El problema de la educación
es el propio sistema educativo, la escolarización obligatoria. Con
eso ya lo he dicho todo, pero como esto no es un tuit sino un
artículo de blog, voy a extenderme un poco más.
Educar
es informar, mostrar. Educar no es enseñar porque esta palabra ha
perdido su significado original. En latín insignare
significa «en»
(in)
y «señalar»
(signare),
lo que sugiere a alguien que señala a otro... ¿el camino? ¿lo que
tiene que aprender? En un mundo ideal, enseñar sería simplemente
eso: señalar. O guiar. Mostrar el camino con el ejemplo y sin que te
sientas obligado a seguirlo. Eso no es lo que se hace en las
escuelas, por tanto en las escuelas no se enseña.
El mero hecho de que la
enseñanza sea obligatoria hasta los dieciséis años en el mundo
occidental ya es un craso error. Es un error que viene del pasado y
que va en contra de los derechos humanos, pues «obligar»
significa «mover a
alguien, por fuerza o autoridad, a que haga lo que no quiere».
Sin embargo, esta obligación es aceptada por el mundo como algo
natural. El 99% de gente que conozco no ve nada raro en ello. El 1%
restante son personas que he conocido recientemente, entre ellos
psicólogos y filósofos, y con los que he contactado gracias a
internet, porque una se cansa de discutir con gente que acepta las
injusticias sin más; en este caso, sin ver el hecho de que la
escolarización obligatoria es un atentado contra la libertad,
autonomía e integridad del individuo, igual que lo era el servicio
militar (en España obligatorio hasta hace muy pocos años, pero en
mi adolescencia éramos muchísimos los que lo considerábamos una
aberración; en eso no estaba sola) o como lo sería, por ejemplo, la
existencia de una academia obligatoria para «enseñar»
a las mujeres a ser madres o buenas esposas.
Y algunos me dirán: es que
si la escolarización no fuera obligatoria, los niños no aprenderían
nada y volveríamos a tener una sociedad analfabeta. ¿En serio?
Mirad a vuestro alrededor: hoy en día es prácticamente imposible
ser analfabeto. Gracias a las nuevas tecnologías, los niños y
jóvenes nunca antes han tenido tan fácil acceso a la lectura, la
escritura y la educación en general. Por contra, existe otro tipo de
analfabetismo, el de los adultos que no entienden lo que leen, y eso,
como ya he expresado en otras ocasiones, les viene de sus años de
escolarización.
Todavía vivimos en un
mundo predominantemente machista, pero las mujeres estamos al menos
mejor consideradas que los niños. En Occidente, no se nos puede
obligar a que atendamos a ninguna academia especial para mujeres ni
que sigamos cierta educación para servir mejor a la sociedad.
Los niños, en cambio,
carecen de libertad, no pueden escoger su propio camino. Desde el
momento en que nacen, sus padres y el estado decide su futuro. Por
suerte, los niños de hoy en día tienen más libertad que en
generaciones anteriores, pero el trabajo que queda por hacer en este
campo es ingente. Hasta hace muy pocos años, el castigo corporal a
menores estaba aceptado como método de disciplina en España. En
algunos países europeos, entre ellos Francia, Reino Unido, Italia y
Suiza, el castigo corporal está prohibido solo en las escuelas; y en
diecisiete estados de Estados Unidos no está prohibido en absoluto;
es decir, los adultos, ya sean padres, tutores o profesores, tienen vía libre para usar la fuerza física contra el colectivo humano más
vulnerable e indefenso. Y lo hacen en nombre de... ¿la educación?
La educación es
destructiva. La cultura es destructiva. Todo lo que sea imponer algo
al bebé, al niño que crece, es opresión. Y lo hacemos desde el
principio, repitiendo el patrón, pasando de generación en
generación la herencia cultural.

En la guardería y la
escuela primaria no se aprende nada que valga la pena, a no ser que
hacer trampas, acusar, mentir, alardear, competir, comparar,
burlarse, maltratar y rehuir responsabilidades se consideren
habilidades útiles. Son medios artificiales que nada tienen que ver
con la vida. De la misma manera que lo son los zoológicos o las
cárceles. Lo importante en los colegios no es aprender sino sacar
buenas notas.
La capacidad de aprender es
algo inherente al ser humano, no algo que se tenga que implantar. Al
contrario, cuando aprender se convierte en una obligación, la
reacción natural es o de rebeldía o de sumisión. Las escuelas
tampoco benefician a los buenos estudiantes, a los que no tienen
problemas por asimilar los conceptos que tratan de inculcarles,
aunque esos quizá no se den cuenta de la pérdida de tiempo y el
dogmatismo al que fueron sometidos hasta llegar a la edad adulta.
Algunos no se dan cuenta jamás y viven sin pasión las vidas
mediocres que les dicta la sociedad: nacer, trabajar, procrear,
morir, y entre medio pasar alguna depresión o dos.
