Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Mi familia y otros animales

Una de mis lecturas de primera juventud, que jamás olvidaré y que ahora creo que debió de inspirarme profundamente, fue Mi familia y otros animales de Gerald Durrell. Se trata de un relato autobiográfico que describe en clave de humor la vida de la familia del famoso naturalista inglés cuando él era niño y se trasladó con su madre y hermanos a Corfú. También habla con todo detalle de la rica fauna de la isla griega. En particular, me encantó leer sobre las excentricidades de Larry, el hermano mayor de Gerald, gran viajero que ya iba camino de convertirse en reputado novelista.
Ha pasado mucho tiempo, pero a menudo me acuerdo de ese libro, que espero volver a leer dentro de pocos años con mis hijos. Creo que les gustará porque tiene mucho que ver con nuestra propia vida, también en una isla, aunque mucho más grande, y también con muchos animales interesantísimos, la gran mayoría endémicos, que significa que no se encuentran de forma natural en ninguna otra parte del mundo.
No es de extrañar, entonces, que cada vez que alguien me pregunta qué tal me va la vida aquí, en Australia (muy bien, gracias), la conversación pronto gira en torno al tema de los animales. A veces algún amigo o familiar me escribe unas líneas expresamente para hablarme del último documental que ha visto y de lo peligrosa que es la fauna en este país. Llevo ya más de una década por aquí y tiendo a quitarle importancia al tema, aduciendo que esos documentales dan una impresión equivocada. Pero la última vez que alguien de casa me advirtió que tuviera cuidado con los animalitos y yo respondí: «Nunca hemos tenido ningún percance; bueno, excepto la vez en que se coló un lagarto de medio metro en casa, y otra vez que encontramos una serpiente en el jardín… ah, y el día de los escorpiones, y…» me di cuenta de que es verdad: en casa vivimos Dave, Alex, yo y… un montón de otros animales.
Al principio de mudarnos a esta casa en el campo, cuando Alex era un recién nacido, los animales que nos acompañaban eran solo salvajes. Cada mañana y cada atardecer nuestro extenso terreno se llenaba de cientos de canguros, para gran deleite de todos. Con el tiempo nos vimos obligados a poner una valla porque los simpáticos marsupiales se comían las plantas y árboles frutales. Todavía hay muchos que se cuelan, pero la verdadera plaga aquí son los conejos; cada año hay más, y en la carretera que lleva a casa tengo que conducir muy despacio para no atropellarlos. También durante los meses más calurosos tenemos que ir con tiento de no pisar a los dragones de lengua azul, a los que apreciamos mucho porque mantienen a raya a los ratones. Según wikipedia, estos fascinantes lagartos se crían en cautiverio y se venden como mascotas, pero al menos aquí, en Australia Occidental, son libres y a nadie se le ocurre molestarlos. (En la foto aparecen Dave y Alex con un blue-tongued lizard).
Bajo nuestra casa vive desde hace años otro lagarto al que los niños llaman Blackie porque sus escamas son completamente negras. El que se coló en casa era un racehorse goanna. Fue Dave, con cuatro años, quien lo descubrió y me dijo tan tranquilamente: «Hay un bicho en el cuarto de baño». Yo me asusté porque este tipo de lagarto, si se ve amenazado, puede trepar a un ser humano y morderle, o al menos eso fue lo que me dijo el guarda forestal que tenía que venir a sacarlo de casa. Estuvimos dos horas esperándolo mientras yo buscaba en internet toda la información posible y se la explicaba a los niños. Fueron dos horas muy emocionantes durante las cuales el lagarto pasó al salón y se metió debajo del mueble de la televisión. Al final conseguimos guiarlo hasta fuera con el sol de la tarde entrando por la puerta abierta.
A Dave y Alex les fascinan los animales, como sospecho que a la gran mayoría de niños. A los míos les gusta observar su comportamiento, saber lo que comen, cómo duermen, si son o no peligrosos… Yo les saco libros de la biblioteca para satisfacer su curiosidad y si tengo alguna duda no tengo más que preguntarles. Dave, sobre todo (porque es el mayor) tiene las respuestas a todo lo que yo no sé o se me olvida: si tal animal es vivíparo u ovíparo; mamífero, reptil, anfibio o insecto; vertebrado o invertebrado (aunque para ser exactos ellos dicen: tienesqueleto y notienesqueleto); herbívoro, carnívoro u omnívoro… A los niños de aquí les instruyen en el colegio sobre los diferentes tipos de serpientes y arañas para que distingan desde pequeños las peligrosas de las que no lo son. Los míos también conocen los nombres de todas las arañas, las que pueden tocar y las que no; de serpientes salvajes no deben tocar ninguna, pero a menudo van a una reserva de reptiles cercana a nuestra casa donde sí pueden acariciar y enroscarse, con supervisión adulta, a las enormes pitón.
Hace poco fui a caminar durante unos días con mi tía que estaba de visita desde Catalunya, y uno de los aspectos más interesantes de la excursión fue el encuentro con la fauna salvaje, en especial dos veces con una serpiente tigre. La primera vez la vimos tomando el sol y la observamos desde una prudente distancia. La segunda vez yo estaba sola; me había sentado en el camino para quitarme la arena de una bota y de repente alcé la mirada para encontrarme cara a cara con una de las serpientes más venenosas del país. Me levanté de un salto con una exclamación; un amigo me había dicho pocos días antes que en contra de lo que la mayoría piensa, hay que hacer ruido para ahuyentarlas, pues ellas nos tienen más miedo a nosotros, los humanos, que al revés. En efecto, la serpiente reculó, lentamente, casi como disculpándose, y fue un momento muy especial y emocionante: estar tan cerca de una picada que puede ser mortal pero a la vez tan lejos porque en realidad ella, como yo, solo pasaba por allí… te hace apreciar la vida.
En casa, cada mes de octubre y sobre todo noviembre que es la época en que crían, tenemos a urracas recelosas que temen por sus pequeñines y atacan a los humanos que caminan inadvertidamente por debajo de sus nidos. Este año no hemos tenido muchos problemas, pero hace un par de primaveras no podíamos salir de casa sin que nos vinieran a picotear la cabeza, y yo no lograba quitarme de la mente una obsesiva imagen de Los Pájaros de Hitchcock. Los niños las temen menos que yo porque han aprendido con naturalidad los aspavientos que deben hacer para alejarlas. Luego están las cucaburras, unas aves muy simpáticas que no hacen nada, pero se ríen y son tan estridentes sus carcajadas que por las mañanas pueden despertarnos antes incluso que el gallo.
Ah, sí, es que tenemos un gallo, y gallinas, claro; desde hace unas semanas una menos porque una noche se nos olvidó cerrar el gallinero y se la comió un zorro, de los que también abundan mucho por aquí. Ahora que los niños ya no son bebés, no se contentan con los animales salvajes que nos rodean. Primero fueron las gallinas, a las que les gusta dar de comer, acariciar y coger en brazos… Yo me limito a recoger los huevos, alimentarlas y limpiar las cagarrutas, qué remedio. Además ahora tenemos peces y cuatro budgies (el periquito común o cotorra australiana). Los niños ya se están preocupando por quién nos los va a cuidar cuando nos vayamos de viaje, que es algo bastante constante en nuestras vidas. Hace un par de semanas estuvimos fuera de casa durante seis días y, temiendo por la vida de los peces, decidimos llevarnos la pecera, hecho que fue motivo de muchas risas y más de un susto… Los pobres peces sobrevivieron el viaje a pesar de haberlos olvidado una noche en el calor asfixiante del coche, habérseles volcado el agua otro día y —el momento más angustioso— haberles puesto una vez el agua demasiado caliente.
El pasado verano del hemisferio norte estuvimos en Barcelona y los niños adoptaron a un par de tortugas (además de dos peces, caracoles y otros insectos que recolectaban por ahí). Hace ya casi cuatro meses que regresamos y cada vez que comentamos algún aspecto de ese viaje, Alex suspira y dice: «Echo de menos a las tortugas». También me han pedido que compremos un hámster y me escuchan fascinados cuando les explico las peripecias de los que tenía mi hermano cuando éramos pequeños. Yo no tuve animales, y en cambio les hablo del día en que con dos años (no lo recuerdo pero me lo contaron) abrí la jaula de los canarios de mi abuela para dejarlos volar en libertad.
Siento un profundo respeto por los animales y me encanta que los niños tengan tanto interés por ellos. A algunos les tengo fobia; digan lo que digan las estadísticas, cuando vas a la playa y ves con tus propios ojos a un tiburón, es para pensárselo dos veces antes de darse un chapuzón. En general, prefiero guardar las distancias con todos, aunque insisto en que es por respeto. Quizás por eso, los que peor me caen son los que no cumplen esta norma: las moscas y sobre todo los mosquitos. Y tampoco soy muy fanática de los perros; por mucho que «no hace nada, solo quiere jugar», no me fío: de pequeña me atacó uno sin provocación y de mayor he vuelto a ser testigo varias veces de ataques de perros a niños. (Me consta que los abusos de humanos a perros y otros animales es mucho mayor y, por supuesto, lo encuentro aberrante e injustificable).
Cuando llegué a Australia no se me ocurrió pensar que una de las cosas que agradecería algún día es precisamente que sea la cuna de animales tan diversos, aunque algunos sean de los más letales del mundo. Me siento afortunada de que mis hijos crezcan en un país donde se puede observar a muchos de ellos en su hábitat y estado naturales porque creo que así obtienen un respeto por la naturaleza que no se aprende de otra manera.

