A los veintidós años
escribí mi primera novela. Nunca intenté publicarla, pero hace mucho tiempo que
está reposando y algún día volveré a leerla, quizás reescribirla. Apenas
recuerdo nada sobre ella, pero sí que la protagonista trabaja de dependienta en
una librería de Barcelona. Era un trabajo que a mí me habría gustado tener y
decidí vivirlo a través de un personaje de ficción.
Muchos años más tarde
encontré una librería de segunda mano cerca de donde vivía entonces, en una
pequeña ciudad de Australia. Era la mejor librería «de viejo» que había visto
jamás porque allí lo único viejo era el precio de los libros. Eran de segunda
(o tercera o cuarta) mano, pero estaban en perfectas condiciones. El dueño
empleaba horas cada día en su casa puliendo los que tenían las hojas demasiado
marrones, forrándolos, o quitándoles las manchas de café de las cubiertas.
Aprendí eso y muchísimas cosas más durante los más de dos años que tuve el placer
de trabajar allí.
Me presenté con las
manos vacías, solo yo y mis palabras:
—Me encantan los libros
y me gustaría trabajar aquí.
Al jefe le gustó mi
actitud, pero cuando al día siguiente sí le llevé el currículum, me dijo:
—Me temo que estás sobrecualificada.
Yo te contrataría solo de dependienta y no podría pagarte mucho.
No se lo dije entonces
ni nunca, pero la verdad era que habría trabajado allí aun sin cobrar nada. Así
que los $14 la hora (menos de la mitad de lo que cobraba dando clases de
español e inglés en una academia de Perth) fueron como un regalo.
Con plena confianza le
aseguré al jefe que yo sabía mucho de libros, porque leía mucho. Al cabo de unos
días me dijo que él apenas leía porque no tenía tiempo, pero sabía mucho más de
libros que yo.
—Pero ya aprenderás. Lo
que tienes es muy buen customer service y eso me gusta.
En cuanto entraba alguien
en la tienda yo enseguida entablaba conversación. La mayoría sabía lo que quería
pues se trataba de clientes asiduos, pero algunos llegaban en busca de una
recomendación. Entonces yo me sentía en mi elemento, pero tenía razón el jefe:
tuve que aprender mucho, por ejemplo, los nombres de las autoras de novela
romántica que en inglés abundan y se venden como pipas. También tuve que estudiar
las obras de muchos autores a los que hasta entonces no había prestado atención,
y cómo escriben, como quién escriben, qué acaban de publicar… Lo más importante
no era que hubieran ganado el Man Booker o el Pulitzer, sino que fueran
superventas (la sección de literary fiction era una de las más pequeñas
y menos visitadas de la librería).
Pocos meses después ya
era capaz de hablar de la obra de cualquier autor aun sin haberlo leído, y
venderlo de manera que el cliente no volviera al cabo de dos días y me tirara
el libro a la cabeza. La clave estaba en averiguar qué tipo de lector era, por
ejemplo, preguntando qué novela acababa de leer o cuál le había gustado mucho.
Cuando quien pedía sugerencias era alguien con gustos parecidos a los míos, le
recomendaba algunos de los mejores libros que he leído en mi vida. Una de las
satisfacciones más grandes de ese trabajo era (y sigue siendo) que un cliente
regresara para decirme que le encantó el libro que le recomendé.
Aparte del trabajo de
dependienta, yo aspiraba a saber todo lo que hay que saber para llevar una
librería. El jefe respondía a todas mis preguntas y enseguida empezó a
adjudicarme más responsabilidades. La tienda abría todos los días; los fines de
semana había más trabajo y los domingos me encargaba de todo yo sola. El jefe
no tenía vacaciones desde hacía más de dos años y un día me preguntó si me veía
capaz de quedarme al mando durante dos semanas mientras él se iba a Bali con su
familia. Le aseguré que podía marcharse tranquilo. Fueron dos semanas de trabajo muy
intenso —apenas tenía tiempo para comer— pero valió la pena: vendí muchísimo y
el jefe se quedó encantado. Entonces me dijo algo que guardo en la memoria para
rescatar en momentos de pérdida de entusiasmo:
—Nunca he tenido a nadie
como tú. Desde el principio supe que tenías algo especial, pero no sabía qué.
Ahora lo sé: pasión, tú trabajas con pasión.
—Es verdad: yo, o
disfruto con lo que hago, o no lo hago; antes prefiero vivir bajo un puente.
—Pero no me pareces el
tipo de persona que trabaje así de a gusto para otros. ¿Has pensado en montar
tu propio negocio?
—Por supuesto. I’m
just picking your brain.
No sabría cómo traducir
esa expresión: mi intención era aprender lo máximo del jefe para quizás algún
día fundar mi propia librería.
