Los que me conocen un poco sabrán que entre ser obediente o
consciente, yo me decanto por lo segundo. Detesto seguir órdenes y por eso he
huído toda la vida de personas controladoras y autoritarias, por eso trabajo
para mí misma a riesgo de tener menos seguridad financiera y por eso no envío a
mis hijos al colegio. Allí los enseñan a pasar por el tubo, y si a mí no me
gusta que me hagan eso, ¿cómo voy a hacer que se lo hagan a las dos personitas
que más quiero en el mundo? Eso de no hagas a los demás lo que no quieras que
te hagan a ti es una de mis máximas. Así que tampoco me gusta mandar. Vive y
deja vivir, esa es otra máxima. Yo solo cuento lo que hago y lo que pienso, por
si a alguien le interesa. Pero resulta que hay gente a la que le gusta mandar,
pero que no le manden. Seguro que todos conocemos a muchos de esos. Y luego hay
otros a los que no les importa seguir órdenes, sin consultarlo mucho con su
conciencia. Apostaría a que la gran mayoría de gente diría, no, yo no soy así,
a mí tampoco me gusta obedecer.
Pues no, parece ser que la mayoría de los adultos son obedientes. Para
mucha gente eso es una buena noticia, porque la obediencia está muy valorada, y
no es de extrañar: con un colectivo obediente se consigue orden y progreso. Con
ese fin se originó el sistema educativo prusiano a finales del siglo xviii, del
cual todavía se conserva la estructura, con tests estandarizados, un sistema de
premios y castigos, etc. Aunque en algunos casos se admire la rebeldía, la
originalidad o la diferencia, la mayoría de adultos también prefiere que los
niños sean dóciles, que sigan las normas, que trabajen, que no den problemas…
Yo cuando veo un niño así, tan buenecito, tan conformista, me pregunto: ¿es así
porque sí, porque es parte de su esencia? o ¿es así porque en sus pocos años el
sistema ya ha conseguido moldearlo?
Es una de esas preguntas eternas que se hacen los psicólogos,
psiquiatras, sociólogos, filósofos y también alguna gente como yo: ¿somos o nos
hacen? ¿Naturaleza o cultura, y cuál de las dos tiene más fuerza?
De que se nos educa para obedecer a la autoridad no hay duda, y hoy en
día la autoridad científica es tan poderosa como la religiosa. Pero hay gente
más obediente que otra, más conformista. ¿Por qué son así?, ¿porque han tenido
menos libertad de elección, menos opciones? No lo sé, pero lo cierto es que hay
más obedientes que díscolos, y a mí eso me preocupa. Yo creo que hay que educar
para pensar, no para obedecer «a los que saben más», pero estamos aún muy lejos de que eso suceda.

El experimento de Milgram resultó muy controvertido y se llegó a decir
que no era ético y había tenido consecuencias traumáticas para los participantes,
aunque la mayoría de ellos expresaron que se alegraban de haber participado y
haber sido conscientes así de su naturaleza humana.
Imagino que mucha gente pensará «yo no lo haría», pero claro que lo
harían y lo siguen haciendo. No hace falta hacer más experimentos porque la vida
misma lo demuestra cada día.
Voy a poner solo un ejemplo de cómo el ciudadano medio, en su mayoría, obedece antes a
la autoridad, en este caso científica, que a su conciencia. Es un caso que a mí
me afectó mucho, como ya saben los que me conocen, porque las víctimas fueron y
continúan siendo el colectivo humano más vulnerable y al que más aprecio,
admiración y apego le tengo: los niños.
Era más o menos el año 2003 cuando oí hablar por primera vez del
famoso método que miles de padres estaban siguiendo en España para ayudar a sus
hijos a dormir. Un neurólogo y fisiólogo catalán, Eduard Estivill, le puso su
nombre, aunque no fue él quien lo inventó; por desgracia hace décadas que se
practica en el resto del mundo occidental y es muy popular, aunque también tiene
muchos detractores. El gobierno australiano hace años que lo desaconseja porque
cree que pone en peligro la salud emocional del niño.