Con esta entrada aprovecho para comunicar que a partir de hoy y hasta el 24 de diciembre la versión digital de Hacia tierra austral: Un viaje en tren de Barcelona a Perth estará de oferta por solo €0,99 en Amazon. En él no escribo sobre animales, aunque sí dedico un par de párrafos a la musca vetustissima o mosca australiana, pues su irritante ubicuidad bien merece una mención. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

«El traductor», un relato

Era una mañana como cualquier otra. Me levanté a las siete, me duché, me vestí y me dispuse a preparar el desayuno y tomarlo con mi esposa antes de que ella se marchara a trabajar. Yo ya estaba semiretirado. Después de casi toda mi vida en la universidad, primero como estudiante y durante los últimos veinticinco años como profesor de matemáticas y catedrático, ahora ya solo daba algunas clases por las tardes. Somos gente metódica, mi esposa y yo; nos gusta la rutina. Desayunamos todos los días lo mismo: tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de naranja y café. Y lo preparo yo, por supuesto. Ella anda con más prisas; yo en cambio invierto hasta una hora en este ritual mientras leo La Vanguardia de cabo a rabo.

Ese día un artículo en especial me llamó la atención. Según los neurólogos, a partir de los cincuenta años el cerebro ya no es capaz de memorizar y retener el aprendizaje del alfabeto ruso. Recuerdo la sorpresa, o más bien alarma que sentí. Yo ya tenía cincuenta y tres años, así que se me había pasado la edad de aprender esos treinta y tres símbolos. Nunca antes me había sentido mayor, quizás porque mi esposa y yo no tuvimos hijos, y obviamente, no tenemos nietos. Pero de repente me sentí como un abuelo, un ciudadano que ya es de la tercera edad, al que ya es aceptable tratar con cierta condescendencia porque si no chochea todavía, pronto empezará a hacerlo. De momento, ya no puede aprender el alfabeto ruso; lo dicen los neurólogos y sus estudios llevados a cabo en prestigiosas universidades americanas.

Tener tanto tiempo libre como tenía yo lleva a la distracción, y eso fue lo que me pasó esa mañana. Ya había resuelto el crucigrama diario y leído todas las noticias y ya tenía preparadas las clases de la tarde. Sin nada más que hacer, decidí aceptar el reto que proponía La Vanguardia: aprender el alfabeto ruso que tan amablemente adjuntaban en un recuadro junto al artículo. Tardé un par de horas en memorizarlo. Primero copié los símbolos uno por uno, luego los tapé con un papel y los reescribí sin mirar, hasta que estuve convencido de haberlos retenido todos. Al día siguiente me enfrenté a un papel en blanco con cierto nerviosismo. Habían pasado veinticuatro horas y ahora comprobaría si era cierto que mis cascadas neuronas habrían borrado ya toda la información adquirida el día anterior. Empecé a garabatear las letras, una por una, y así fueron fluyendo hasta salir todas. Así que… o yo no era tan viejo o los neurólogos andaban un poco desencaminados. Pensé en escribir una carta al editor, pero ¿cómo iba a demostrar que su artículo era erróneo? Además, ese día todavía conservaba las letras en mi memoria, pero quizás al cabo de tres o cuatro más ya no lo haría; en ese caso, los neurólogos estarían en lo cierto. Necesitaba mantener presas a esas letras a toda costa y la mejor manera que se me ocurrió de hacerlo fue juntándolas unas con otras, claro, ¡tenía que formar palabras!


En aquellos tiempos no había internet, así que me dirigí a la biblioteca pública de mi barrio. Tampoco allí tenían libros en ruso, pero me dieron el nombre de una librería especializada donde podía conseguir libros de gramática y ejercicios. A los pocos días ya los tenía en mis manos y así fue como casi sin darme cuenta, me enfrasqué en el estudio de una nueva lengua. Cada mañana después de desayunar invertía cuatro o cinco horas que se me pasaban volando. Cuando terminé toda la gramática, volví a la librería a por más. Empecé a leer novelas de los clásicos rusos por primera vez en la lengua original, pero a mí lo que más me divertía era descifrar el significado de esas palabras, que cambiaba según las terminaciones de cada vocablo o las combinaciones entre ellos. Así empecé a traducir, primero a los clásicos. Elaboraba mi propia versión y una vez terminada la comparaba con las ya existentes.

Esa afición me duró un par de años hasta que cayó en mis manos la novela de un autor ruso contemporáneo. Me la recomendó el dueño de la librería especializada a la que ya era asiduo desde que cinco años antes fuera a por ese primer libro de gramática básica. Se trataba de un autor de minorías, poco conocido en su país y aún menos en el extranjero porque hasta la fecha no se había traducido ninguna de sus novelas. Tres meses más tarde ya sí había una: la que hice yo, por puro entretenimiento y apenas sin darme cuenta. Ni siquiera me había leído la novela antes, sencillamente me puse a traducirla hasta que llegué al punto final. Me planteé entonces escribir por fin a La Vanguardia para hacerles saber que al menos en mi caso su artículo estaba equivocado. En vez de eso, decidí ponerme en contacto con una editorial para la publicación de la novela en nuestro país. Lo conseguí con sorprendente facilidad. A partir de entonces contacté con el autor, que recibió la noticia con inmensa alegría. Empezamos a mantener correspondencia y descubrí con gran sorpresa que era funcionario, ya que sus novelas no le daban lo suficiente para siquiera pasar el mes. Todo eso iba a cambiar.

La novela fue un éxito de ventas en nuestro país casi de inmediato. En menos de un mes coronaba todas las listas de las más vendidas. En Rusia pronto se hicieron eco de la noticia y, como por efecto bola de nieve, empezó a vender allí también. Tres años más tarde, cuando yo ya contaba con sesenta y uno, todas sus novelas se vendían a millones en Rusia. Mientras, se habían traducido al inglés y a veinte idiomas más. Y yo había traducido todas al castellano. Para entonces, mi esposa ya se había retirado y vivíamos los dos holgadamente de «mi hobby», por el que me pagaban muy bien. El novelista ya no era funcionario; se había convertido en el autor ruso más bien pagado y una de las personas más influyentes de su país e incluso del mundo.

Desde la primera carta que yo le envié, nuestra correspondencia fue ininterrumpida y muy copiosa, y a través de esta relación epistolar creció entre nosotros una amistad, sin habernos visto nunca. A pesar de haberse convertido en multimillonario, mi amigo no paraba de repetirme que su éxito mundial me lo debía a mí, por lo que me estaría siempre agradecido. Por eso insistió, poco después de que esa primera novela se convirtiera en una superventas, en ingresarme un extra aparte del sueldo que a mí ya me pagaba la agencia literaria española que ahora llevaba todas mis traducciones. Con los años ese extra fue aumentando y ahora a mis sesenta y cinco años, mi esposa y yo somos lo que se dice «ricos» y no nos privamos de nada. Yo continúo con mi afición de traducir, y ya no solo a mi amigo, porque su ritmo creativo es más lento, obviamente, y si solo le tradujera a él me pasaría meses y hasta años sin hacerlo.

Hoy escribo estas líneas contando mi historia y las publico aquí en mi blog para sincerarme con vosotros, lectores, antes de hacerlo con mi amigo. A estas alturas ya sabréis quién es: el famoso Ivan Kuznetsov. Y yo soy su humilde traductor. Sabéis también que en breve vendrá a Barcelona a presentar su última novela. Es la primera vez que viene a nuestro país, pero su éxito aquí es tan rotundo, que va a haber un gran despliegue mediático. Él insiste en que le acompañe en la presentación. De hecho, quiere que comparta el protagonismo con él. Y aquí viene mi confesión, lo que no he dicho nunca a nadie (tampoco nadie me lo ha preguntado): yo no sé hablar ruso. Mi afición es traducir sobre papel, nunca me preocupé por cómo se pronuncian las letras. Dicen que no es difícil pero cuando no tienes ni pajotera idea de cómo se pronuncia ni uno de esos queridos treinta y tres símbolos, sí que lo es. ¿Y así cómo voy a comunicarme con mi amigo? ¿Alguno de vosotros, queridos lectores, no será por casualidad intérprete?