Después de esas dos
semanas quien se tuvo que tomar un descanso fui yo, porque aparte del tute que
me pegué, estaba embarazada y sufriendo las molestas náuseas de los primeros
meses. A medida que avanzaba mi embarazo, tuvimos que dejar claro cómo quedaba
mi situación laboral. Yo no quería perder el trabajo, pero siempre había tenido
muy claro que el día que tuviera un bebé, todo lo demás sería secundario. El
jefe tampoco quería perderme, así que llegamos a un feliz acuerdo y a las dos
semanas de haber dado a luz, regresé al trabajo. Metí al bebé en una bandolera
como había visto hacer a tantas mujeres trabajadoras lejos del mundo occidental,
y me lo llevé a la librería. Solo que yo no lo llevaba a la espalda, sino
delante porque me era más cómodo y me sentía más cerca de él. El primer
día el jefe me dijo:
—Creía que ya habías
parido.
—Mi adaptación a este
país es total: soy marsupial.
Fui mamá canguro y
librera durante casi un año más, en el que el jefe volvió a dejarnos al mando
durante otras dos semanas. Las cosas se complicaron un poco cuando el bebé
empezó a gatear; más aún cuando descubrió lo divertido que era sacar los libros
de las estanterías y tirarlos al suelo. Había llegado el momento de tomar una
determinación: el trabajo y el niño a la vez ya no podían ser. Al final tuve que dejar la librería porque nos fuimos a vivir a Malasia y a la semana de estar allí supe
que estaba embarazada de mi segundo retoño.
Siguieron casi tres años
en los que la sociedad todavía insiste en afirmar que «no trabajé», aunque en
realidad fueron los más laboriosos de mi vida. Nunca he dejado de leer a
diario, pero durante esa época apenas escribí (tres o cuatro artículos para una
revista y algún que otro correo electrónico) y me sentí intelectualmente muy
desconectada del mundo. Cuando volvía a Australia de visita, me gustaba ir a
ver a mi antiguo jefe para hablar de la librería y los libros. Le iba bien,
aunque siempre lamentaba no haber encontrado a nadie tan dedicado como yo y ya
no poder irse de vacaciones.
El día que mi segundo
bebé cumplió un año regresamos a Australia después de haber vivido unos diez
meses en Singapur. Nos habíamos trasladado a «la casa del sur» —la llamábamos
así cuando teníamos dos casas— y mi antiguo trabajo, que podría haber
recuperado, me quedaba demasiado lejos, a dos horas y media en coche. Sin
embargo, siempre que tenía oportunidad, me pasaba por mi librería favorita. Fue
más o menos en esa época, a mediados de 2009, cuando el jefe empezó a decirme
que las cosas ya no iban tan bien: las ventas de libros habían bajado en un 20%
y ya no podía permitirse tener a ningún empleado; se repartían todo el trabajo
entre él y su mujer. No solo no vendían sino que se les estaban acumulando los previously
loved books —un eufemismo muy usado por estas tierras— de los lectores que
se los entregaban a carretillas. Un día su mujer me dijo:
—¿Tú no podrías
encontrar ahí en Dunsborough alguna librería que aceptara todos estos libros y
me pagara dos dólares por ejemplar vendido?
Pensé unos segundos antes de responder:
—Es que en Dunsborough
solo hay una librería y… la verdad es que no es muy atractiva ni el personal
muy amable. Yo, si tengo que comprarme un libro, antes de entrar en The Bookstore conduzco media hora hasta
el pueblo de al lado.
Y entonces tuve una
inspiración.
—¡Me los llevo yo! No sé
cómo lo haré, pero ya encontraré alguna manera de venderlos.
La mujer del jefe accedió
a darme tantos libros como quisiera con el acuerdo de pagarle dos dólares por cada
uno que vendiera y devolverle el resto.
—Mejor te los pago todos
ahora, como si ya los hubiera vendido —resolví.
Mientras metía las cajas
repletas de libros en el maletero de mi coche, en los asientos de atrás, en el
del copiloto y en cualquier espacio aprovechable, me invadió una emoción que
todavía siento, cinco años después de haberme metido en esto, cada vez que
compro un buen lote de libros. Por un lado, era como tener un tesoro: yo misma
había escogido los libros, seleccionando solo los más populares, de mayor
calidad literaria y los mejor conservados. Por otro lado, no tenía ni idea de
cómo convertir esa mina de oro en dólares para recuperar al menos los casi
trescientos que acababa de invertir.
Se me ocurrieron varias
ideas, entre las que descarté enseguida alquilar un local, incompatible con mis
circunstancias y estilo de vida. La mejor todavía me sigue pareciendo lo que
les propuse a los propietarios de varios cafés de Dunsborough: añadir una
estantería con todos mis libros para crear un bookcafé. Yo no podía dedicar las horas necesarias a vender los
libros, pero se venderían solos, y yo solo iría a renovar el inventario y
recoger las ganancias. Estaba convencida de que ambas partes nos
beneficiaríamos, pero nadie aceptó. Así que seguí pensando y mientras tanto
conseguí vender algunos libros a través de anuncios, y recuperé $125.
