Últimamente algunos
amigos, familiares e incluso lectores que no conozco más que
a través de las redes sociales me envían artículos, fotografías o lemas
que dicen que hablan de mí: una viajera inagotable, expatriada, ciudadana del
mundo.
Los leo con interés y,
en efecto, me siento identificada. O mejor dicho, comprendo lo que leo, porque
lo he vivido. Y me halaga que piensen en mí, pero no os voy a engañar: yo ya no
soy lo que era, ni como viajera ni como expatriada.
No pienso en mí misma como una expatriada, o una extranjera, porque no me siento así en ningún lugar. La primera vez sí, pero hace ya muchos años de eso. Entonces decía Hello y antes de llegar a la segunda ele ya alguien me estaba preguntando de dónde era. Y yo respondía, no sin orgullo, que de Barcelona. Mi novio americano me regañaba, opinaba que no debía esperar que el mundo supiera dónde está Barcelona. Tenía que decir Spain. Ahora que ya podría anunciar que soy de Barcelona sin peligro de que nadie se rasque la barbilla, digo que soy de todas partes.
Hace dos semanas llegué a Filipinas y, aunque no había estado nunca antes,
el país apenas me sorprende o causa admiración. Es como si ya lo conociera. Lo
mismo me ocurrió el año pasado en Corea y en Japón (en Japón sí había estado
antes). No es culpa del país; soy yo: he viajado tanto que me he convertido en una
mala viajera. A veces me aburro, porque nada es nuevo. No me llaman la
atención las cosas demasiado parecidas a otras ya conocidas de
otros lugares. En las Filipinas se mezclan la pobreza y suciedad asiáticas con la
riqueza occidental y se nota todavía una fuerte influencia española y americana.
Hay gran cantidad de mendigos por las calles y destrozos; el terremoto del pasado octubre
ha dejado huella hasta en las paredes del piso donde nos hemos instalado.
Es un poco triste que lo más sorprendente hasta el momento haya sido esta frase, en boca de Brad, quien fuera en otros tiempos compañero de viaje y
otros avatares de la vida:
—¿Seguro?
Estábamos en Punta
Engaño, en la isla Mactán de Cebú, aunque allí la llaman Lapu Lapu, como el
primer héroe nacional, que se negó a pagar tributo al rey de España y
convertirse al cristianismo. Sus guerreros fueron los que mataron a Magallanes.
—Pero… ¿Magallanes,
Magallanes? ¿El explorador? —insistí yo.
—El mismo.
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Dave frente al lugar donde murió Magallanes |
No me chocó que se tratara de él, ya que Cebú está llena de referencias a Magallanes, su
cruz y el Santo Niño que entregó al rey y la reina de esta isla —Humabon y
Amihan antes de ser bautizados como Carlos y Juana—, sino que yo no recordara
ese dato de mis tiempos de primaria y sobre todo el nombre de Lapu Lapu. Esa es
una de las razones por las que me gusta tanto viajar: para volver a aprender
todo lo que olvidé. Aunque a veces tenga que discutir con la profe de turno.
—Magallanes descubrió
las Filipinas —nos dijo otro día la guía que nos enseñó el Fuerte de San Pedro,
el bastión triangular español más antiguo del país. Segundos antes me había
susurrado al oído—: ¿Qué hace esa mujer al lado de tu marido?
—¿Cómo que descubrió?
Las Filipinas ya estaban aquí antes de que llegaran los españoles —respondí yo,
y más bajito—: Es su novia y él ya no es mi marido.
—Fueron los primeros
europeos en llegar y Filipinas no era entonces una nación, así que se acepta que
Magallanes fue el descubridor —respondió con el tono de voz de alguien que ha
pronunciado las mismas palabras otra veces, y en un susurro las que no—:
¡Pero si tú eres mucho más guapa!
Más tarde nos pidió que
posáramos para una foto todos juntos con ella. Me la envió al día siguiente con
un mensaje y las palabras: «Por cierto, he cortado a la chica»; el título del
mensaje era «Beauty plus».