Los seres humanos deberían
ser libres para aprender lo que desearan. Los padres, tutores,
profesores, gobiernos... que dictan a los más pequeños lo que
tienen que aprender con la excusa de que «cuando
seas mayor harás lo que quieras»
no se dan cuenta de que les están robando años de aprendizaje,
porque todo lo que se intente enseñar a la fuerza se perderá en el
olvido pero también tendrá consecuencias devastadoras. Así es como
funciona el comportamiento humano. A nadie, absolutamente a nadie, le
gusta ser dominado. La sumisión y la rebeldía son reacciones
aprendidas, consecuencias del control, la opresión y el miedo.
¿Qué hacer ante el
problema de la educación? A mí me parece tan grande que si por mí
fuera, lo eliminaría de raíz: se acabaron las escuelas. Eliminaría
la escolarización y la enseñanza obligatoria. Nadie está obligado
a enseñar nada y todo el mundo es libre de aprender lo que le dé la
gana.

Ese grito feroz, que venía
desde otra habitación, me sorprendió tanto que tuve que excusarme y
colgar el teléfono. Además de la sorpresa, sentí un orgullo
inmenso por mi hijo. ¡Con tan solo dos años sabía perfectamente lo
que no quería! Yo no había consultado con él la posibilidad de ir
o no ir al colegio. Sencillamente, era algo que «había
que hacer» porque todo el
mundo lo hacía. Él comprendió que se trataba de ir a un sitio
donde un adulto desconocido le diría lo que tenía que hacer junto a
un montón de otras personitas como él.
«Yo
quiero estar contigo», me
dijo al borde de las lágrimas. Yo también quería estar con él,
así que eso fue todo, no había más que hablar: nadie se iba a
interponer en esa voluntad que ambos compartíamos. Nunca más volví
a hacer una llamada a ningún colegio. Y desde entonces siempre he
dialogado con ellos dos (mis hijos) las cuestiones concernientes a su
educación. Ellos han decidido siempre lo que les interesa y lo que
no. No tienen que esperar a ser adultos para tomar esa decisión,
porque aun siendo niños, también son seres humanos con derechos.
Y hablamos a menudo de la
cuestión de aprender. Yo les digo que todo el mundo está siempre
aprendiendo algo y que es un proceso que no termina jamás, así que
nunca es tarde para aprender lo que sea. Esto es algo que muchas
personas no creen porque tienen muy engranado en la cabeza que lo que
no asimilaron de niños ya no lo pueden aprender de adultos. Otras
personas les dicen (cuando yo no estoy presente) que ellos no
aprenden porque no van a la escuela. No son otros niños que se
burlan de ellos. No, al contrario, los niños que sí están
obligados a ir al colegio envidian a mis hijos. Por suerte para esos
niños, cada vez se relacionan menos con mis hijos, porque para sus
padres somos una amenaza. Mis hijos continúan teniendo amigos
escolares, pero cada vez más nos relacionamos con otras familias que
han escogido el camino de la educación libre.
Ahora tienen siete y ocho
años y llevan toda su vida jugando. Sí, eso es todo lo que han
hecho: jugar. No han tenido asignaturas, ni exámenes, ni notas, ni
deberes, ni premios, ni castigos, ni uniformes, ni filas, ni
recreos... Ni curiosidad por averiguar qué es todo eso, porque tanto
su padre, como yo, como todos sus amigos, cuando nos han preguntado,
les hemos dicho que no, no nos gustaba el colegio. Y aun así,
¡aprenden! Voilà, así de fácil. Sin tener que dar sermones
ni lecciones, ni comprobar si han aprendido la lección que pretendo
inculcarles porque no pretendo inculcarles ninguna lección. Leemos,
hablamos, miramos películas, viajamos, nos relacionamos con otra
gente, pensamos y observamos el mundo juntos, y yo cada día aprendo
algo nuevo de ellos que me deja anonadada, fascinada ante su
inteligencia e intuición, todavía incontaminada de la opresión de
la cultura.

¿Pero entonces qué
hacemos con los profesores, el material escolar, los edificios? ¿Y
sobre todo, qué hacemos con los niños, esas bestias indomables? La
reestructuración sería tan masiva que no será algo que ocurra de
la noche a la mañana. Los profesores se podrían relajar: ya no
tenéis que seguir el currículo. A partir de ahora podéis jugar,
debatir, hacer excursiones, responder preguntas y no temer que sean
los niños quienes os corrijan cuando os equivocáis. Los campamentos
de verano se extienden a todo el año. No existirían las
comparaciones ni las competiciones; todos sois especiales y
superdotados, hasta el que no es capaz de estarse quieto y necesita
saltar en una cama o colchoneta durante horas sin parar. Los niños
continuarían aprendiendo, cada uno lo que quisiera y a su propio
ritmo. Y los adultos también aprenderían. Lo más importante es que
todo consistiría en jugar, explorar, pensar, crear, cooperar y
resolver conflictos... Los niños no distinguirían entre pasarlo
bien y tener que pasarlo mal por el bien de su futuro.