Tardé un mes en dar con
la solución: el mercado del pueblo. En aquella época tenía lugar en un local —ahora
es al aire libre— y la primera vez no tuve más que llevar las cajas de libros. Aun
sin saber cómo me iría, volví a visitar al jefe para comprar otro lote de
ciento cincuenta libros. Pagué $15 y me asignaron una mesa, en la que dispuse
un mantel y unos doscientos libros pulcramente expuestos en orden alfabético.
Como topes, en los bordes de la mesa coloqué ladrillos forrados de una tela
preciosa que había cosido yo misma a mano. Recuerdo que ese primer día pensé
que si ganaba $30 ya habría valido la pena el esfuerzo. Los libros tenían un
precio de entre $3 y $10 dólares; alguien me preguntó por qué eran tan baratos,
¡si parecían nuevos y en las librerías costaban al menos $25! Exacto: ese sería
el secreto de mi éxito. En un solo día vendí unos treinta o cuarenta libros y
recuperé $250.
A partir de entonces asistí al mercado cada dos sábados. En un par de meses ya acumulaba
beneficios. Compré más libros de mis antiguos jefes y también de otras fuentes;
sabía dónde buscar porque eso también lo había aprendido en la librería. Visité
otros mercados, de las localidades vecinas, y empecé a ir cada fin de semana.
Me compré una marquesina y mesas plegables para los mercados exteriores.
Además, encargué etiquetas y tarjetas, me hice autónomo y registré el negocio
legalmente con el nombre de Dunsborough Books. El amable señor que me atendió
en la oficina de South West Small
Business Office me dio un montón de información sobre cómo llevar una pequeña empresa, además de ofrecerme cursillos que no tomé (no tenía tiempo; los niños
seguían siendo mi prioridad y yo solo dedicaba a los libros los fines de
semana). También me dijo que eso de tener un puesto ambulante era una idea
excelente, y que había gente —en su mayoría jubilados— que vivían mejor de ese
hobby de lo que lo habían hecho toda la vida con un trabajo «seguro». Sí, ya me
había dado cuenta muchas veces de que la gente mayor son los que mejor viven,
al menos en este país. Pero yo no quiero esperar a estar jubilada para vivir
bien porque, además, no pienso dejar nunca de trabajar; para mí el placer y el trabajo
siempre van unidos —creo que ya lo he dicho.

Cuando Dunsborough Books
estaba en la cima de la montaña y, trabajando solo los fines de semana, me
proporcionaba un sueldo equivalente a lo que ganaba con un trabajo bien pagado
en Perth de lunes a viernes de nueve a cinco, empezaron a salirme imitadores.
Hasta entonces no había visto a nadie que vendiera libros como nuevos al precio
que los vendía yo. Mi cash flow bajó
considerablemente, pero lejos de abatirme, ese hecho me halagó como si García Márquez
me hubiera plagiado. Yo fui la primera, pero no era necesario anunciarlo: la
gente ya lo sabía. Aun así, llegó un momento en que ya no me salían a cuenta
los madrugones y el trabajo a la intemperie en invierno, no por el dinero de
menos que estaba ingresando, sino porque ya no lo disfrutaba. Continué fiel al
mercado de Dunsborough (donde no tenía competencia), pero dejé de ir a los de
las localidades vecinas.
Desde hace dos años ya
solo le dedico a Dunsborough Books seis meses del año, los del buen tiempo. La
crisis del libro también se ha notado en esta parte del mundo y han cerrado
muchas librerías, entre ellas, la de mis antiguos jefes. En octubre del año
pasado renové el seguro y firmé el contrato para asistir al mercado de
Dunsborough durante los siguientes seis meses, hasta abril, pensando que quizás
será el último año que lo haga. Ahora no gano con la venta de libros ni la
mitad que hace cuatro años, aunque me sigue gustando mucho. En 2012 usé el
nombre de mi pequeño negocio para crear mi propio sello editorial, así que
Dunsborough Books sigue procurándome pequeños beneficios por otro lado.
Para mi sorpresa, la
temporada empezó muy bien. En octubre y noviembre las ventas fueron mejores que
el año anterior y pensé, animada, que si se mantenían, el año que viene
continuaría. Sin embargo, mi motivación renovada se vio truncada con una sola
llamada de teléfono. Los organizadores del mercado me informaron de que el
dueño de The Bookstore se había
quejado de mi presencia en el mercado, se había puesto en contacto con el shire (condado) y había amenazado con
llevarnos a juicio si no retiraba mi puesto de venta de libros inmediatamente.
