Mientras regresaba a casa en autobús, Marga no podía
dejar de pensar en lo afortunada que era. Ya sabía que la felicidad de una no
podía medirse comparándola con la de sus amigas, pero no podía evitarlo. Tenía
dos amigas del alma: Eva, que llevaba diez años casada y tenía dos hijos, y
Luisa, que a los treinta y nueve años seguía en busca de su hombre ideal.
Eva quería a su marido, pero estaba cansada de las peleas
constantes que tenía con él por dos motivos principales: uno, que él no hacía
nada por «ayudar» en casa, y dos, que a ella nunca le apetecía mantener
relaciones sexuales con él. Esto último iba estrechamente ligado al
resentimiento que sentía ella por «tener que cargar con todo». Él se sentía
rechazado y lamentaba que para que su mujer le diera cariño tuviera antes que
lavar «los jodidos platos».
Luisa acababa de romper con el último de sus amantes, un
hombre quince años mayor que ella, con quien se había liado al principio
impulsada por un sentimiento de pena, para meses más tarde descubrir que ella
se había enamorado tontamente. Al darse cuenta de eso, él decidió poner boca
arriba la última de sus cartas en el juego de la seducción: estaba casado y no
tenía ninguna intención de dejar a su esposa.
El día anterior Marga había estado en casa de Luisa
escuchando sus lamentos y reproches a sí misma. «No puedo creer que me haya
vuelto a equivocar», repetía Luisa mientras ella intentaba animarla con un
abrazo.
Rememoró la última vez que ella se había sentido así de
triste y su escritor había sabido escucharla y consolarla con las palabras
justas mientras le secaba las lágrimas con los dedos. No hacía mucho de eso.
Fue cuando a Marga se le murió su querida perrita, atropellada. Lo llamaba
siempre así, «mi escritor», no solo cuando pensaba en él sino también cuando se
dirigía a él. Era el término cariñoso que desde que lo conociera había
sustituido a su nombre de pila. El accidente de Mila había sido culpa suya, por
dejarla suelta. Un descuido de un segundo por parte de su dueña le costó la
vida a la perrita. Se la había regalado él, y por esa razón su sentimiento de
culpa fue aún mayor. Cuando le comunicó la noticia, sin embargo, no salió de
sus labios palabra alguna de reproche. Al contrario, sin decir nada, la rodeó
con sus fornidos brazos y la estrechó fuertemente mientras ella ahogaba sus
primeras lágrimas en el pecho de él. Tener amigas a quien poder contar sus
confidencias era bueno, pero ella, a diferencia de Eva y Luisa, tenía a su
escritor, siempre dispuesto a aparcar por un momento la confección de su última
novela para escuchar, sin interrumpirla y apenas pestañear, sus penas y
alegrías.

Metió la llave en la cerradura y la giró hacia la
izquierda. En contra de lo que había esperado, la puerta se abrió enseguida,
sin que tuviera que dar las dos vueltas enteras a la llave. La empujó con
suavidad, pero no tuvo tiempo a reponerse de la mezcla de sorpresa y anticipada
excitación que sintió al comprender que él se le había adelantado. El recibidor
estaba en penumbras, pero aun así, vislumbró su torso desnudo y el perfil de su
mandíbula cuadrada. La tomó de ambas manos para empujarla hacia el interior del
piso y despojarla del bolso, que cayó al suelo con un golpe seco. Su lengua ya
le recorría el cuello mientras la levantaba en volandas y cerraba la puerta con
un experto puntapié. «Y que luego digan que la actuación de los futbolistas en
el campo de hierba está reñida con la del campo de polvo», pensó Marga, y soltó
una pequeña carcajada, divertida con su propio chiste. Él lo interpretó como
uno de los ataques de risa a los que era propensa cuando tenía cosquillas, y
rio también. La había llevado hasta el colchón que ocupaba casi la totalidad de
una de las dos habitaciones del piso. A pesar de la creciente excitación de su
cuerpo, los sentidos de Marga se distrajeron por un momento al percibir el olor
fresco y el tacto suave de las sábanas recién lavadas.
—¡Has cambiado las sábanas! —murmuró complacida.
—Calla —susurró él y le selló los labios con un largo y
profundo beso mientras le desabrochaba la camisa.
Nunca hablaban, pero qué importaba eso. Marga se relajó,
dispuesta a disfrutar de un par de horas de erotismo de primera calidad. Sin
duda, era el mejor amante que había tenido jamás. Se empeñaba siempre en
satisfacerla a ella antes, y cuantas más veces mejor.