Nota de la autora: Este es un relato de ficción, sin embargo, el artículo de La Vanguardia y el personaje que a los cincuenta y tres años aceptó el reto de aprender el alfabeto ruso y llegó a traducir y escribir artículos en esa lengua sin llegar nunca a hablarla es cierto. Lo conocí en una fiesta cuando él ya andaba cerca de los setenta años y yo tenía diecinueve. El autor de éxito ruso es inventado. Con este relato he querido homenajear a los buenos traductores. Siempre he creído que traducir es mucho más difícil que escribir, por eso admiro a esos traductores que en ocasiones no solo han hecho un magnífico trabajo sino que han mejorado el original, haciéndole un gran favor al autor. Pero sobre todo, el relato va dedicado a la gente «mayor» que no se deja amedrentar y sabe que nunca es tarde para aprender algo nuevo, sea lo que sea.

lunes, 14 de octubre de 2013

Contra la pedofilia, comunicación

Hace unos meses supe a través de las redes sociales que en España habían sacado una campaña de ayuda a niños maltratados a través de unos carteles publicitarios y mensajes en 3D que por su altura solo los niños podían leer. Esto suponía que muchas veces los niños van acompañados de sus agresores, es decir, que estos son sus propios padres. Pensé que la iniciativa era buena, aunque dudé mucho de que diera buen resultado porque los niños maltratados por sus propios padres raras veces son conscientes de ello hasta que son adultos, y algunos nunca lo son y siguen justificando los actos que sus padres hicieron «por su bien» y los perpetúan, haciendo daño a otras personas o a sí mismos.

A principios del mes pasado empezó a correr por las redes un vídeo con otra campaña de prevención para el abuso infantil, esta vez dirigida a los padres y desde Chile. En él un individuo forrado de azúcar de color rosa (uno de los colores más atractivos tanto para niñas como para niños porque transmite tranquilidad) sale de un edificio y se dirige a un parque infantil lleno de niños y los adultos que los acompañan. A su paso por el parque los niños empiezan a arrancar pedazos de azúcar e incluso algunos adultos se animan, de manera que en pocos segundos (el vídeo es corto) el individuo se queda pelado y, mientras los niños se van comiendo el azúcar, él reparte unos papelitos a los adultos con el siguiente mensaje: «Así de fácil es para un pedófilo atraer a un niño. Estemos alerta». 

Es un vídeo que emociona y le ha tocado la fibra a mucha gente. En Facebook tiene más de ochenta y cinco mil «me gusta». A mí, en cambio, no me acabó de convencer. Estuve dándole vueltas y llegué a la conclusión de que así no es cómo hay que concienciar a los padres de los peligros de la pedofilia. Creo que no solo no sirve de nada divulgar el mensaje de que hay pedófilos por ahí sueltos que quieren hacer daño a nuestros hijos, sino que es contraproducente. Además, no hay que olvidar que la pedofilia es una condición que se manifiesta a la misma edad que lo hace la homosexualidad o la heterosexualidad, y que solo se considera una enfermedad porque hace daño; aun así, muchos pedófilos no llegan jamás a cometer el crimen de abusar sexualmente de los niños por los que se sienten atraídos, porque saben que no está bien.

Veo que la mayoría de gente vive la vida con miedo. Miedo a enfermar, a caerse, a quedarse solos, a que les roben, a quedarse sin trabajo, al qué dirán... Hay miedo a millones de cosas y muchas veces es infundado, y aunque no lo fuera: tener miedo no va a mejorar las cosas. Lo peor es que la gente con miedo se lo inculca a sus hijos con la intención de protegerlos. Pero el miedo no solo no les protege sino que les hace más vulnerables.

Para empezar, no es verdad que para un pedófilo sea así de fácil atraer a un niño, o al menos, está en nuestras manos que no lo sea. Los pedófilos dispuestos a satisfacer su necesidad sin pensar en las consecuencias tienen que trabajar duro (y lo hacen) para ganarse el afecto de los niños. Suelen estudiarse bien a sus víctimas antes de atacar y escogen a las más débiles, las que creen con menos posibilidades de que los delaten. Y entre los más débiles están los que estén acostumbrados (por sus padres) a los sobornos, chantajes emocionales, manipulaciones, amenazas y castigos; también los que anden faltos de cariño, y también los que no son dueños de su propio cuerpo: esos a los que se les obliga a comer, a bañarse, a ponerse la ropa que los padres dictan.

Una de las cosas que observo que la mayoría de padres pide a sus hijos es que besen o abracen a ciertos adultos, normalmente abuelos y familiares. Yo no estoy de acuerdo con eso. Creo que el cariño de los niños hay que ganárselo, y de manera genuina. Si los adultos aceptaran ya de una vez que los niños son mucho más inteligentes que ellos, la sociedad se ahorraría muchos problemas. Ellos se dejan llevar por el instinto y si una persona no les da buena espina, pasan de ella, ya puede ser su abuelo como el cura de la iglesia del pueblo, aunque este le dé caramelitos. Pero cuando los padres o tutores les están constantemente dictando de quién se pueden fiar y de quién no, les están atrofiando un arma —ese instinto, intuición, sexto sentido o como quiera que se llame— que los niños saben manejar mucho mejor que los adultos.

A mí de pequeña mis padres me decían que no debía hablar con extraños y que si un desconocido se acercaba a mí a la salida del colegio y me ofrecía caramelos dijera que no, que podían ser drogas. Insistieron mucho en eso, y me metieron de manera muy efectiva ese miedo en el cuerpo a «un señor malo» que acechaba a las puertas del colegio. Por otro lado, me hacían saludar y besar a gente para mí extraña, a veces amigos suyos o gente de la que ellos se fiaban, pero yo no. Recuerdo que me daba mucha vergüenza que mis padres me obligaran a saludar, y entonces me regañaban y me decían que era una maleducada.

Un día de camino al colegio, se me acercó un hombre (más tarde mis padres me preguntaron qué edad tenía y yo dije que unos treinta) y empezó a hablarme. Yo tenía once años y siempre andaba cincuenta pasos por delante de mi madre, que iba detrás con el resto de mis hermanos. El hombre me preguntó adónde iba y yo le contesté, sin pararme a pensar que no debía hacerlo. Y así entablamos una conversación hasta que esta se fue por unos derroteros un poco raros. Me contó algo de una sobrina suya, un poco mayor que yo, que ya empezaba a desarrollarse. Opté por no decirle nada más, ni mirarle a la cara. Apreté el paso, pero él no dejó de hablarme y caminar a mi lado. Me preguntó si me ofendía que me hablara de las tetitas de su sobrina. Le dije que me dejara en paz, que ya no quería hablar más con él. Él me pidió perdón, dijo que quería que fuéramos amigos, que mira lo bien que nos llevábamos y eso que nos acabábamos de conocer. Y añadió que quería enseñarme una cosa. Yo seguía con el paso rápido y la mirada al frente, pero él insistió, me dio unos golpecitos en el brazo y dijo: «Mira, mira». Y miré.

Fueron solo dos segundos pero el shock fue tal que tantos años más tarde aún recuerdo ese episodio de mi infancia como si hubiera ocurrido ayer, y eso que esta es la primera vez que lo escribo. En los días siguientes lo pasé fatal. Me horrorizó pensar que si algún día quería tener hijos tendría que pasar antes por el mal rato de meterme entre las piernas una de esas enormidades que hasta entonces no había visto nunca. Pero eso no fue todo. Me habría guardado el incidente para mí, si no fuera porque mi madre me vio hablar con alguien y cuando llegamos al colegio quiso saber quién era. Ella pensó que se trataba de alguno de los alumnos mayores que iban a COU. Solo sospechó algo malo cuando fue a mi aula y, aunque ya había empezado la clase, la profesora le dijo que no me había visto. Por fin me encontraron encerrada en uno de los lavabos. Mi madre estaba alarmada e insistió en que le dijera quién era ese hombre y qué me había dicho. Yo me puse a llorar. No quise contarle nada porque me invadía la culpa. Demasiado tarde me acordé del mandamiento: «No hablarás con extraños».

Mi madre insistió y por fin se lo conté, pero resultó que no tenía palabra para nombrar a «la cosa». Mis padres no me habían hablado nunca de sexo a pesar de que yo había hecho muchas preguntas (todavía las recuerdo, y también las respuestas). La poca y mala información que tenía la había obtenido de los niños de mi clase; el año anterior la maestra se había negado a darnos la lección sobre reproducción humana porque la sola mención del tema provocaba un estallido de risitas entre los alumnos. Contárselo a mi madre fue un mal trago, pero lo peor aún estaba por llegar. Le pedí por lo que más quisiera que no le dijera ni una palabra a mi padre, muerta de miedo como estaba por el castigo que me caería. Mi madre me prometió que no habría castigo. Pero sí se lo contó a mi padre y su reacción fue muy humillante para mí. Dijo que quería matar al tipo y durante dos o tres días me siguió de cerca en coche por si volvía a aparecer, en cuyo caso, le pegaría una buena paliza. No volvió a aparecer y en casa nunca más se volvió a hablar del tema, pero en mi mente sí se siguió pensando mucho en ello.