Estos lugares ya existen y
desde hace décadas. Se llaman escuelas democráticas y siguen el modelo de la escuela Summerhill, fundada en 1921 en Inglaterra. En España parece que hay tres o cuatro escuelas de este tipo. Personalmente no
soy partidaria de las escuelas alternativas tipo Waldorf, pues he
observado que también hay dogmatismo y demagogia en ellas. Y no
conozco de primera mano las escuelas democráticas, pero he leído
que en algunas parece confundirse la libertad con la licencia. Como a
mí también se me ha malinterpretado más de una vez en este
aspecto, aclaro: mis hijos tienen libertad, no licencia para dañar a
nadie.
Alguna vez alguien me ha
preguntado por qué me empeño en escribir sobre temas de educación,
por qué me preocupan otros niños cuando los míos están a salvo,
fuera del sistema obsoleto y retrógrado al que están sometidos los
demás. La respuesta es que siempre me han fascinado los niños
y la experiencia que tengo en educación infantil me viene de muy
atrás, no desde que he tenido a los míos propios. Y no soy capaz de
quedarme callada mientras soy testigo de las atrocidades que se
cometen a los contemporáneos de mis hijos, a los futuros dirigentes
del mundo. Porque todo nos afecta a todos y porque ahora mismo se
está gestando a un adulto que un día estrellará un avión o se
liará a tiros en una escuela. Y sí pienso y afirmo que son
atrocidades lo que se comete contra la mayoría de los niños, porque
lo veo a diario, por la calle, y nadie se inmuta: es lo normal. Ayer
mi hijo Alex me dijo: «Antes
he visto a una persona adulta mala».
Le pregunté por qué creía que
era mala y me respondió: «Porque estaba pegando a un niño en el
culo y el niño lloraba». Entonces quise saber por qué no había
dicho nada, ni siquiera a mí, si le parecía que eso estaba mal. Me
respondió: «Porque si le decía algo a la persona adulta, podría
pegarme a mí también».
Los
niños observan que los adultos actúan así y es todavía
socialmente aceptado, así que, temerosos, callan. Si el adulto fuera
un hombre que pega en el culo a una mujer y esta llora, la reacción
social sería muy diferente. ¿Y si fuera una mujer la que pega a un
hombre? Hace unos meses corrían por las redes sociales vídeos con
los dos escenarios: hombre maltrata a mujer y enseguida la gente de
alrededor se acerca a insultar al hombre y defender a la mujer; mujer
maltrata a hombre, y nadie reacciona. Los que opinaban al respecto
pusieron el grito en el cielo: si es la mujer quien pega al hombre,
¡nadie dice nada! A mí no me pareció extraño, pues no hay
que perder la perspectiva: esas escenas grabadas son montajes. La
gente no reacciona ante una mujer que pega a un hombre en público y
él se pone a llorar, sencillamente porque es algo tan
extraordinario, tan irreal, que es obvio que es mentira. No estoy
diciendo que las mujeres no maltraten a los hombres, pero lo hacen de
otra manera. En cambio, el caso contrario es muy real y la gente lo
reconoce. La respuesta natural es defender al más débil.
Excepto
en el caso de los niños. Como no son ciudadanos libres, sino
posesiones de sus padres y del estado, todavía es lícito
maltratarlos. Un hombre no puede pegar o insultar a una mujer en la
calle sin que alguien intervenga o llame a la policía. Pero a un
niño...
Para
terminar, os cuento otra anécdota para que no se me pierda en el
olvido, porque se me van acumulando. Hace tres semanas se me acercó
una niña de cuatro años mientras leía un libro en mi Kindle. Sin
más preámbulo, empezó a tocar botones y preguntarme qué era eso y
cómo funcionaba. La dejé hacer y le fui mostrando cómo se pasaban
las páginas adelante y atrás, y los capítulos. Su curiosidad me
maravilló. Su
madre la riñó al acto, pero tanto la niña como yo la ignoramos. En
menos de dos minutos la madre la llamó desobediente, maleducada y
alguna cosa más que no sabría cómo traducir. Además, le mandó
que dejara de molestarme o de lo contrario le iba a arrear un buen
azote. Yo había estado sonriendo y hablando con la niña como si
fuéramos amigas de toda la vida, pero se me ocurrió entonces que
quizá la madre pensara que lo hacía «para quedar bien» (para los
que no me conozcan: yo no hago nada para quedar bien). Así que dije: «No me está molestando». La madre se relajó un poco, pero
enseguida volvió a amonestar a su hija: «No sé por qué tienes que ser tan
metomentodo».
Así
es como se mata la curiosidad, pero la niña continuó haciéndome preguntas y yo seguí respondiendo sin mostrar que me incomodara en absoluto. Me costaba contener la risa porque la niña no le hacía
ni puñetero caso a su madre, que volvió a ametrallarla con
calificativos de desaprobación. Tampoco llamó su atención cuando
la madre le dijo que ella también tenía un Kindle en casa y si
tenía tanto interés, se lo enseñaría ella misma y hasta le leería
un cuento. Como la niña continuó ignorándola, por fin la madre la
agarró del brazo y se la llevó a rastras.
Otros
niños me cuentan cosas que no se atreven a confiar a sus padres, como
que escribir es una mierda, y que odian los libros. Mi hijo mayor, en
cambio, anoche me pidió que le enseñara a escribir bien para poder
chatear con sus amigos en Clash
of Clans. Eso sí que
es importante, claro que sí.