmagórico resplandor. Vestido en su liquilique blanco, de hilo egipcio, el mejor y el más vistoso de su vestuario, el de solo para usar en ocasiones muy especiales, el abuelo se veía imponente, no tenía arrugas en su rostro, el que lucía como estiradito; su piel más rosada que cuando estaba vivo, y sus ojos, aunque cerrados, me los imaginé mas azules que el mismo cielo a donde según mi mamá, debería ir. Estaba como durmiendo, pero le faltaba algo que mucho tiempo después supuse que era el alma.
La visión no pasó de unos minutos, o menos. Fue muy rápida y ya mamá me tenía en el suelo cuando le hice la tercera y última pregunta de esa noche.
―Mamá, ¿quién me leerá los cuentos?
—Este…ya veremos— y me mandó a la cama.
Los cuentos del abuelo eran narraciones muy extrañas para mí. Nunca las entendí por completo pero cuando comenzaba a leerlas, su sola voz, con énfasis especial en cada palabra de la escritura, me hacía trasladarme a lo que creía significaban y así me dormía rápidamente inventando sueños, pero él no paraba, seguía hasta llegar al fin. Cuando nombraba el mar, yo me sentía nadando y si mencionaba río, ya yo estaba bajo la sombra de un gran árbol pescando en sus aguas. Y si era un tigre de bengala, estaba corriendo como Mowgli por alguna selva de la India. Cielo, estrellas y sol, me hacían viajar por todo el universo. Eso era lo que me acercaba más al abuelo; sus palabras, su entonación, su emoción, sus sentimientos todos. Nunca me contó un cuento de memoria. Cuando me
CUENTOS DEL ABUELO...FIN
ResponderEliminaracercaba a su hamaca, donde solía descansar después de una larga jornada de trabajo como comerciante, ya sabía a lo que iba, a que me leyera un cuento; entonces, pedía que le buscara los espejuelos, el cuaderno y el mongol, mientras parsimoniosamente se levantaba de la hamaca; y aunque le costaba un poco hacerlo, pues ya pasaba de los setenta años, se paraba con gusto, me tomaba de una mano y me llevaba a mi cama para comenzar la lectura antes de que la luz fuera cortada por la compañía eléctrica. No pasaba todos los días, pero si por lo menos dos o tres veces a la semana. Ya acostado, no apartaba la vista de lo que estaba haciendo sentado a mi lado, y lo veía escribir en su letra menudita y muy ordenada, como de contador, esos signos que para mí aun eran marañas incomprensibles.
Al tiempo, ya en el liceo, mi madre me entregó una caja llena con muchas de las hojas escritas por mi abuelo.
Creo que están todas, las busqué por todos los rincones de la casa y arriba de su escaparate, encontré casi todas.
Revisé los papeles, y qué carga de recuerdos afloraron, aflojando también en mi algunas lágrimas; pero hice un descubrimiento, mi abuelo no escribía cuentos, solo me hacía resúmenes de los libros que él había leído, de autores que hicieron maravillar su imaginación y luego a la mía: JulesVerne, Rudyard Kipling, Melville, Salgari, Mark Twain y tantos otros. Una enseñanza invalorable que me produjo el apego más querido del que nunca querría separarme: la lectura, la buena lectura.