Soy
la segunda de cuatro hermanos y durante mi primera década de vida
fui justo la del medio. Hasta que no tuve a mis propios hijos no me
di cuenta de la gran ventaja que esta circunstancia ha supuesto para
mí a la hora de entender y empatizar con ambos. Ellos son solo dos,
así que uno es el mayor y otro es el pequeño. Yo fui la mayor y la
pequeña, y como tal me pegaba a mi hermano como un chicle a la suela
del zapato mientras intentaba desprenderme de la pesada de mi hermana
que, a su vez, anhelaba ser una fotocopia mía.
Mi
hermano era mi héroe; yo adoraba todo lo que él hacía y por tanto
lo imitaba. No me había dado cuenta de que él era niño y yo niña,
aunque él a menudo me lo recordaba y usaba esa nimiedad biológica
como excusa para condenarme al ostracismo. Yo era una molestia, pero
no me rendía: me vestía como él, lo seguía en mi bicicleta, lucía
mis heridas con orgullo y me apuntaba a todas las peleas con los
niños. Y aun así me quedaba tiempo para vivir mi propia vida e
irritarme el hecho de que mi hermana copiara todos y cada uno de mis
gestos y palabras, y quisiera incluso apropiarse de mis amigas como
yo pretendía adoptar a los amigos de mi hermano.
Hasta
que no fui adolescente no comprendí que mi hermana no me copiaba
para hacerme rabiar, sino porque me idolatraba. Me resultó curioso
haber tardado tanto en darme cuenta, ya que la propia fascinación
que yo sentía por mi hermano siempre estuvo muy clara para mí.
Cuando por fin lo comprendí, ya no sentí esa irritación de tenerla
siempre pendiente de mí, sino agradecimiento, porque me subió la
autoestima en la época en la que corría el máximo peligro de
extinción. A partir de entonces ya no me abandonó la convicción de
que quien te copia, te admira, y eso significa que algo estás
haciendo bien.
Observando
a mis hijos, enseguida se hizo manifiesto que el pequeño imitaba al
mayor y que eso, a menudo, suponía un fastidio. La primera vez que
le oí gritarle «¡No
me copies!»
le dije que si lo hacía era porque lo admiraba y por tanto él podía
considerarse ya, y con solo tres o cuatro años, un líder, alguien
que está abriendo camino. El pequeño, por descontado, niega siempre
que esté copiando al otro (mi hermana también lo negó siempre).
Copiando
o imitando, así es como aprendemos, y lo hacemos todos. Es más, es
la única manera eficaz de aprender algo: siguiendo el ejemplo de
alguien que lo ha hecho antes. Para mí un verdadero líder no es el
que predica y manda a otros lo que hay que hacer, sino el que
simplemente hace, y además sin esconderse, porque no tiene miedo a
que le imiten.
Pero
hay que reconocerlo: a veces, que nos copien incordia. Incluso
enfurece. Yo no pierdo oportunidad de recordarles a mis hijos que
cuando alguien les copia es para sentirse orgullosos, pero debo
admitir que si sorprendo a alguien copiándome a mí, o repitiendo
algo que yo dije antes (sin citarme), no siempre me hace gracia.
Siento el impulso de exclamar: «¡Eso
lo dije yo primero!».
Porque resulta que el copión se está llevando el reconocimiento del
público por una idea que ¡es mía!
Ajá,
así que eso es lo que buscamos en realidad: la validación externa.
Es
algo muy evidente en los escritores. No solo nos molesta que nos
pirateen y plagien, sino también que nos roben las ideas. Algunos
incluso nos creemos tan imaginativos como para caer en el engaño de
que esa idea tan original que se nos acaba de ocurrir ha salido de la
nada; es decir: de nuestras neuronas de genio creador.
En
el párrafo anterior he usado la primera persona del plural para
mostrar apoyo a esos ilusos escritores que se creen genios de la
imaginación, pero la verdad es que no me incluyo entre ellos. Yo soy
creativa y tengo imaginación, pero no soy una ilusa: sé que mis
ideas (tengo un montón) son fruto de cientos de libros leídos,
películas vistas y, sobre todo, historias que me han contado, o de
las que yo misma he sido testigo o he vivido. Historias de la vida
real.
No
hay nada como el ejemplo de la vida misma. Para escribir una novela,
no hay más que cocer una mezcolanza de anécdotas y personalidades
(para los personajes), inventarse un hilo conductor, crear algún
conflicto (mejor si es moral), darle vueltas, y luego resolverlo. La
libertad total de ideas no existe; todo lo que nos rodea nos influye,
y yo siempre he vivido rodeada de libros y de gente con historias
dignas de contar.
Algunos
escritores siguen tendencias o modas. Son los que necesitan escribir
para ganarse la vida. Estudian el mercado (o se dejan aconsejar por
los que estudian el mercado), determinan lo que vende, y escriben más
de lo mismo. Otros, los que se creen genios, no solo no quieren saber
nada de lo que ya hay ahí fuera, sino que no leen; solo escriben, no
vaya a ser que su genialidad se vea contaminada con la ordinariez de
otros, o peor aún: no vaya a ser que descubran que su gran idea ya
está escrita. A mí me pasó una vez: empecé a escribir la mejor
novela del mundo y entonces descubrí que el cretino de Edgar Allan
Poe me había robado la idea.
