Un montón de años después de haberme ido de España y cuando ya llevaba
cuatro o cinco con base en Australia, ocurrió algo maravilloso, de hecho, lo
mejor que me ha pasado en la vida: un nuevo ser, que había crecido en mis
mismísimas entrañas, ¡por fin alguien con quien comunicarme en
castellano!
Antes había conocido a algunos latinoamericanos en la ciudad donde
vivía por entonces, pero esos encuentros no acababan de cuajar en amistad
porque yo, lo admito, solo me acercaba a ellos por ganas de conversar en
nuestra lengua común. Me desanimaba cuando después del saludo inicial e
intercambio de información sobre nuestros lugares de origen, la otra persona
procedía a mantener la charla en inglés. Todas mis amistades eran ya en su
mayoría australianas; también alemanas, inglesas y japonesas. Si mi nueva amiga
chilena no era capaz de contestarme en español, se me iban las ganas de hablar con
ella. Además, ella no creo, pero yo me sentía ridícula.
—¿No sería más fácil para las dos que habláramos en nuestro propio idioma?
—le imploraba, casi.
—¡Ah, sí, claro! Es que no estoy acostumbrada.
—Pero tú con tu marido sí que hablas español en la intimidad, ¿no? ¡Es
que yo no! ¡No tengo a nadie con quién practicar!
No había manera. A las dos frases volvía a cambiar el chip y me estaba
hablando en su machacado inglés. Yo ya no insistía. Comprendía que ella y su
marido acababan de llegar al país y querían integrarse; ella quería perfeccionar
su inglés y no perdía oportunidad de hacerlo.
Entonces se me ocurrió apuntarme a un grupo de gente a los que les uniera
el amor por la lengua española. De esa experiencia saqué buenos amigos, que aún
conservo después de tantos años, pero oh, ¡todos australianos! Muy jóvenes, muy
guapos y muy trotamundos. Alguno se fue a vivir a Sudamérica y lo veo menos de
lo que me gustaría. Lo genial es que querían darme dinero por pasar una hora a
la semana con ellos ¡conversando en español! Justo cuando me encontraba al
límite de pagar yo a alguien para que
me dijera: «Hola, ¿cómo estás? Me llamo Kate». Eso me animó a convertirme en más
profesional y me saqué el título oficial de profesora de español para
extranjeros.
Entonces ocurrió el milagro, pero continué con las clases y mis otros
trabajos porque resultó que, a pesar de que yo le hablaba a todas horas, el
bebé no empezó a contestarme en la lengua de Cervantes hasta ¡casi un año y
medio después! Pero cuando empezó, ya no paró, hablaba a todas horas. Su padre
y yo estábamos asombrados. Lo que él no había aprendido en siete años de
matrimonio, el pequeñajo que habíamos creado lo soltaba con toda naturalidad,
sin pensárselo. Y lo mejor de lo mejor es que antes de que cumpliera dos años
ya habíamos traído al mundo a otro australianito que también me hablaría en
español.
Yo había tomado una firme decisión:
no les hablaría nunca en inglés. Había hecho mis investigaciones y sabía que
esa sería la única manera de que crecieran siendo verdaderamente bilingües. En
un país tan abierto y liberal como es hoy en día Australia, nadie tuvo
problemas con eso excepto una persona, que me pidió que en su presencia les
hablara inglés. Mi no fue tajante, aunque me ofrecí amablemente a traducirle
mis conversaciones con los niños, si es que tanto le interesaban.
Paradójicamente, esa persona vino como refugiada a este país y su primera
lengua no fue el inglés, que de hecho no empezó a hablar hasta los cuatro años.
Pero de eso hacía ya lustros, eran otros tiempos y ella pertenece a otra
generación. Yo no llegué a Australia buscando una vida mejor —ya estaba
contenta con la que tenía— y no sentía el agradecimiento exacerbado de los
emigrados políticos hacia el país que los acoge. Una característica común en
ellos es no transmitir su propia lengua a los hijos, o no ser rigurosos en ello.
Incluso a los que no han emigrado por razones políticas, religiosas o
económicas, sino por amor, que es el caso de todas mis amigas y amigos
extranjeros en Australia, les cuesta hablarles a sus hijos en su propia lengua
porque la presión social es demasiado fuerte.
—¿Les estás enseñando español? —me preguntan con admiración y cierta
envidia los australianos.
—No les enseño. Solo les hablo, así de fácil. El resultado es
fascinante: les hablas en español y te contestan en español, aunque estemos en
Australia.
—Es que a mí siempre me contestan en inglés, aunque yo les hable en
swahili —me dicen mis amigos extranjeros—. ¿Tú cómo lo haces?
—Solo les hablo —insisto—. Pero siempre. Sin excepciones. Si a la que
hay una tercera persona que no habla vuestro idioma, hablas a tu hijo en inglés
para que ella no se sienta desplazada, ya la has cagado. Quedarás bien con los
demás, pero a tus hijos les estás robando la oportunidad de ser más
inteligentes y exitosos, porque ellos perciben tu empequeñecimiento ante la
presión social y la imitarán, negándose enseguida a corresponderte en tu
idioma.
