Hace
tiempo que me ronda por la cabeza la idea de escribir sobre el machismo, el
feminismo y el sexismo en general. Un artículo para cubrirlo todo me saldría
larguísimo, así que en este voy a intentar centrarme solo en un aspecto del
sexismo: el que sufren los varones cuando todavía son niños.
Todo
el mundo es todavía machista, tanto hombres como mujeres, y llevamos demasiados
siglos así como para que se pueda cambiar, o conseguir igualdad de
oportunidades, de la noche a la mañana. No es tan sencillo porque hay demasiada
gente que no se da cuenta de que es machista, y de hecho se creen que no lo
son. Por otro lado, el feminismo es un concepto que a menudo no se entiende bien,
en parte porque surge como reacción al machismo, pero no es vengativo ni
negativo. Es complicado porque lo cierto es que los hombres y las mujeres no
somos iguales, aunque eso no quiere decir que nos tengamos que despreciar unos
a otros o cobrar menos dinero por realizar el mismo trabajo.
Pedir
la ayuda de los hombres en general para terminar con el machismo me parece
desestimar a los que ya son feministas y ya están poniendo su granito de arena
por conseguir más igualdad de oportunidades, y en cambio consentir los actos de
las mujeres que continúan fomentando el machismo. No se pueden crear a hombres
feministas con un golpe de varita; no podemos pedirles a hombres hechos y
derechos (aparentemente) que se pasen de repente a nuestro lado. Los hombres
machistas, los maltratadores, los asesinos de sus mujeres, en fin, todos esos
que no aman a las mujeres, son así porque de pequeños fueron víctimas también
del sexismo. No se trata de una guerra entre los sexos, sino entre sexistas y
los que intentamos serlo menos.
Yo
soy la segunda de cuatro hermanos, la primera «niña» de dos niños y dos niñas.
De muy pequeña me di cuenta del trato diferente que recibía con respecto a mi
hermano, solo diecisiete meses mayor que yo, y siempre me rebelé. A mí me
hacían ayudar en la cocina, a él no. A él nuestro padre le enseñó a conducir un
coche y una lancha motora a los diez años; a mí no me dejaba ni acercarme a una llave inglesa.
Tuve que esperar a ser mayor para que otros hombres, de mi edad, me enseñaran a
conducir una moto grande, un barco, e incluso una avioneta --y sin títulos, ja,
ja--, pero tranquilos que no puse a nadie en peligro. Yo porque soy una desobediente,
pero tengo amigas que todavía no han aprendido a usar un taladro. A mi hermano
lo machacaron con el tema de los estudios, a mí nada; cuando en séptimo de EGB
me dejé aposta dos asignaturas para septiembre a ver qué pasaba, no pasó nada: disfruté
del verano como cada año, empollé para los exámenes dos días antes, aprobé, y
al tercer día lo olvidé todo. Yo soy la que tiene dos carreras y él a duras
penas se sacó el graduado escolar, hasta que décadas más tarde por fin pudo
estudiar lo que le apasionaba sin que nadie le presionara. Tengo otros amigos
que pasaron exactamente por lo mismo; lo que me apena es que ellos siguen
pensando que la culpa fue suya y no del sistema y del sexismo.
De
adolescentes, mis dos hermanos me llamaban «feminista» como para picarme, pero
resulta que a mí nunca me ha molestado el apelativo, aunque se use como un
insulto. Años más tarde, después de haber recorrido medio mundo, pensé que qué
irónica es la vida: ser feminista e ir a parar al país occidental más machista
en el que me había encontrado hasta el momento. Los que me conocéis ya habéis
escuchado mi cantinela sobre la segregación de sexos y roles que continúa
habiendo en Australia. Pero desde que llegué hace trece años, he seguido
profundizando en el tema y ahora veo discriminación sexual en todas partes; en
España también.