Hay que
ver cómo son algunas mujeres, pensé, ahora no puedo enseñar la foto a los otros
sin que alguna de las tres quedemos mal.
En esta etapa de mi vida
no viajo tanto para conocer otras culturas y otras maneras de pensar porque ya
todas se parecen tanto… La globalización me lo pone cada vez más difícil, y de
momento no deseo luchar contra eso. Pero sigo disfrutando de la gente, la
gastronomía, la naturaleza... De la comida lo que más me gusta es el kinilaw, la versión filipina del ceviche. Los filipinos son muy curiosos; me preguntan sin tapujos lo mismo que en todo el sudeste asiático (estado civil, procedencia, destino) y otras cosas más raras; por ejemplo, hace tres días alguien se interesó por si mi nariz es de verdad.
Pero no me canso de
viajar, es como una adicción. Adoro los aviones, los trenes, los autobuses y
los barcos. También las bicicletas, y más que nada mis dos pies. Viajo porque
me gusta moverme. Y también para no estar en casa.
Antes de seguir, tengo
que aclarar que yo no tengo casa. Sí tengo un techo bajo el que cobijarme, pero nunca he sentido el apego por la casa que siente la mayoría de la gente. En parte por eso no soy aficionada a la decoración de interiores. Puede que suene triste, pero para mí no lo es. Lo acepté hace muchos años ya,
la primera vez que me fui. Tengo base, y como he vivido en varios países, mi
base va cambiando. Desde que nació mi segundo hijo, está en un pueblo del
suroeste de Australia. Fui allí de vacaciones para recuperarme después del parto, y ya no regresé a mi casa anterior. Lo llamamos «casa» para entendernos; los niños dicen que
para ellos sí lo es. Hubo una época en que su hogar era Singapur. Imagino que
pronto llegará el día en que será el mundo, como el mío.
No es que no me guste
estar en casa, pero cada vez que llegamos a ella después de haber viajado, yo
paso días de desasiego, en los que solo pienso en volver a irme. Aunque me ha
pasado infinitas veces, a menudo me cuesta recordar que debo ser paciente,
dejar que pasen los días y controlar el impulso de meterme en internet y
comprar billetes para nuestro próximo destino. Me encuentro preguntándoles a
los niños: «¿Qué os parece si volvemos a vivir un tiempecito en esa isla de Indonesia donde no hay coches? Lo pasamos muy bien allí…» mientras
compruebo lo baratos que están los vuelos allí en esta época baja… Ellos suelen
decirme que no, que ahora desean estar en casa, «y además en esa isla huele a caca de burro», añade Alex. Todavía
no sufren el síndrome, la enfermedad, o como quieran llamarlo, de manera tan
acentuada como sus padres, aunque ya se observan síntomas: parece que es
genético, o se hereda con el ejemplo. Precisamente porque sé que mis hijos
volarán muy lejos y es probable que no seamos vecinos de escalera, ni
siquiera de calle, aprovecho ahora todo el tiempo presente para
disfrutar de su compañía y seguir volando juntos.
Ellos también disfrutan
de mi compañía, y de la de su padre, y si nos ponemos de acuerdo y nos pueden
tener a los dos juntos, son más que felices y no les importa quién haya de más,
mientras estemos los cuatro. Y si a ellos no les importa, a mí tampoco, porque ellos
son mis maestros y gracias a ellos desaprendo y reaprendo, y sigo desmontando
convenciones sociales que no van conmigo.
Así que ahora estamos en Filipinas (bueno, yo ahora mismo estoy en Corea,
es que ya he vuelto a moverme). Y viajamos hace dos meses a Malasia y
Singapur. Y un mes antes a la otra punta de Australia. Y yo empecé el año en
Indonesia... Han pasado solo cuatro meses y medio desde que se inició el año y
no hemos parado de ir de un lugar a otro.