Fuera
de la literatura, y en el marco más amplio de la vida, he
descubierto en innumerables ocasiones a otras personas que han
deseado seguir mi ejemplo, e incluso superarlo, aportar algo más. No
me molesta en absoluto. Al contrario, me halaga infinito. Por
ejemplo, sigo recibiendo cartas de lectores y viajeros para
agradecerme el hecho de haber narrado mis viajes, ya que eso les ha
inspirado a emprender algo parecido. Es una de las mayores
satisfacciones que siento como escritora: inspirar. Yo también lo
hago; en cuanto deseo aprender algo nuevo, observo cómo lo han hecho
otros antes, los interrogo, e intento hacerlo aún mejor.
Hay
copiones que solo copian. Esos son los que más irritan, porque
encima pretenden llevarse todo el mérito, y por tanto se aseguran de
divulgar lo que han robado. Da mucha rabia, sobre todo porque a veces
es imposible detenerlos. Ellos son comercialmente más agresivos, se
defienden mejor a codazos de márketing, aunque son más chapuceros y
baratos, y no importa que no sean originales y sí muy conscientes de
dónde y a quién copian. Son los que ganan más dinero.
Hablo
de los chinos, por supuesto. Los chinos copiaron todos los diseños
originales de mi madre, y fueron la causa principal de que la empresa
familiar que fundaron mis bisabuelos en 1942 tuviera que cerrar
después de más de medio siglo de funcionamiento.
Pero
hay chinos que no vienen de China. De hecho, los hay en todas las
nacionalidades.
Yo
creo que cuando uno tiene la mala suerte de que le copie uno de esos,
lo mejor es callar, aceptar que la justicia no existe, dejar que se
lleve el mérito, y seguir trabajando.
No
todo el mundo opina así, por supuesto. Es que provoca una enorme ira
y frustración invertir años de trabajo e investigación para que
luego aparezca un tal Dan Brown y le robe a uno la idea principal de
su libro. Eso fue lo que les pasó a Richard Leigh y Michael Baigent,
que decidieron llevar el caso a juicio. En su libro The
Holy Blood and The Holy Grail (El
enigma sagrado en
español), publicado en 1982, Jesús de Nazaret se casa con María
Magdalena, tienen un hijo, sus descendientes emigran al sur de
Francia y esa dinastía continúa hasta nuestros días, una sociedad
secreta que protege a sus herederos de la Iglesia Católica. ¿Nos
suena de algo? Sí, claro. Yo también leí la novela que apareció
once años más tarde (genial para pasar unas horas; con la peli ya
no pude), pero el tema no era nada nuevo. El error que cometieron
Baigent y Leigh, a mi modo de ver, fue publicar su obra como
verdadera historia y encima pretender monopolizar la idea como si la
hubieran «descubierto»
ellos. Tachado de pseudohistoria y denostado por historiadores y
académicos, de todos modos fue un superventas. El crítico literario
Anthony Burgess (famoso también por ser el autor de La
naranja mecánica)
opinó que habría sido una excelente novela. Ahí es donde se le
debió de encender la bombillita al autor del aún mayor superventas
de una década más tarde. Los autores del primer libro perdieron el
pleito y mucho dinero.
Yo
no copio; soy original y auténtica. Sin embargo, mis ideas no salen
de mi cerebro de genio. No sé de dónde vienen porque llevo toda la
vida empapándome de las ideas e historias de otros. Creo en el
trabajo y la observación más que en la genialidad, porque tengo la
certeza de que cualquiera puede ser un genio. La motivación y el
empeño son los motores de la creación. Imaginación y creatividad
las tiene cualquiera.
No
sé qué haría si alguna vez descubriera que otro autor (con más
éxito y reconocimiento que yo) me ha plagiado voluntariamente. Creo
que es una de esas situaciones en las que uno no puede predecir cómo
actuará hasta que se encuentra en ella. Es como cuando te crees
superprogre y le dices a tu pareja que claro que no hay problema por
que se acueste con otras y otros siempre y cuando te siga queriendo
solo a ti. Todo perfecto hasta el día en que te confirma que se ha
acostado con otras y otros, y resulta que no te hace ni pizca de
gracia, porque ¿qué necesidad tiene de acostarse con otras y
otros?, ¿acaso no le das tú ya todo lo que puede desear? (A mí no
me ha pasado; le pasó a un amigo de un amigo de un amigo.)
Me
encantaría poder expresar aquí mismo que si a mí me plagiara un
escritor de esos tan mediáticos, yo me sentiría halagada, me
encogería de hombros y procedería a desarrollar mi siguiente gran
idea. Al fin y al cabo, qué importa el reconocimiento público; lo
fundamental es disfrutar con el trabajo, escribir porque no somos
capaces de no hacerlo; las ideas son de dominio público y no está
bien creernos poseedores de ellas... Lo primordial es avanzar juntos
hacia un mundo mejor. Total, dentro de cien años estaremos todos
muertos y ¿a quién le importa que le recuerden por los siglos de
los siglos si uno ya no está aquí para comprobar cómo le
recuerdan? ¡Viva el anonimato! (Aclaro que yo no creo en el más
allá.)
Termino
ya recordando a los lectores que todo lo que publico en mi blog está
protegido por el copyright, así como mis libros, y que la
reproducción total o parcial no está permitida y sí sancionada por
la ley (o eso dicen).