Una
de las cosas que hice diferente después de preguntarme por qué tiene que ser
así y por qué no de otra manera fue dar a mis hijos primero mi apellido y luego
el de su padre. Aquí no tuvieron ningún problema; de hecho, el señor que me
atendió en el registro civil me hizo reír con estas palabras: «Eres libre de
nombrar a tus hijos como desees, como si les quieres llamar silla». En España, en cambio, pusieron
pegas. No sé si ha cambiado algo desde entonces, pero en el año 2006 recibí una
llamada del consulado español desde Melbourne informándome de que «había una
anomalía» en el registro de mi hijo. Aceptaban el orden cambiado de apellidos,
pero al tratarse de algo que «no era normal» necesitaban una carta firmada por
el padre del niño expresando su conformidad. «¿Y en caso de que el apellido del
padre vaya antes que el mío, necesitarían mi permiso?», pregunté. «No, claro
que no», respondió la voz de mujer, a lo que yo pronuncié las palabras que parece
que me he pasado la vida repitiendo como si se me hubiera rayado el disco:
«¿Por qué? ¿Por qué no?». «Ah, porque siempre se ha hecho así…».
Ese
es el problema y una de las razones por las que tenemos machismo para rato:
porque hay demasiada gente que prefiere no arriesgarse a cambiar o siquiera a
plantearse la desigualdad de oportunidades que hay para hombres y mujeres, y
para niños y niñas.
Cuando
llegué a este país, lo más impactante para mí fue comprobar que en mi nueva
familia, la persona que más fomentaba el machismo era la madre de mi futuro
esposo. Ella fue la única de toda la familia que no aceptó jamás el hecho de
que yo no adoptara el apellido de mi marido al casarme. Más tarde me dijo que
se alegraba de haber tenido tres varones, que tener niñas habría sido un
tormento, que ella misma no tenía nada de autoestima cuando era niña, que las
niñas no saben defenderse… En fin, creo que ahí fue cuando empezaron a zumbarme
los oídos y ya no pude escuchar más. Aún hoy se niega a aceptar que el problema
no es ser niño o niña sino el trato que reciben unos y otros por el hecho de
ser diferentes. De su generación, he conocido a muy pocas personas que no sigan
pensando así. No las culpo, después de todo, cada uno somos fruto del tiempo
que nos ha tocado vivir. Observo con sorpresa, aunque yo no lo hago, como a las
nietas las llaman sweetheart (cariño)
y a los nietos mate (tío, colega) con
el correspondiente cambio de tono. Lo que sí me cuesta más de aceptar es ver a
padres y madres de mi propia generación o incluso más jóvenes tratar a sus
hijos varones a menudo de manera mucho más dura que a las niñas, y a ellas como
princesitas.
Voy a
hacer una confesión: antes de tener a mis dos niños que ahora evidentemente no
cambiaría por nada del mundo, si hubiera podido elegir, habría preferido un
niño y una niña. Me dije a mí misma que sería un reto educarlos sin sexismo,
respetando su naturaleza pero sin esas diferencias que a mí me parecen absurdas.
Bueno, me tocaron dos varones y al principio me quedé un poco descolocada,
incluso tuve miedo y pensé: son tres contra una; no es justo. Pero ahora ya no
lo veo así porque de veras pienso que esto del sexismo no es una guerra entre
sexos. Hay demasiadas mujeres que están en el bando de «ellos», pero que,
paradójicamente, perjudican a los hombres, que a su vez harán daño a otras
mujeres. En este país, aunque sospecho que en España debe de ser parecido, a
los niños se les sigue animando a desempeñar papeles tradicionalmente
masculinos, y a las niñas, femeninos. A menudo son las mujeres las que piden
ayuda porque ellas no saben, o peor aún: para que ellos se sientan necesitados.
Y tanto los hombres como las mujeres se critican como si para desempeñar
ciertas labores el otro sexo fuera del todo negado. Pero cuando alguien se sale
de su papel, los del sexo contrario lo reciben como a un héroe o heroína; por
ejemplo, estoy recordando el único caso en mi pueblo (que yo sepa) de papá que
decidió dejar su trabajo para cuidar a sus hijas pequeñas mientras la madre
perseguía su sueño profesional.