Cuando llegamos a casa siento esa fuerza inmediata que me hace pensar en el próximo viaje. Sin embargo, cuando estoy
fuera pienso en volver. No añoro la vuelta —intento
siempre vivir el momento— pero me reconforta saber
que el viaje no será eterno, que todo se acaba. Como la dependencia de mis hijos
pequeños en mí; también se acabará y eso es bueno, y también es bueno saberlo.
De vuelta en nuestra base después del viaje a Singapur, estábamos tan contentos mis dos hijos y yo que pasamos días seguidos sin salir ni para ir a comprar. Mientras, se concretó con mi cuñada lo que llevábamos
semanas hablando con mensajes arriba y abajo: mi sobrina de once años vendrá a vivir cinco meses con nosotros. Mi madre la traerá a finales de junio y
a principios de diciembre la llevaremos nosotros de vuelta a Barcelona y de
paso nos quedaremos a pasar la Navidad. Estamos los tres muy contentos, ellos
porque convivirán con su prima tanto tiempo y yo porque seré madre de tres, y
de una niña a la que quiero tanto.
—La tendremos que llevar
cada mañana al colegio —les advertí a los niños—. Eso es lo que quieren sus
padres, así que por un tiempo tendremos que seguir una rutina. No será fácil
pero aún nos quedan unos meses para hacernos a la idea.
—¿Y mientras esté aquí no podremos viajar? Eso no puede ser —dijo Dave, que ya
tiene casi ocho años.
Empecé a contar con los
dedos: abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre… ¡ocho
meses! Ocho meses sin viajar son demasiados para esta familia. En agosto
haremos una escapadita a Bali, pero aun así…
—Miremos el lado
positivo —le contesté—: Así sabremos cómo se sienten los que están en arresto domiciliario.
Pero a mí tampoco me
acababa de convencer eso de estar tantos meses sin movernos de la base. Entonces me llamó Brad
y, casi sin pensar (aunque lo había consultado antes con los niños), le dije:
—En cuanto a lo que me propusiste... Sí, iremos a verte a Filipinas.
Y luego me escribió mi
amiga Tatiana, con la que realicé el viaje a Tailandia que me inspiró a dejar
el trabajo, la familia y los amigos para recorrer en solitario el Sudeste
Asiático. Sus palabras: «Ya sé que no te hace mucha gracia volver a Estados
Unidos, pero he estado pensando en tu idea y te propongo que
nos encontremos en Hawaii…». Y yo le contesté que sí, claro, porque iba a estar
en Filipinas y total, solo tenía que cruzar un charco muy pacífico.
Así que aquí estoy,
esperando mi vuelo a Honolulu después de haber pasado un día en Seúl. He visitado un templo y un palacio. No he hecho fotos: no me han impresionado, se parecen demasiado a los de Japón. Pero he comido en un restaurante de cocina coreana tradicional buenísimo y he conocido a dos chicos que me han enseñado cómo se confeccionan los pastelitos de miel y nueces típicos de aquí, y a decir awesome en coreano.
Mi vuelo
sale a las 17:40 y aterriza a las 8:35 del mismo día. Viajo hacia atrás... diecinueve horas hacia el pasado. Va a ser el día más largo de mi vida, pero lo estoy pasando bien.
No espero curarme nunca de este deseo irrefrenable de ir de un lugar a otro. Y aunque sé que no todo el mundo es así, yo no me siento incomprendida, ya no: tengo gran variedad de amigos como yo. Así es como se consuelan los que sufren el síndrome: juntándose, como dice el refrán: «Su madre los cría y ellos se juntan» (o algo así). No sé cuánto tiempo más seguiré en la misma base, pues hay otros lugares en los que también probaría a vivir largas temporadas, pero lo que más me gusta de mi rincón del mundo actual es que lo habita gente de todas partes, algunos expatriados y otros viajeros de paso, y en los últimos años muchos europeos: franceses, alemanes e italianos sobre todo, pero también algún que otro español. Casi todas las nacionalidades están representadas, aunque pocos se quedan: van y vienen. El mundo es cada vez más así, cosmopolita en todas partes, y a mí me encanta, por eso ningún sitio es mi hogar y todos lo son.