La experiencia me sirvió para no decirles nunca jamás a mis hijos que no hablen con extraños. Ellos juzgan quién es un extraño y quién no, a quién abrazar y a quién no, y con cinco y siete años saben ver mucho mejor que yo a los once quién les hace daño y quién les hace bien. Además, tengo la certeza de que si algún día se les acerca algún adulto con proposiciones deshonestas, me lo van a contar, porque no me tienen miedo y porque nunca jamás les he amenazado con castigarles por hacer o no hacer algo que les haya ordenado.

Dos años más tarde, a mis rebeldes trece, tuve otro encuentro con un hombre de inclinaciones sexuales algo sospechosas. Lo conocía de años antes porque frecuentaba el club de tenis al que íbamos toda la familia, pero ese año él y su mujer compraron la casa de al lado de la nuestra y nos tocó la desgracia de tenerlo como vecino. Era un tipo delgado y bajito, que hablaba mucho y tenía una risita idiota. En casa decíamos que era un plasta, sobre todo porque nos venía a visitar cada dos por tres con cualquier excusa. Su mujer ganaba un buen sueldo y lo mantenía a él y a un hijo de pocos años. Él no trabajaba, era amo de casa, algo que en aquella época era muy raro en un hombre y por lo que se le criticaba mucho. A los dos jamás se les veía juntos, casi seguro llevaban vidas separadas y no mantenían relaciones sexuales. En el club siempre se interesaba por las niñas y por lo que hacíamos. Se hacía el simpático y se metía en nuestros juegos y conversaciones. Hoy sé que esta descripción encaja con el perfil del pedófilo, pero que yo sepa, a nuestro amigo solo le gustaban las nínfulas, como al Humbert Humbert de Lolita, así que para ser exactos, el término que lo define es hebéfilo.

A mí me echó el ojo cuando se hizo vecino. Tenía que pasar por delante de su casa cada día, y no había vez que él no saliera al jardín a saludarme y darme coba. Una tarde me insistió en que pasara, quería enseñarme cómo estaba quedando la cocina nueva. Yo no quería entrar porque no me interesaba en absoluto su cocina, pero mis padres eran siempre amables con él y a los trece años yo ya estaba lo bastante adultificada como para acceder, por cortesía, para quedar bien. Me enseñó toda la casa y yo iba diciendo «ajá, ajá, muy bonita» y calculando cuándo sería el momento prudencial para excusarme e irme a casa. Por fin fuimos a la cocina, que contemplamos desde el marco de la puerta. Él se situó detrás de mí y me puso la mano en el trasero. Al principio no estuve segura de que mi sentido del tacto estuviera mandándome el mensaje adecuado porque el tipo iba con sumo cuidado, después de todo, era un timorato. Así que tardé unos segundos en reaccionar. Eso debió de darle confianza,  pero se le evaporó de golpe cuando me giré y le espeté: «¿Qué haces?» con todo el desprecio del que fui capaz. Lo aparté y sentí solo un momento de pánico, hasta que llegué a la puerta principal de la casa y comprobé con gran alivio que no le había echado el cerrojo. Me fui sin despedirme mientras le oía decir: «Bueno, no te enfades, no es para tanto», las mismas palabras que me había dicho el exhibicionista, qué casualidad. Y en las dos ocasiones, esa fue otra de las razones por las que callé, porque mis padres y hermanos me decían que era demasiado sensible, que me lo tomaba todo demasiado a pecho y que no era para tanto.

Así que en casa no dije nada a nadie, y el vecino continuó con sus visitas pesadas. Yo no volví a dirigirle la palabra. Un día le estaba dando la tabarra a mi madre mientras yo miraba la televisión, tumbada en el sofá del salón. En un momento en que ella se fue a buscar algo, se acercó, me dijo que tenía unos pies preciosos e hizo ademán de acariciarme uno. Lo aparté con un gesto felino y una mirada de odio. Cuando mi madre volvió al salón, el desvergonzado soltó su risita tonta y se puso a hablar de cómo son los adolescentes de hoy en día, mira tu hija, qué antipática y qué cara de malas pulgas tiene. No hubo reacción por mi parte, y mi madre sonrió como diciendo, sí, ya se sabe, los jóvenes son así.

Continué sin decir nada, pero cada vez que el tipo se acercaba a mi grupo de amigas, yo me cruzaba de brazos y me negaba a decir una palabra hasta que se fuera. A veces nos costaba horrores deshacernos de él. Un día me puse a despotricar de él a una de mis amigas. Le dije que no me caía bien y que era un pesado y un cerdo asqueroso. Mi amiga me preguntó si me había hecho algo y le conté lo que había intentado. Entonces ella me contó su historia, que por desgracia era mucho peor que la mía. Con ella sí llegó más lejos, aunque siempre se limitó a toqueteos. «¿Pero por qué le dejaste?», exclamé y hasta quise zarandearla. Ella tenía un año más que yo, pero me confesó que había tenido mucho miedo. El tipo se las arregló para arrinconarla en una de las salas de televisión del club, que se podía cerrar con llave por dentro. Ella pensó que si le dejaba hacer lo que fuera, él acabaría antes y la dejaría en paz sin hacerle daño. Y en efecto, así fue.

Mi amiga me pidió que no se lo contara a nadie, ella solo me lo contó a mí. Por lealtad, nunca dije nada, aunque oí rumores de que el tipo había abusado de otras niñas. Pensé entonces que el anonimato de mi amiga quedaría a salvo e intenté hablar con mi madre. Le dije que «nuestro amigo» andaba por ahí metiendo mano a las niñas. Recuerdo haber usado exactamente esa expresión, «meter mano». Mi madre no me oyó o no me prestó atención porque quizás en esos momentos andaría ocupada con otra cosa. Y yo no insistí porque sentí algo inesperado: vergüenza. A esas alturas todavía existía ese tabú entre nosotras que ella heredó de sus padres y me pasó a mí. Al menos tengo la suerte de que ya hace muchos años que no está, desde que soy adulta, y ya sí puedo hablar con ella de cualquier cosa, incluido el sexo. Para una gran cantidad de mis amigos sigue siendo tema prohibido de conversación con sus padres, y eso que ya somos más que mayorcitos.

Mis padres actuaron de esa manera porque así es como se hacía en muchas familias en aquella época, que era la de la transición española. Pero tengo testimonios de primera mano de historias muy similares a la mía y la de mi amiga, de la misma época, en Estados Unidos y Australia, los dos países aparte de España en los que he vivido durante más tiempo. En un caso, la madre de una chica de mi edad me contó cómo su hija había intentado contarle que un niño del colegio la había violado. Por pudor, la chica dijo que le había pasado a una amiga, no a ella misma, y la madre no sospechó nada hasta que muchos años más tarde su hija le echó en cara que no se diera cuenta de que le había pasado a ella. Así que imagino que la falta de educación sexual por parte de los padres en la gente de mi generación estaba bastante extendida en todo el mundo. Lo que me sorprende es que algunos padres y madres de las generaciones que han venido después insistan en tratar el tema del sexo como algo vergonzoso. Conozco incluso a padres más jóvenes que yo que les niegan información sexual a sus hijos porque creen que eso les protege.

Aunque entiendo ese pudor de los padres a la hora de hablar de sexo con sus hijos, yo no solo no lo comparto sino que creo que es otra gran equivocación. El ocultarles información sexual, sobre todo cuando la piden, no les protege, sino que los hace más débiles y susceptibles a los abusos y más propensos también a ocultar información. Una amiga me contó hace tiempo que su hijo de tres o cuatro años encontró el preservativo usado que ella y su marido habían olvidado de tirar a la basura. El niño le preguntó qué era, y ella, muerta de vergüenza, se inventó una historia apropiada para su edad. Yo le dije que no veía por qué no le podía haber respondido: «Es un preservativo que papá se pone en el pene cuando hacemos el amor para que yo no me quede embarazada. No queremos tener más hijos porque ya somos muy felices contigo y con tu hermana». La verdad. Sin eufemismos ni tonterías. Lo más seguro es que el niño se habría quedado satisfecho con eso, pero en caso de que hiciera más preguntas, esa habría sido una oportunidad de oro para satisfacer su curiosidad, de manera natural y sincera. No sé si su hijo todavía no ha recibido educación sexual directamente de su madre, pero a juzgar por esa primera oportunidad perdida, yo diría que como mínimo a mi amiga es algo que le costará un gran esfuerzo hacer con naturalidad. Los niños notan ese pudor en los padres y lo hacen suyo. Es una lástima, porque si el tema de la sexualidad se trata de manera abierta desde que son pequeños, se pueden ahorrar muchos problemas después.