Como
a mí me han tocado dos varones, tiendo a fijarme en el trato sexista que
reciben los niños. Veo que se siguen repitiendo conductas de las que en mi
generación y siguientes ya deberíamos haber aprendido. Tengo más ejemplos aquí
en Australia porque paso más tiempo, donde observo que a los niños todavía se
les dice que «lloras (o gritas) como una niña», «no seas niña», «sé un hombre»,
etc. Estas palabras, en boca de adultos que repiten lo que ellos oyeron de
pequeños y no se detienen a pensar en las consecuencias, confieren el mensaje
de que las niñas son débiles porque expresan sus emociones a través del llanto.
Cualquiera que haya tenido el mínimo contacto con niños y niñas sabe que llorar
más o menos no depende del sexo, ni gritar o correr de cierta manera. Todos
tenemos sentimientos, pero a los niños se les enseña enseguida a mostrarlos
menos para preservar su masculinidad. Asimismo, a ellos se les escucha menos
que a ellas porque los niños tienen más tendencia a recurrir a la agresión
física y ellas a la psicólogica, y lo primero es más fácil de ver que lo
segundo; por tanto, parece más grave. Todavía hay padres que abrazan y besan a
sus hijas pero no a sus hijos; a ellos les dan la mano o hacen un high five. En Australia hay innumerables campañas para sensibilizar a los hombres e involucrarlos más en la crianza de los hijos. Conozco niños de ocho o nueve años que ya
son demasiado guays como para abrazar a su madre en público.
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Campañas para arreglar el entuerto |
Una
vez en Barcelona me crucé por una calle de aceras anchas y apenas transitada
con una madre que corría estresada detrás de sus dos hijos varones, de unos
seis y ocho años. Los niños jugaban a pillarse, darse golpes y luchar en
general; y se lo estaban pasando bomba. La madre, en cambio, sufría porque para
ella era evidente que de seguir de esa manera, iban a hacerse daño. Entiendo lo
desafiante que puede ser para una madre este tipo de comportamiento entre dos
varones, porque yo también los tengo y lo vivo a diario. Pero también comprendo
lo frustrante que puede ser para los niños que su madre esté constantemente
metiéndose en sus batallas. Es que no se están peleando de verdad, solo están
jugando a pelear. Sí, ya sabemos que la línea entre uno y otro es fina, pero ¿por
qué no dejarles a ellos de vez en cuando llegar al límite y aprender a decir
basta por sí solos? En esa ocasión, la madre desesperada los llamó a gritos y
cuando logró estar a su altura, que por casualidad fue en el momento justo que
yo crucé el paso con ellos, le propinó un sonadísimo tortazo al mayor.
Estábamos en el año 2007 y todavía no era delito en España el castigo corporal,
así que no habría servido de nada denunciarla o acusarla de algo; tampoco lo habría
hecho porque ella me dio tanta pena como el niño que, sorprendido y confundido,
se puso a llorar al instante. No pude contenerme; dije: «Solo estaban jugando».
Ella me miró un poco avergonzada y contestó: «Estaban haciendo el indio».
Me
habría gustado responder: ¿y qué hay de malo en hacer el indio?, pero no quise
añadir nada más que la hiciera sentir mal, porque insisto: sé, y más ahora
después de siete años, lo que supone tener niños, y comprendí que su reacción
fue una respuesta al miedo que sentía por que los niños se hicieran daño. A
ella, como a mí, le debieron de inculcar que un azote a tiempo corregirá
comportamientos indeseados, pero es mentira: ese niño tiene más posibilidades
de ser un adulto violento que un niño al que no hayan pegado nunca.
Desde
entonces, me he fijado en otra cosa en todos los países en los que he estado y
en especial en España y Australia: tres de cada cuatro veces que oigo a un adulto
regañar severamente a su retoño, se trata de un niño. Claro, ellos «se portan
más mal» que ellas y «son más desobedientes». No es cierto: ellos son más
físicos y ellas más psicológicas, pero de más obedientes y sumisas, nada. No
somos iguales y no se nos trata igual: a ellos se les castiga más. Pero ¿qué
pasaría si no se les regañara jamás, si se les escuchara siempre, incluso
cuando han pegado? No estoy hablando de permitirles que peguen, sino de
escuchar y tratar de comprender las razones de ese comportamiento. Los niños
necesitan ayuda para gestionar su agresividad, y el castigo no les ayuda, sino
todo lo contrario.