A mí, ver el libro Duérmete niño
en la lista de los más vendidos —llegó a más de tres millones y se tradujo a veintidós
idiomas— me horrorizó hasta un punto que no soy capaz de describir. Dejar a un
bebé llorar durante periodos de tiempo controlados, reconfortarle con la voz
sin abrazarle, abandonarle de nuevo para que se duerma solo en su cuna, limpiar
su vómito sin alarmarse ni prestar atención a esta forma de «chantaje emocional»
(en realidad el vómito es síntoma de un alto nivel de cortisol, la hormona del
estrés) constituyen actos de maltrato psicológico. No podía creer que esto
estuviera pasando en el siglo xxi y tan abiertamente; el doctor no paraba de
salir en televisión y conceder entrevistas. Sobre todo, no me cabía en la
cabeza que tantos padres y madres se negaran a dar cariño a sus hijos,
ignorando su propia conciencia, y
obedecieran a un doctor porque sí, porque él decía que eso era lo que tenían
que hacer, por su bien y por el del niño. Así mismo se lo dije a una amiga,
pero ella me respondió como todos los padres desesperados porque sus bebés los
despiertan por la noche: «Tú no tienes hijos, no sabes lo que es no poder
dormir por culpa del niño y tener que ir a trabajar al día siguiente. El doctor
dice que el método no perjudica al bebé, al contrario, y además, funciona». El
dato a destacar es que, el doctor, que es el experto, asegura que esa crueldad
no es perjudicial a largo plazo; los padres y el niño lo pasan mal mientras
implementan el método, pero una vez conseguido, ya está, todos dormirán bien y
serán felices. En otras palabras: el fin justifica los medios.
En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes
que el alumno no sufriría ningún daño a largo plazo, por mucho que llorara y
gritara a consecuencia de cada descarga eléctrica.
Cada vez que iba de visita a España se me revolvían las tripas por
este tema, pero pensé que igual los padres tenían razón. Yo no estaba en su
situación, no sabía qué suponía ser madre y no dormir por las noches. Hasta que
lo supe, en 2006, y acabé de convencerme de lo inhumano del método. Entonces
estuve segura de que pasará a la historia como un grave error, como cuando la
compañía farmacéutica alemana Bayer promocionó la heroína para curar los catarros
de los niños a principios del siglo pasado.
Por suerte, otro pediatra catalán, Carlos González, se hizo también
famoso con su libro Bésame mucho. Descubrir
que un experto esté de acuerdo con mi filosofía fue como encontrar una mina de
oro. Lo mejor era que al menos ahora los padres podían ver las dos caras de la
misma moneda y decidir a quién hacer caso. En defensa de Carlos González, al
que admiro mucho, tengo que decir que él aboga por la intuición. Ahí es donde
radica gran parte del problema, que desde pequeños se nos educa para obedecer y
no para ser conscientes, seguir nuestra propia intuición, cometer nuestros
propios errores y aprender de ellos. Si fuera de otra manera no serían tan
necesarios y populares los libros de autoayuda.
He leído en algún blog que Estivill se retractó hace un año más o
menos y ahora resulta que su famoso método ya no es tan bueno, aunque no sé qué
hay de cierto en ello. En cualquier caso, yo le perdono, después de todo, es
humano como todos y creo que se equivocó. Los padres que siguieron el método quedan
absueltos de todo pecado, claro, ellos no tuvieron la culpa, ¡solo seguían las
órdenes del médico! Pero el doctor solo les dijo que tenían que continuar, cada
noche, no desistir, y se lo dijo amablemente, sin levantar la voz ni insultar,
claro, porque lo hizo a través de un libro. En el experimento de Milgram también se les dijo a los participantes (solo cuatro veces) que tenían que continuar, siempre sin levantarles la voz ni amenazarles.
Eso es lo alarmante de
verdad, como escribió Milgram en 1974: «La gente ordinaria, que simplemente hace
su trabajo y sin hostilidad particular por su parte, puede llegar a ser agente
activo en un proceso destructivo terrible. Incluso cuando los efectos
destructivos de su trabajo son patentes y se les pide que lleven a cabo
acciones incompatibles con sus estándares fundamentales de moralidad, poca
gente tiene los recursos necesarios para resistir a la autoridad».