Mis hijos saben, desde que me preguntaron a los tres o cuatro años, cómo se hacen los bebés. Además, han visto cómo lo hacen algunos animales. Les parece algo natural y nunca se han tapado la boca para ahogar risitas cuando hablamos del tema. También saben que es algo que solo hacen los adultos. Aun así, nunca les he hablado de posibles hombres malos que les acechan por las calles. Tampoco les he dicho que si vamos a Japón podríamos morir en un terremoto, o que si salimos a la calle podría atropellarnos un coche, o que si se suben a un árbol podrían caerse y matarse, o que si se acercan tanto a la piscina sin flotador podrían caerse y ahogarse... Es mi trabajo estar alerta cerca de la piscina sin meterles miedo a ellos y es mi trabajo asegurar una buena comunicación con ellos, para que, en caso de que alguien intente molestarlos, me lo cuenten sin miedo ni vergüenza.

Al vecino plasta nunca lo denunció nadie, que yo sepa. La verdad es que daba un poco de pena. Ese es otro problema con los pedófilos, que muchos niños callan porque en su cabeza encuentran maneras de justificar el comportamiento del agresor, o ver su lado bueno y hacer balance. A mi amiga no se cómo le fue en la vida, imagino que «normal». Hace muchos años que perdimos el contacto. La última vez que la vi fue porque nos encontramos por casualidad, y fuimos a tomar algo juntas. Yo tenía veintiún años y ella veintidós. La encontré feliz y sonriente, como siempre había sido, con trabajo y novio desde hacía tres años. Con él había perdido la virginidad pocos meses antes, después de que el pobre, desesperado, le pusiera un ultimátum. Me sorprendió que hubiera esperado hasta los veintidós años para dar ese paso —no era religiosa— pero no se me ocurrió preguntarle si el episodio con el amigo plasta había tenido algo que ver. Tampoco sé qué otros hechos de su infancia pudieron influir. Me dijo que había esperado tanto porque el sexo la aterraba.

Algunas personas que fueron víctimas de pedófilos deciden contarlo e incluso denunciar a su agresor para evitar que siga haciendo daño y ayudar a otras posibles víctimas. Pero lo hacen solo muchos años después, ya de adultos. Por fortuna, yo no tengo nada más que contar al respecto, pero lo he hecho también con la esperanza de que le sirva a alguien: a los padres y madres que, como yo, hoy tienen niños pequeños. Creo que la buena comunicación con nuestros hijos es más efectiva que la sobreprotección, que de hecho es dañina. Y para que nuestros hijos sigan comunicándose con nosotros de manera activa en sus años adolescentes tenemos que hacer un esfuerzo por escucharles y dejar de lado el paternalismo, los castigos, los sobornos... en fin, la falta de respeto en la que caemos tan fácilmente.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Los peligros de la obediencia

Los que me conocen un poco sabrán que entre ser obediente o consciente, yo me decanto por lo segundo. Detesto seguir órdenes y por eso he huído toda la vida de personas controladoras y autoritarias, por eso trabajo para mí misma a riesgo de tener menos seguridad financiera y por eso no envío a mis hijos al colegio. Allí los enseñan a pasar por el tubo, y si a mí no me gusta que me hagan eso, ¿cómo voy a hacer que se lo hagan a las dos personitas que más quiero en el mundo? Eso de no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti es una de mis máximas. Así que tampoco me gusta mandar. Vive y deja vivir, esa es otra máxima. Yo solo cuento lo que hago y lo que pienso, por si a alguien le interesa. Pero resulta que hay gente a la que le gusta mandar, pero que no le manden. Seguro que todos conocemos a muchos de esos. Y luego hay otros a los que no les importa seguir órdenes, sin consultarlo mucho con su conciencia. Apostaría a que la gran mayoría de gente diría, no, yo no soy así, a mí tampoco me gusta obedecer.
Pues no, parece ser que la mayoría de los adultos son obedientes. Para mucha gente eso es una buena noticia, porque la obediencia está muy valorada, y no es de extrañar: con un colectivo obediente se consigue orden y progreso. Con ese fin se originó el sistema educativo prusiano a finales del siglo xviii, del cual todavía se conserva la estructura, con tests estandarizados, un sistema de premios y castigos, etc. Aunque en algunos casos se admire la rebeldía, la originalidad o la diferencia, la mayoría de adultos también prefiere que los niños sean dóciles, que sigan las normas, que trabajen, que no den problemas… Yo cuando veo un niño así, tan buenecito, tan conformista, me pregunto: ¿es así porque sí, porque es parte de su esencia? o ¿es así porque en sus pocos años el sistema ya ha conseguido moldearlo?
Es una de esas preguntas eternas que se hacen los psicólogos, psiquiatras, sociólogos, filósofos y también alguna gente como yo: ¿somos o nos hacen? ¿Naturaleza o cultura, y cuál de las dos tiene más fuerza?
De que se nos educa para obedecer a la autoridad no hay duda, y hoy en día la autoridad científica es tan poderosa como la religiosa. Pero hay gente más obediente que otra, más conformista. ¿Por qué son así?, ¿porque han tenido menos libertad de elección, menos opciones? No lo sé, pero lo cierto es que hay más obedientes que díscolos, y a mí eso me preocupa. Yo creo que hay que educar para pensar, no para obedecer «a los que saben más», pero estamos aún muy lejos de que eso suceda.

En 1961, un psicólogo estadounidense, Stanley Milgram, inició una serie de experimentos que se hicieron muy famosos, en parte porque se realizaron muchas veces más en las décadas siguientes y siempre con resultados similares, sin importar el país, la época, o el estamento social, nivel de educación y sexo de los participantes. Estos eran voluntarios a los que se les hizo creer que el estudio era para medir la efectividad del castigo en el aprendizaje. Según esto, los participantes, que hacían de maestros, castigaban a los alumnos con descargas eléctricas que iban en aumento cada vez que no respondían a unas preguntas de memoria correctamente. En realidad el objetivo de Milgram era otro: determinar cuánto dolor eran capaces de causar los participantes solo porque se lo pedían para un experimento científico. Las descargas eran ficticias y los alumnos eran actores a los que los participantes (los verdaderos sujetos del estudio) acababan de conocer. Milgram asoció el experimento al Holocausto, después del reciente juicio y condena a muerte de Adolf Eichmann, que en su defensa declaró que «solo seguía órdenes», es decir, cumplía con su deber. Después se argumentó que los experimentos de Milgram no recreaban fielmente las circunstancias del Holocausto, así que no sirven para determinar por qué tantos millones de personas fueron capaces de infligir tanto dolor a otros. Pero el principal descubrimiento del experimento, como escribió el propio Milgram, fue «la extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad». Antes de realizar la primera prueba, Milgram hizo una encuesta entre sus estudiantes de psicología y colegas psiquiatras, psicólogos y profesores, y todos opinaron que solo una minoría de sádicos llevaría a cabo el experimento. El resultado fue apabullante: el 65% administró la descarga eléctrica máxima de 450 voltios, a pesar de que con cada descarga el actor-alumno gritó y rogó que no siguiera. Aquí dejo un vídeo que explica los detalles.



El experimento de Milgram resultó muy controvertido y se llegó a decir que no era ético y había tenido consecuencias traumáticas para los participantes, aunque la mayoría de ellos expresaron que se alegraban de haber participado y haber sido conscientes así de su naturaleza humana.
Imagino que mucha gente pensará «yo no lo haría», pero claro que lo harían y lo siguen haciendo. No hace falta hacer más experimentos porque la vida misma lo demuestra cada día.
Voy a poner solo un ejemplo de cómo el ciudadano medio, en su mayoría, obedece antes a la autoridad, en este caso científica, que a su conciencia. Es un caso que a mí me afectó mucho, como ya saben los que me conocen, porque las víctimas fueron y continúan siendo el colectivo humano más vulnerable y al que más aprecio, admiración y apego le tengo: los niños.