En
otra ocasión, también en Barcelona, presencié como una madre de un niño de unos
tres años le decía: «No llores, hombre; las señoritas van primero». Mis niños
ya no eran bebés; estaban por ahí jugando con su abuela y yo estaba sentada en
un banco, dedicada a uno de mis hobbies que es observar el asombroso
comportamiento humano. Tampoco esa vez conseguí mantener la boca cerrada; le
dije: «Tu hijo se ha caído del columpio y la niña ha aprovechado esos segundos
para arrebatárselo». Ella me miró aliviada y respondió: «Ah, no es tu hija». Había imaginado que la
niña, de unos siete u ocho años, era mía, y como yo no salté enseguida a reprenderle
por ese golpe bajo y hacer que le devolviera el columpio al niño, ella se vio
en el aprieto entre quedar bien conmigo o con su hijo. Y escogió quedar bien
conmigo, una desconocida a la que no volvería a ver jamás. Y a su hijo le soltó
la chorrada decimonónica esa de que las señoritas primero. Increíble. El niño
lloraba y pataleaba ante la injusticia. Ese día no se salió con la suya, pero
ya lo hará.
Como
suelo hacer para corroborar mis sospechas, a lo largo de estos últimos ocho
años, desde que tengo niños, he leído algunos libros y artículos de psicólogos
y sociólogos también preocupados por el trato que reciben nuestros varones más
jóvenes y he llegado a la conclusión de que la escalada de violencia de género
no va a detenerse durante décadas a menos que se tomen medidas drásticas ya,
sobre todo en el sistema educativo.
Que
el fracaso escolar sea un problema principalmente masculino no es ninguna
casualidad. Los varones están discriminados en la escuela y lo han estado al
menos desde que yo fui al colegio y lo vi con mis propios ojos, día tras día. El
profesorado en esos primeros años críticos sigue siendo en el año 2014
mayoritariamente femenino en todo el mundo. Eso preocupa porque por lo visto
hay demasiadas mujeres que no entienden bien la naturaleza de los varones y de
las niñas que no encajan en el modelo tradicional, que también son muchas (en
inglés las llaman tomboys). En
Australia, Estados Unidos y Gran Bretaña hace años que se están tomando medidas
para remediar la desmotivación y el fracaso escolar masculinos con proyectos
como The Boys Project, Raising Boys Achievement Project o The Success for Boys Project; en España,
por lo que leo, ni siquiera se considera un problema. Los niños por lo general
muestran más agresividad y necesidad de actividad física que las niñas por una
simple cuestión biológica: sus niveles de testosterona son más altos, incluso
antes de la pubertad. No es justo que se les exija permanecer quietos y que se
les ponga a sus compañeras como ejemplo de buen comportamiento. Si a eso se le
suma la gran importancia que se le da a la lectura y la escritura en esos
primeros años, habilidades que los niños suelen desarrollar más tarde que las
niñas, la discriminación en contra de ellos está asegurada. Cuanto menos
estudioso es un niño, más se le obliga a serlo, y eso es del todo
contraproducente. A las niñas no se les exije que se apliquen tanto porque ya
lo hacen. Los niños empiezan la carrera con desventaja y entran en la espiral
de la profecía autocumplida. Los que no alcancen los niveles impuestos por un
sistema retrógrado que no tiene en cuenta las necesidades individuales de cada
uno se convertirán en hombres inferiores, porque así se lo han hecho creer
desde el principio. A esos niños se les castiga más que a las niñas (tanto en
el colegio como fuera), son más propensos al acoso y la violencia, tienen cuatro veces más posibilidades de
visitar al psicólogo, y su autoestima es más baja. Los padres que todavía
recurren al castigo corporal pegan y castigan más a sus hijos que a sus hijas,
y por los mismos comportamientos. También se les insulta más a ellos. En casos
de delincuencia juvenil, los jueces son más severos con los chicos (que todavía
no son hombres) que con las chicas.