Casi sin querer volvió a pensar en Eva y Luisa. Se
preguntó cuándo habría sido la última vez que Eva había tenido un orgasmo
gracias a la hábil lengua de un hombre. Su marido ya no estaba para eso. En
parte por esa razón, con los años a ella se le habían quitado las ganas de
intimar con él. El sexo se había convertido para ella en una obligación de
esposa y algo que se resolvía en un revolcón de menos de diez minutos. Él le recordaba
constantemente los días, a veces semanas, incluso meses, que no lo hacían, y
ella se esforzaba por aparentar una apetencia sexual que no sentía, con la
esperanza de subirle a él la autoestima y que eso le empujara a compartir algo de su carga. Ella
no daba abasto con el trabajo, la casa y los niños, y necesitaba que él la
ayudara más.
Luisa era todo lo contrario de Eva. Durante los meses que
había durado su relación con el hombre mayor que resultó estar casado, había
disfrutado de buen sexo, como hacía con todos sus amantes. No tenía tapujos en
revelar que ella era quien dominaba las relaciones de cama. Era muy echada
hacia delante y nunca había tenido problemas a la hora de encontrar el amante
de turno. Pero nunca le duraban. Antes de que su desbocada pasión tuviera
tiempo a estabilizarse, la relación se desmoronaba por otras causas. Eva y
Marga opinaban que el papel dominante de Luisa en la cama, que en principio
gustaba a todos los hombres, terminaba por achicar su autoestima varonil.
—Gracias —murmuró, y dejó de pensar en sus amigas,
abandonándose por completo a él, en el momento que la penetraba.
Dos horas más tarde volvía a estar en la calle. Pasaban
de las nueve, y hacía horas que había oscurecido. Caminó por la calle
deteniéndose en cada tienda para ver los escaparates. No compraría nada; no le
hacía ninguna falta. Se sentía hermosa en los mismos vestidos, tejanos
estrechos y botas altas que había llevado el año anterior. Hermosa, escuchada,
amada, deseada... ¿Qué más podía pedir?
Sabía que nadie la esperaba en casa y se demoró en
llegar. Cuando lo hizo ya eran casi las diez. Tenía un hambre atroz y fue
directamente a la cocina con la idea de engullir lo primero que encontrase en
la nevera. Las luces domo detectaron su presencia y al instante la amplia e
inmaculada cocina blanca quedó iluminada. En la esquina de la ele que formaba
la isla central, un jarrón con catorce rosas rojas le dio la bienvenida.
Marga soltó un grito de júbilo y se llevó las manos al
pecho. Olió las rosas aspirando con fuerza y buscó entre los tallos una
tarjeta. La encontró dentro de un sobrecito. Leyó: «Feliz día de San Valentín,
mi amor. Siento mucho no poder compartirlo contigo. Te compensaré. No hagas
planes para el sábado: he reservado mesa en tu restaurante favorito. Te quiero,
Rafael».
Definitivamente, era la mujer más afortunada del mundo.
¿Quién tenía un marido tan romántico y atento como Rafael? ¿Qué importaba que
siempre estuviera de viaje de negocios y casi nunca en casa, y que no
estuvieran juntos hoy ni dos meses antes, cuando había sido su cumpleaños? Lo
celebrarían el sábado en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Él se
tomaba su carrera muy en serio y esa enorme casa la tenían gracias a su trabajo
duro. Siempre se había preocupado por que a ella no le faltara de nada. Incluso
le había pagado sus estudios y ahora Marga tenía la satisfacción de trabajar en
algo que le gustaba de verdad y de lo que no dependía económicamente. Ni Eva ni
Luisa tenían tampoco ese privilegio. Eva era administrativa en una empresa de
construcción. Tenía que aguantar los caprichos y el machismo de su jefe, pero
con los tiempos que corrían, no podía ni plantearse buscar otra cosa; tampoco
tomarse una excedencia para estudiar: no disponía de tiempo y en su casa eran
imprescindibles tanto su sueldo como el de su marido. Luisa era psicóloga y se
ganaba bien la vida, aunque sus amigas no dejaban de notar la ironía de que su
propia vida estuviera tan carente de la inteligencia emocional de la que tanto
hablaba. Y por mucho dinero que ganara, no tenía un marido que año tras año la
llevara de vacaciones durante dos semanas a un hotel de cinco estrellas en
Punta Cana o cualquier otro punto del Caribe.
Marga se sentó en el taburete frente a un gran plato de
espaguetis a la carbonara, recalentado en el microondas. El sexo siempre le
abría un apetito descomunal. Sabiéndose totalmente sola en la enorme finca de
las afueras de la ciudad, se dirigió a esas paredes blancas, limpias y
silenciosas, y les reveló sus cuatro secretos:
—He
encontrado a un hombre sensible y cariñoso, que me escucha y al que no le
importa verme llorar. He encontrado a un hombre que adora mi cuerpo y se
deleita haciéndome el amor a mí y solo a mí. He encontrado a un hombre que aporta
un generoso sueldo y se encarga del trabajo en casa. Y lo más importante: he
conseguido que ninguno de los tres conozca la existencia de los otros dos.