Era más o menos el año 2003 cuando oí hablar por primera vez del famoso método que miles de padres estaban siguiendo en España para ayudar a sus hijos a dormir. Un neurólogo y fisiólogo catalán, Eduard Estivill, le puso su nombre, aunque no fue él quien lo inventó; por desgracia hace décadas que se practica en el resto del mundo occidental y es muy popular, aunque también tiene muchos detractores. El gobierno australiano hace años que lo desaconseja porque cree que pone en peligro la salud emocional del niño.
A mí, ver el libro Duérmete niño en la lista de los más vendidos —llegó a más de tres millones y se tradujo a veintidós idiomas— me horrorizó hasta un punto que no soy capaz de describir. Dejar a un bebé llorar durante periodos de tiempo controlados, reconfortarle con la voz sin abrazarle, abandonarle de nuevo para que se duerma solo en su cuna, limpiar su vómito sin alarmarse ni prestar atención a esta forma de «chantaje emocional» (en realidad el vómito es síntoma de un alto nivel de cortisol, la hormona del estrés) constituyen actos de maltrato psicológico. No podía creer que esto estuviera pasando en el siglo xxi y tan abiertamente; el doctor no paraba de salir en televisión y conceder entrevistas. Sobre todo, no me cabía en la cabeza que tantos padres y madres se negaran a dar cariño a sus hijos, ignorando su propia conciencia,  y obedecieran a un doctor porque sí, porque él decía que eso era lo que tenían que hacer, por su bien y por el del niño. Así mismo se lo dije a una amiga, pero ella me respondió como todos los padres desesperados porque sus bebés los despiertan por la noche: «Tú no tienes hijos, no sabes lo que es no poder dormir por culpa del niño y tener que ir a trabajar al día siguiente. El doctor dice que el método no perjudica al bebé, al contrario, y además, funciona». El dato a destacar es que, el doctor, que es el experto, asegura que esa crueldad no es perjudicial a largo plazo; los padres y el niño lo pasan mal mientras implementan el método, pero una vez conseguido, ya está, todos dormirán bien y serán felices. En otras palabras: el fin justifica los medios.
En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes que el alumno no sufriría ningún daño a largo plazo, por mucho que llorara y gritara a consecuencia de cada descarga eléctrica.
Cada vez que iba de visita a España se me revolvían las tripas por este tema, pero pensé que igual los padres tenían razón. Yo no estaba en su situación, no sabía qué suponía ser madre y no dormir por las noches. Hasta que lo supe, en 2006, y acabé de convencerme de lo inhumano del método. Entonces estuve segura de que pasará a la historia como un grave error, como cuando la compañía farmacéutica alemana Bayer promocionó la heroína para curar los catarros de los niños a principios del siglo pasado.
Por suerte, otro pediatra catalán, Carlos González, se hizo también famoso con su libro Bésame mucho. Descubrir que un experto esté de acuerdo con mi filosofía fue como encontrar una mina de oro. Lo mejor era que al menos ahora los padres podían ver las dos caras de la misma moneda y decidir a quién hacer caso. En defensa de Carlos González, al que admiro mucho, tengo que decir que él aboga por la intuición. Ahí es donde radica gran parte del problema, que desde pequeños se nos educa para obedecer y no para ser conscientes, seguir nuestra propia intuición, cometer nuestros propios errores y aprender de ellos. Si fuera de otra manera no serían tan necesarios y populares los libros de autoayuda.
He leído en algún blog que Estivill se retractó hace un año más o menos y ahora resulta que su famoso método ya no es tan bueno, aunque no sé qué hay de cierto en ello. En cualquier caso, yo le perdono, después de todo, es humano como todos y creo que se equivocó. Los padres que siguieron el método quedan absueltos de todo pecado, claro, ellos no tuvieron la culpa, ¡solo seguían las órdenes del médico! Pero el doctor solo les dijo que tenían que continuar, cada noche, no desistir, y se lo dijo amablemente, sin levantar la voz ni insultar, claro, porque lo hizo a través de un libro. En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes (solo cuatro veces) que tenían que continuar, siempre sin levantarles la voz ni amenazarles.
            Eso es lo alarmante de verdad, como escribió Milgram en 1974: «La gente ordinaria, que simplemente hace su trabajo y sin hostilidad particular por su parte, puede llegar a ser agente activo en un proceso destructivo terrible. Incluso cuando los efectos destructivos de su trabajo son patentes y se les pide que lleven a cabo acciones incompatibles con sus estándares fundamentales de moralidad, poca gente tiene los recursos necesarios para resistir a la autoridad».

jueves, 15 de agosto de 2013

Fomentar la lectura es fácil

El otro día mi amigo César me hablaba de una «idea nueva» para fomentar la lectura que han tenido en una escuela de su barrio. Se trata de animar a los alumnos a leer mediante una competición. A lo largo del semestre, quien haya leído más libros recibirá un premio. La iniciativa estaba teniendo gran éxito porque ¿a quién no le gusta ser el número uno y ganar un premio, aunque sea leyendo? Me contó César que la bibliotecaria del colegio ayudaba a algunos de los participantes buscándoles libros más cortos para que así pudieran leer más.
Cuando yo iba al colegio no existían estos retos. Ahora, en Australia, sí los hay, pero son personales, no para competir contra otros, y normalmente los organizan las bibliotecas. Yo me he apuntado a algunos, pero no me acaban de convencer y ya hace muchos años que si un libro no me atrapa desde el principio, no pierdo tiempo con él. Si alguna vez alguien me ha mirado con ojos como platos y ha exclamado: «¡Que no te has leído este libroooo?» como si fuera idiota, no tengo reparo en responder que no. Confieso que no suele pasarme con los libros (con las películas sí); la cuestión es que leo lo que quiero, no lo que hay que leer para dar la imagen de persona culta o intelectual. Por ejemplo, no leo el periódico, en gran parte porque no me creo casi nada; demasiadas veces la prensa me ha demostrado que no lo cuenta tal como ocurrió. Y por eso tampoco soy aficionada a seguir listas del tipo: «1001 libros que hay que leer antes de morir».
Una vez me apunté a un reto organizado por un grupo de bookcrossers que se proponía leer veinticinco, cincuenta o cien libros en un año. El reto era personal así que cada uno se ponía su propio límite. El mío era de cincuenta libros, y terminé leyendo cincuenta y dos, o sea uno por semana. Nunca más he vuelto a hacerlo porque el resultado no fue del todo satisfactorio. Muchos libros no los disfruté pero escogí leerlos porque eran cortos y pude terminarlos en un par de días. De una sorprendente gran cantidad me olvidé hasta el punto de que semanas más tarde de haberlos leído no recordaba absolutamente nada de ellos, ni siquiera el título o el autor. Al final resultó que había invertido muchas horas en leer algo que no me sirvió para nada porque estaba más interesada en superar el reto que en las lecturas en sí.
Por eso le dije a César que la «novedosa idea» de esa escuela no me parecía tan buena. La verdad es que me enternece ver que hay gente que sigue pensando en maneras de hacer que los más pequeños lean para que el día de mañana sigan siendo lectores, pero no deja de sorprenderme cómo se complican la vida en los colegios para alcanzar ese fin. A veces incluso consiguen todo lo contrario.
La lectura es un placer y por tanto no debería ser obligatoria. Si el tiempo que se emplea en los colegios enseñando a los niños a leer y escribir las letras correctamente se dedicara a contarles más historias, de mayores todos leerían. A todos los niños les encanta que les lean. A todos, sin excepción. El placer de contarse historias unos a otros es inherente al ser humano. Yo lo he comprobado muchas veces, y cada vez se me ponen los pelos de punta; es algo mágico. Me siento en el área infantil de la biblioteca pública y me pongo a leer un cuento. A menudo lo hago para mis hijos, pero como en las bibliotecas australianas no se impone el silencio sepulcral que sí hay que respetar en las bibliotecas españolas (o al menos las catalanas), lo hago lo suficientemente alto para que otros niños me oigan. Y entonces ocurre el milagro: en pocos minutos tengo a un corro de niños alrededor, escuchándome y mirando las ilustraciones. Algunos estaban jugando con la tableta o haciendo puzles, pero en cuanto empiezan a oír una historia que parece interesante, lo dejan todo. Además, exagero las voces, le echo realismo (para eso y para chapurrear idiomas no tengo vergüenza). Algunas madres me miran con esa mezcla de admiración y recelo que recibo tan a menudo. ¿Qué hace esta loca?, piensan. Pues hago lo que deberían hacer en los colegios: fomentar el amor por la lectura. Pero no soy la única; he visto a algún otro padre y madre hacerlo. Y también hay sesiones organizadas, el primer y tercer martes de cada mes, en las que una de las bibliotecarias lee cuentos, pero solo para los más pequeños, los que todavía no van al colegio ni saben leer. 