Nunca entro en la que sigue siendo la única librería del pueblo. Hace un par de años
cambió de dueño, pero no mejoró en nada la tienda o la atención al cliente. No
era de extrañar que le fuera mal, pero que yo le supusiera de repente una
amenaza era una idea totalmente absurda.
De entrada, me desanimé
al momento. Alguien me aconsejó que llamara al shire, fuera a juicio, ¡peleara!, pero como siempre, preferí
escuchar a mi voz interior. Y no hice nada, porque yo en este aspecto no soy
peleona: si alguien me pone obstáculos en el camino, tiendo a buscar otro camino.
Aunque sentí un momento de lástima por mí misma, se me pasó enseguida porque mi
vida no depende de esto; tengo otras fuentes de ingreso y otras ideas para
seguir viviendo como me gusta y además vivir de ello. El propietario de The Bookstore, en cambio, debía de estar
muy desesperado para haber actuado así. Además, tenía que ser una persona
con muy poca visión, tanto de futuro como de presente. Aun sin conocerlo —preferí
no ir a verle, en parte porque él sí sabe quién soy yo— me dio pena. Quizás no
tuviera ni para pagar el alquiler del local. Al poco tiempo me enteré de que,
en efecto, estaba con el agua al cuello, y en busca de un comprador para su negocio
desde hacía un año.
Los organizadores del
mercado me dijeron que si encontraba alguna otra cosa que vender, quizás algo
que pudiera hacer yo misma, podía conservar el puesto, y me dieron un par de
semanas para pensar en algo.
¿Y si me pongo a hacer
tortillas de patatas y gazpacho?, pensé. Seguro que tendría mucho éxito. Pero
después de darle algunas vueltas, tomé la juiciosa decisión de no liarme con
temas de comida. Para empezar, tendría que solicitar permisos que con los libros no
necesito, pero lo más importante es que con la venta de libros nunca me llevo
trabajo a casa, en cambio sí ocio al trabajo, porque soy mi propia jefa y
en los ratos libres leo.
Sin muchas esperanzas, pedí a los organizadores que me llamaran si algo cambiaba. Estuve a punto de comunicar públicamente que Dunsborough Books dejaba de
existir como librería. Pero fui dejando pasar las semanas y casi me olvidé de
ese triste final. Podía explorar la posibilidad de volver a otros mercados,
pero no tenía ganas y además yo soy de Dunsborough y mi empresa se llama
Dunsborough Books, ¡no quiero irme de aquí!
Al cabo de dos meses,
otra llamada de teléfono, tan inesperada como la primera pero llena de alegría,
me trajo una buena noticia: The Bookstore
acababa de cambiar de dueño y el nuevo, entendiendo y respetando las leyes del
libre mercadeo, no me consideraba ningún peligro y por tanto podía volver a vender mis libros.
—Solo hay un pequeño
problema —me dijo una de las organizadoras del mercado en mi primer día de
vuelta—, y es que al propietario nuevo no le interesa el inventario de la librería y
no lo ha comprado. Nuestro amigo se ha quedado con todos los libros y me ha
pedido un puesto en el mercado.
Me pareció que estaba
buscando mi aprobación, así que le respondí:
—Por mí no es problema.
No es la primera vez que tengo competencia.
—Ya, pero es que yo no
quiero tenerlo. No es un hombre agradable. Nos amenazó, nos habló mal, nos
quiso denunciar y nos obligó a deshacernos de ti de un plumazo. Ahora quiere
hacerte a ti algo de lo que te acusó y sin razón.
Me encogí de hombros.
Ese no era mi problema y no seré yo quien juzgue a nadie. No sé quién es ese
hombre. Supongo que lo he visto por el pueblo, pero no sé quién es ni me
importa. Hace ya un mes que Dunsborough Books volvió al mercado, pero a él no
le han dejado; se lo han quitado de encima con excusas de espacio o similares. A
pesar de que apenas queda un mes y medio de temporada, he vuelto con las pilas
muy cargadas y hasta con vistas a continuar el año que viene. Y es porque ese
primer día de vuelta descubrí que la gente me había echado de menos. Una señora
a la que no recordaba haber visto jamás, exclamó:
—¡Ah, my favourite book lady, has vuelto!
Empecé a explicarle la
causa de mi desaparición pero, para mi sorpresa, ella ya conocía la historia.
—Todos pensamos que era
muy injusto que se te tratara así —me dijo otra persona.
Unos y
otros expresaron su alegría por volver a tenerme allí. Eso fue lo que marcó la
diferencia para mí y lo que me decidió a seguir. Y a pesar de los dos meses que
perdí, ahora me alegro porque de otro modo quizás no habría sabido nunca que a más
de una persona le apenó mi ausencia. Se me ocurrió entonces que la justicia
social sí existe.