Durante los doce primeros años esos cerebritos son increíblemente
adaptables o «plásticos», como dicen los expertos, y si están expuestos a más
de un sistema de reglas de gramática y pronunciación, se desarrollarán de
manera superior a los monolingües, en campos como la resolución de problemas,
la creatividad y la memoria. El lenguaje y las matemáticas están estrechamente
ligados en este sentido, y los niños bilingües suelen tener también más facilidad
para los números. Además, son capaces de distinguir entre las dos lenguas a muy
temprana edad. Algunos lingüistas afirman que pueden aprender sin
confundirse hasta siete idiomas a la vez.
En sus primeros meses de chapurreo, era evidente que la lengua
dominante de mi primer bebé era el castellano ya que pasaba prácticamente todo
el tiempo conmigo. Pero cuando empezó a soltarse también en inglés, con unos
tres años más o menos, pasó una cosa rara: la criatura se pensaba que yo solo
hablaba castellano y el resto del mundo inglés y él se creyó con la misión de
traducir las conversaciones que tenían lugar en la mesa cuando sus abuelos
paternos venían de visita.
—Tú no sabes ingués, mami, po no te pocupes poque yo tenseñaré —me
decía poniéndome una mano protectora en el brazo.
Lejos de desengañarle, me quedé encantada con el trabajo que me
quitaba de encima. A veces incluso me hacía de intérprete entre su padre y yo,
como el día que me dijo:
—Daddy dise que hay un serdo en la nevera.
—¿Seguro que está en la nevera? —le pregunté riendo, antes de darme
cuenta de que él realmente había creído lo que decía y no se atrevía a sacar
las costillas de pork de la nevera,
como le había pedido su padre.
Cuando su hermano se soltó también a hablar, nos convertimos en tres
ya los castellanoparlantes en casa. Al principio, como le había pasado a Dave,
Alex se enfadaba cuando quería decirnos algo y a veces no le entendíamos. En
los últimos años, la que a veces tiene que preguntarles de qué demonios están
hablando, porque no entiendo nada, soy yo. Como la vez que Dave me dijo:
—Estoy estacado.
—¿Qué quieres decir?
—Que no puedo continuar.
Eso es lo que hacen. Si no conocen la palabra en
castellano, la cogen en inglés, «stuck»,
la españolizan un poco y se quedan tan anchos.
Un día los oí a los dos debatiendo sobre si la ardilla conseguiría la
nata o no. Estaban mirando la película Ice
Age y estuve un buen rato escuchándoles e intentando adivinar a qué se
referían. Pensé: «qué imaginativos, a la nieve la llaman nata». Pero lo que
comentaban no concordaba y ya no pude aguantar más.
—¿De qué nata estáis hablando?
—¡La nata! —exclamaron a la vez, como diciendo, está claro, la nata, si
solo hay una, qué va a ser si no—. Ahora sale, mira, mami.
—Eso es una bellota.
De eso hace al menos un año, quizás más, pero ellos insisten en
llamarla «nata», del inglés «nut» y
se parten de risa.
Aparte del vocabulario, también hacen estropicios con la gramática y
la sintaxis, con frases como «me pregunto dónde mi caja está», «yo soy cinco
años», «me gustan animales» (pasando de los artículos), y «para saltando» (en
vez de «para de saltar», gerundeando a saco). Si a esto le añadimos la ultracorrección
a la que son propensos los niños, el resultado es de lo más divertido.
Desde siempre, cuando están conmigo se comunican en castellano entre
ellos, pero a la que hay una tercera persona que hable inglés, cambian de
idioma como si nada. Esto es una hazaña que realizan varias veces al día sin
aparente esfuerzo. Últimamente, sin embargo, hablan mucho en esta nueva lengua
que se han inventado, el Espanglish. Incluso a veces conmigo, como cuando Alex
me dijo:
—Mami, tengo un serious problem.
—¿Tienes un grave problema?
—Sí, no mi nusta el Dave. ¿Por qué no vendemos este niño a otra mamá y
que nos deyen otro nuevo? Este ya es muy viejo, pero cada vez que me despierto
me parese más pequenito.
—Lo siento, guys, pero esto
está cancelled —intervino Dave—. Es
vuestro sleep time, pero mañana
estaréis restored.
Al cabo de un rato estaban jugando a un juego en el ordenador y esto
era lo que decían:
—¡Venga, estúpido, que vas a estar dead!
—Para tú, ¡así vamos a ranear fuera de tiempo!
«Ranear fuera», para los que no sepáis Espanglish, significa «terminar».
Como veis, es muy divertido convivir con dos pequeñuelos bilingües, y nada
preocupante, porque ya sé que a pesar de todos estos destrozos a la lengua
española (sospecho que con la inglesa hacen lo mismo), un día las sabrán
separar y distinguir perfectamente y serán totalmente competentes en ambas.
Bueno, a veces dicen cosas que sí que me alarman, como esta mañana
Dave, cuando me ha preguntado:
—¿Cuánto falta para que estayamos en Corea?
—Cuarenta días, y esperemos
que no estallemos.