Yo supongo que aprendí a leer a los cuatro o cinco años. Y lo odiaba. No me gustaba porque en el colegio me obligaban a leer unos libros que no me interesaban en absoluto. Y no tengo el recuerdo de que nadie se sentara conmigo y me leyera jamás. En clase nos hacían leer uno por uno y en voz alta para corregirnos. Pero tuve mucha suerte, porque a los ocho años mi tía me regaló un cómic y a partir de ahí me enganché a la lectura. Como toda la gente de mi generación que conozco, leí tebeos y libros de aventuras al margen de lo que imponía el colegio. Y fueron esos los que me iniciaron en el camino para convertirme en una persona culta, con ganas de explorar el mundo y con pensamiento crítico. Mi amiga Rosa me decía el otro día que en su caso no es así; a ella nadie le regaló un cómic, ella lee gracias al colegio. No lo podía creer, era el primer caso que me encontraba y le pedí que me lo explicara.
—Empecé a leer porque en el colegio había una biblioteca y tengo el recuerdo de ir allí un día y coger al azar un libro de Los cinco. Lo empecé y… no podía parar. Desde entonces leo.
Ah, pero eso no fue porque en clase le dijeran: «Tienes que leer Los cinco». No, porque en el colegio no nos hacían leer ese tipo de libros. No sé qué leíamos. Yo no recuerdo nada y cuando mi madre me enseña los libros encuadernados de mis dibujos y trabajos —escritos sobre cultura catalana, música y las estaciones del año, que copiaba de la pizarra— tengo que preguntarle si está segura de que eso lo hice yo. En cambio, sí recuerdo los tebeos que nos pasábamos por debajo de los pupitres y leíamos a hurtadillas y sobre todo, lo mucho que disfrutaba con ellos. Y también leí todos los libros de Los cinco y Los Hollyster, que me compraban mi madre y mi tía.  Mi madre me cuenta que ella se aficionó a la lectura a los siete años, en misa, porque se aburría.
Todos mis amigos lectores tienen historias parecidas. En los años de instituto e incluso en la facultad, nos pasábamos el curso haciendo ver que leíamos las lecturas obligatorias —buscando resúmenes o haciendo que alguien que sí las había leído nos las contara— y nos congratulábamos unos a otros si conseguíamos pasar un examen de comentario de texto sin haber leído el libro. Cuando llegaba el verano, por fin, podíamos leer lo que se nos antojara, y disfrutarlo. Tengo un recuerdo especialmente entrañable del verano en el que leí El amor en los tiempos del cólera. Tenía diecisiete años y hacía un calor espantoso. Cuando en casa todos se tumbaban a echar una siesta, yo leía. Otra lectura que me enganchó de principio a fin fue La regenta de Clarín. No era obligada en el instituto porque era demasiado larga, así que para el examen solo teníamos que saber de qué iba y a qué época pertenecía. Precisamente por no tener que leerla, sentí curiosidad. La encontré en la biblioteca de mi madre, empecé a leer y ya no pude parar. Eso me pasó con casi todos los libros que tenía mi madre. Me gustaban todos, menos los que era obligado leer.
Siempre me he sentido muy afortunada por haber descubierto el amor a los libros de pequeña y haber leído tanto. Conozco a gente que no lee porque quizás nadie le regaló un tebeo o un libro de aventuras cuando estaban en edad escolar, pero más a menudo es porque el colegio ya había conseguido que aborrecieran la lectura hasta el punto de no querer tocar un libro en la vida.
De mi sobrina Mar, de diez años, me dicen que «no le gusta mucho leer», pero cuando está conmigo sí que lee: lo hacemos los cuatro juntos tumbados en la cama, en voz alta, a veces lee ella y a veces leo yo; mis hijos solo escuchan porque dicen que no saben leer. Leemos cómics o cuentos que les interesen a los tres. Hace unos días Mar me dijo que no lee lo que dan en el colegio porque «es aburrido»; en cambio El diari d’una penjada (en castellano Diario de Nikki) se lo terminó en dos días.
Mis hijos no leen, al menos no de manera convencional. No me siento con ellos y les hago leer, mientras yo escucho atentamente y corrijo su pronunciación. No les enseño las letras ni les hago leer carteles para cerciorarme de que lo hacen bien. No les hago escribir para que practiquen (Dave ya lo hace, empezó sin que yo le dijera que tiene que hacerlo). Lo único que hago es leerles, como hago a veces para otros niños en la biblioteca pública. Y cuando me preguntan «¿qué pone aquí?», que es muy a menudo, se lo digo. Soy su lectora ambulante y siempre dispuesta. Hay quien no está muy convencido de mi método y se preocupa de que mis hijos ¡a su edad! todavía no lean, pero estoy convencida de que ellos tienen más posibilidades de ser buenos lectores adultos que miles de niños que ya saben leer a los cinco años pero que no tienen a nadie que lea con ellos; ¿para qué?, si ya saben. Mis hijos entienden que la lectura no tiene por qué ser siempre un acto solitario y silencioso. Alex aún a veces me mira extrañado si me ve con un libro entre las manos y no estoy «haciendo nada con él». Me dice: «¿No has dicho que ibas a leer? ¡Pues no estás diciendo nada!».
Y si alguien se pregunta por qué estoy tan segura de que tendré éxito en esta particular empresa, es porque ya logré, y sin siquiera proponérmelo, que adultos que no leían se aficionaran a la lectura, y eso es mucho más difícil que hacer que los niños lean.
Un caso es el de un amigo guatemalteco que hice en los años que viví en Estados Unidos. Pasábamos muchos ratos juntos, pero a veces no teníamos nada de que hablar. A veces yo leía y él… no hacía nada. O me miraba, hasta que un día me dijo:
—Tú siempre estás leyendo. ¿Sabes?, yo no he leído nunca un libro.
No me extrañó porque ya me había dado cuenta de que era casi analfabeto. Apenas sabía escribir, y por eso durante muchos años se negó a enviarme cartas o correos electrónicos. Sin embargo, es una de las personas más empáticas y emocionalmente inteligentes que he conocido en mi vida. Tampoco era la primera persona que me confesaba que no ha leído jamás un libro, aunque eso es muy improbable, así que le respondí:
—No puede ser que no hayas leído ni un solo libro o cuento… o algo. Hay algunos que se leen muy rápido, por ejemplo este.
Tomé uno que acababa de salir publicado y yo había leído en mi vuelo reciente de Barcelona a Boston, y se lo di.
Del amor y otros demonios —leyó mi amigo, lo abrió y empezó a leer. Al despedirnos, me lo pidió prestado.
Durante varios días no lo vi ni supe nada de él. Cuando reapareció, le brillaban los ojos. La novela le había cautivado hasta el punto de querer leerla por segunda vez. Me preguntó:
—¿Ha escrito algo más este hombre?
Y así fue como empezó a leer. Otro amigo que me visitó más tarde me confesó que él tampoco leía mucho. Cuando estaba conmigo sí lo hacía y no podía explicarse por qué: al verme a mí siempre con un libro, también le entraban ganas. Los niños que ven leer a sus padres también tienen más posibilidades de ser lectores que los hijos de padres que no leen.
Pero el caso del que me siento más orgullosa es el de mi hermano, que llegó a los treinta años diciendo también que él no se había leído un libro en su vida. A esa edad lo operaron y estuvo varios días postrado en el hospital sin apenas poder moverse. Se me ocurrió que para hacerle pasar las horas de aburrimiento podía regalarle un libro, pero si regalas un libro a alguien que no lee tiene que ser sobre algo que de veras le apasione, y a mi hermano lo que le apasiona es el mar. Me puse a buscar en la sección de literatura oceánica del Fnac y encontré Miedo a la oscuridad de Albert Bargués.
Para mi hermano ese fue el golpe de suerte que yo recibí a los ocho años. Lo leyó y le gustó tanto que lo leyó otra vez, y luego otra. Le compré otro libro sobre la misma temática y a partir de ahí se puso a leer uno tras otro. Han pasado trece años y mi hermano ya no lee solo sobre veleros y navegantes solitarios sino que lee de todo, aunque ahora mismo tiene predilección por la novela histórica. Y es una persona culta después de haber arrastrado durante años el estigma de inculto y de «no llegarás a nada en la vida porque no estudias» que le hicieron creer en la escuela.
            El aprendizaje solo es efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender. Aun así, sigo oyendo con demasiada frecuencia a gente que dice que sí, que sí, pero hay cosas que tienen que aprender. Insisto: solo las aprenderán si les interesan, si no, las olvidarán. Los colegios siguen siendo guarderías bastante prácticas, pero no son el mejor lugar para fomentar el amor a la lectura (ni siquiera a las matemáticas, ¡pero eso ya es otro tema!). Esa labor siguen teniéndola los padres, tíos, abuelos y profesores que se salgan del currículum y que se tomen el tiempo para leer con ellos y para ellos por puro placer.

domingo, 14 de julio de 2013

Viajar en solitario y presentación de HACIA TIERRA AUSTRAL

Hace tiempo que no viajo completamente sola y la verdad es que no lo echo de menos. Mis circunstancias han cambiado mucho en los últimos años. Ahora tengo hijos y viajo, casi siempre, con ellos. Viajar con niños es muy interesante, tanto por lo que veo que ellos sacan de la experiencia como por la reacción y percepción que tiene de nosotros la gente de los diferentes países y culturas con la que nos relacionamos.

Es fascinante comprobar lo influyentes que pueden ser las personas que te acompañan en un viaje y lo diferente que este resultaría si lo hicieras en solitario. Yo puedo decir que en cuanto a la compañía se refiere, he viajado de casi todas las maneras posibles: en grupo, con una amiga, en pareja, con niños y sola. Todas tienen sus ventajas y su momento y circunstancias adecuadas, y en mayor o menor medida he disfrutado siempre de cada una de las personas que me han acompañado en mis viajes. Pero la mejor de las maneras para mí es sin duda sola, y la segunda mejor, en pareja.

Solo una vez he viajado en grupo organizado. Cuando Brad y yo nos casamos ninguno de los dos teníamos trabajo fijo ni casa ni una idea clara de dónde íbamos a vivir. Con tales perspectivas, nuestros amigos y familiares nos regalaron lo que seguramente nos ayudaría más y no abultara mucho en nuestro equipaje: dinero. Pero en vez de guardarlo, decidimos que lo más sensato sería gastarlo en un viaje, y fue así como disfrutamos de una espontánea luna de miel en Egipto.

Al hacer la reserva me aseguré de poner en el apartado de observaciones cuál era el motivo de nuestro viaje. Sabía por la experiencia de haber trabajado en una compañía aérea que en la industria del turismo también triunfa el romanticismo, igual que en las películas y en literatura. Y en efecto, al facturar, la diligente empleada de la compañía aérea nos informó de nuestro upgrading a primera clase, de la que gozamos completamente solos mientras que el resto de pasajeros del avión se hacinaba en la clase turista. Al llegar a El Cairo nos separaron del resto del grupo para hospedarnos en un hotel de cinco estrellas, mientras que los otros se quedaban en el de cuatro.

Egipto nos impresionó muchísimo a los dos pero la experiencia de viajar en grupo organizado fue demasiado para nosotros, nada acostumbrados a acatar las órdenes de un guía. Aun así, yo me alegré mucho de haberlo hecho, para saber de primera mano lo que es.

La anécdota más curiosa de ese viaje ocurrió el día que fuimos a visitar las pirámides de Giza. Estábamos en pleno mes de agosto y había tantos españoles que si no fuera por el paisaje hubiéramos jurado que seguíamos en España. Yo iba con los ojos y los oídos bien abiertos, convencida de que en cualquier momento me toparía con alguien conocido.

—Estas cosas siempre pasan —le aseguré a Brad—, solo me pregunto quién de mis conocidos está también aquí en este preciso momento.

En el interior de la pirámide el calor era sofocante y apenas había aire para respirar. De repente todas esas voces que hablaban español se callaron y avanzamos lentamente en la penumbra uno detrás de otro, sudando a chorros. Ahora ya solo se distinguía una voz, con un acento que Brad reconoció.

—Me consuela saber que no soy el único australiano aquí capaz de soltar veinte tonterías por minuto —dijo en un tono de voz lo suficientemente alto para que el otro le oyera.

El aludido le contestó con la campechanía habitual de los australianos aunque no se conozcan de nada, y se pusieron a conversar por encima de las cabezas de los españoles silenciosos, abatidos por el calor. De nuevo bajo la luz de los implacables rayos del sol y después de media hora ya de cháchara, se vieron por fin las caras y dijeron eso de «yo a ti te conozco de algo». Enseguida establecieron que ambos provenían no solo de la misma ciudad de la lejanísima Australia, sino también del mismísimo barrio. Habían pasado casi quince años desde que ambos trabajaran en el mismo hipermercado para ganar su primer sueldo de adolescentes. Nunca más se habían vuelto a encontrar, pero ahora sí lo hacían, nada más y nada menos que en el interior de la pirámide de Keops. Qué casualidades tiene la vida… y yo muerta de envidia, porque en todo el viaje a Egipto continuamos inmersos en un mar de españoles y catalanes, pero nadie a quien yo conociera, ni siquiera algún famosillo. De australianos no volvimos a ver ni oír a ninguno más.

Durante el viaje a Egipto aprendí que, como en Marruecos, allí viajar con un hombre no era garantía de protección contra los otros. En ambos países, en cuanto mi compañero se daba la vuelta, el acercamiento sexual por parte de otros era tan intenso y descarado que se me hacía insoportable. A Marruecos había viajado años antes con César, con el que me une ya casi treinta años de una fuerte amistad, pero nada más. En aquella ocasión fingimos ser pareja, y al principio César se divertía negociando la venta de su esposa a cambio de una buena suma de camellos, pero pasados unos días la insistencia de algunos marroquíes se nos hizo tan cansina que ya no hacía gracia.

En gran parte por eso, la primera vez que decidí viajar durante meses y sola, escogí Asia y preferentemente países con religiones budistas. Por un lado, me atraían los países en los que una mujer sola pueda sentirse segura, porque llamar la atención del sexo opuesto con fines románticos o sexuales era lo último que deseaba. Y por otro, sabía que viajando sola tendría más posibilidades de conocer a gente nueva y sacar el máximo partido de mi viaje.

En efecto, viajar en solitario significa hacerlo con más intensidad. Todo el tiempo que no inviertes en ponerte de acuerdo con tu pareja, lo empleas en hacer algo que quieres tú y nadie más que tú. Y aun así, nunca estás sola, porque el mundo que te rodea está más dispuesto a aceptarte cuando no te acompaña nadie. Es algo muy curioso que le pasa a todo el mundo, hombres y mujeres, aunque somos minoría los que lo hemos experimentado porque somos pocos los que nos atrevemos a dar el paso. Pero es así: si estás emparejado el mundo no se preocupa por ti, ya tienes a alguien que te quiere. En cambio, si no tienes compañía el mundo quiere arroparte, asegurarse de que estás bien, y eso, cuando viajas, se traduce en la posibilidad de conocer a mucha gente. Y si conoces a gente nueva cada día tienes más probabilidades de encontrar a alguien muy diferente, interesante, admirable; de quien puedas aprender, que te marque, que te inspire o que te enamore. Si te fascina la especie humana, como a mí, viajar en solitario es lo mejor para conocerla en el marco de sus diferentes culturas.

Aunque entiendo a las personas que tienen miedo a viajar solas, no puedo evitar sentir algo de compasión por ellas, porque de verdad, no saben lo que se pierden. Conozco a algunas que han sentido ese temor, pero lo han querido superar y se han lanzado a hacer un viajecito en solitario. El inconveniente de eso es que es una experiencia tan enriquecedora que puede ser adictiva. Eso fue lo que me pasó a mí después de mi Amanecer en el Sudeste Asiático, que a las pocas semanas de regresar, ya estaba pensando en volver a marcharme.

Los que me conocen y los que hayan leído mi primer libro de viajes sabrán que a Brad lo conocí dos semanas antes de volver, en una pequeña isla de Indonesia a la que fui a descansar, pensando que estaría desierta… Quién me iba a decir a mí que durante los meses siguientes, mientras escribía y revivía mi aventura, y volvía a pensar en África como próximo destino, encontraría también un hueco para el amor, que al final haría dirigir mis pasos una vez más hacia el este, pero esta vez mucho más allá, hacia tierra austral.

Tengo que confesar que al enamorarme tuve miedo de perder mi libertad y posibilidades de viajar extensamente y en solitario. Estaba preparada para amar, pero también quería seguir viajando sola, algo que en principio parecía incompatible. Pero enseguida encontré la solución: acepté ir a vivir a Australia con Brad durante seis meses iniciales, pero no iría en avión, sino por tierra y cuando esta se terminara, por mar.

Y así fue como una tarde de agosto me dirigí a la estación de Sants de Barcelona y compré un primer billete de tren a Cerbère y cuatro meses más tarde llegué a la estación de Perth. Resultado de ese viaje es mi nuevo libro Hacia tierra austral. Un viaje en tren de Barcelona a Perth, que saldrá publicado en Amazon y La Casa del libro muy pronto. Aquí os dejo la portada y la sinopsis. El final ya lo he contado: me casé con él y nos fuimos de luna de miel a Egipto. Si aun así hay alguien que lo quiera leer, se puede inscribir aquí para recibir el aviso de su publicación. Durante la primera semana el ebook tendrá un precio especial de €0,98. Aprovecho para comunicar que Amanecer en el Sudeste Asiático está de oferta durante esta semana también por €0,98.


Tras un emocionante viaje de siete meses por Asia, Carmen Grau regresó a su Barcelona natal, donde se entregó a la tarea de plasmar aquella aventura en el que sería su primer libro de viajes Amanecer en el Sudeste Asiático.

Un año más tarde volvió a echarse la mochila a la espalda. Esta vez el objetivo era Australia, donde la esperaba Brad, el hombre del que se había enamorado y a quien había conocido en Asu, una isla de Sumatra, tan minúscula que ni siquiera aparece en los mapas.

En una odisea de más de 20.000 kilómetros, Carmen atravesó Europa —deteniéndose en Francia, Alemania, Austria, Eslovaquia y Polonia—, Rusia, China, Laos, Tailandia y Australia hasta llegar a Perth, usando el tren como medio de transporte predilecto, en especial el legendario transiberiano y el Indian-Pacific, que cruza Australia de Sídney a Perth.

Durante su periplo, Carmen se interesó por la gente, la cultura e historia y la gastronomía de los países por los que pasaba. Todo apuntaba hacia un largo viaje de seis meses en solitario, hasta que llegó el fatídico 11 de septiembre. Los atentados terroristas que conmocionaron al mundo la sorprendieron en Siberia. A pocos días de reunirse en Pekín, Carmen y Brad se replantearon su travesía, que tomó un rumbo inesperado hacia su nueva vida en tierra austral.