Hay algo muy especial en la relación entre abuelos y nietos, una
complicidad que no existe entre padres e hijos. Una de las grandes suertes que
yo he tenido en la vida ha sido la de conocer no solo a todos los míos, sino
también a tres de mis bisabuelos.
Tengo recuerdos de todos, aunque de cuatro de ellos muy pocos, porque
nos fueron dejando uno tras otro cuando yo aún era pequeña. Por el lado de mi
padre fallecieron tres: primero mi bisabuelo, al que llamábamos Papi y él a
nosotros —la bandada formada por un nieto aún niño y muchos biznietos que le
gastábamos bromas pesadas— nos gritaba «¡bordes!»; siempre sospeché que no
sabía nuestros nombres verdaderos. Siguió mi abuelo y poco más tarde mi
bisabuela, que era ciega y lamentaba la muerte de su único hijo sollozando:
«¡Mi hijo, mi hijo, ¡solo tenía cuatro años!». Por el lado de mi madre nos dejó
la suya, que era sorda y desde muy pequeña me animó a que me comunicara con
ella a través de la escritura en forma de pequeñas notas de papel.

De repente un año no hubo ninguna muerte en la familia. Fue raro, como
si hubiéramos estado afectados por la peste bubónica y por fin se hubiera
terminado. Hasta años más tarde no me di cuenta de cómo esa presencia tan
persistente de la muerte en mi niñez condicionó mi manera de asimilar las que llegaron
después y la consciencia de mi propio paso efímero por esta vida. Algo, dicho
sea de paso, que considero saludable para el alma, al menos para la mía: el de
saber que tenemos una vida, que es esta y que el momento de vivirla es ahora
porque mañana puede que no llegue nunca.
Durante años no se murió ningún abuelo más y después dos de ellos lo
hicieron con muchos años de diferencia. Fueron la Pina y el Avi, a los dos que
más quise, porque fue con los que más relación tuve, y a los que más recuerdo y
sigo llorando. La Pina era mi bisabuela; murió a los noventa y siete años.
Preparaba el café con leche y galletas más delicioso que he probado en mi vida
y tenía siempre pegada a los labios una frase que a mis primas y a mí nos hacía
partirnos de risa, porque ella estaba tan sana y lúcida de mente, que yo llegué
a pensar que era inmortal: «Més valdria
morir-se», le oía decir al menos cuatro veces al día durante los diecinueve
años que tuve el gusto de compartir la vida con ella. Como mi otra bisabuela,
tuvo la desgracia de haber sobrevivido a sus hijos. Me costó años acostumbrarme
a su ausencia; cada vez que iba a casa del Avi, me sorprendía esperando que
fuera ella quien me abriera la puerta.
Mis dos abuelos —el Yayo y el Avi— tuvieron en común tener dieciséis
años cuando estalló la Guerra Civil Española y morir los dos en el mes de mayo,
el mismo día con veintidós años de diferencia. Mi abuelo paterno, el Yayo, era
hijo único. En 1937 se lo llevaron al frente como a muchos otros y sus padres
no supieron nada de él durante siete años. Les dijeron que estaba «desaparecido
en combate» y lo dieron por muerto. En realidad, estaba cumpliendo el servicio
militar, que le obligaron a hacer después de la guerra, pues antes había sido
demasiado joven. Uno de los pocos recuerdos que conservo de él es el del
tatuaje que tenía en el brazo. Era de una serpiente y tenía escrito el nombre
de una mujer que no era mi abuela. Esa serpiente me fascinaba, más que nada
porque él me aseguraba que le salió así sin más, como un sarpullido, después de
que le picara una exactamente igual en África. También me contó que a veces,
después de haber estado pegándose tiros, hacían un alto el fuego y compartían cigarrillos
con el enemigo; luego, seguían matándose. De él sé más cosas por lo que me
contaron mis padres y mi abuela después que por lo que recuerdo. Como murió tan
pronto, lo mitifiqué o me quedé solo con lo bueno de él. No me importaba que
fuera mujeriego y adúltero, despilfarrador, bebedor y fumador. Hasta me reía
cuando mi padre me contaba que el suyo le usaba como tapadera para liarse a la
sirvienta. Su nivel de estudios era mínimo, pero era cultísimo porque su mayor
afición, por encima de las mujeres y de todo lo demás, era leer. De pequeña mi
madre siempre me decía que había sido autodidacta, algo que yo envidiaba. Ella
me lo contaba como ejemplo de persona que a pesar de no haber tenido acceso a
la educación, llegó a hacerse a sí mismo y adquirir un nivel cultural superior.
Pero yo pienso que fue así precisamente porque vivió la vida en primer plano.
Era un bon vivant que, como muchos
otros hombres que he conocido, despertaba admiración y cariño en mucha gente y
sin embargo, no siempre trataba bien a sus más allegados: sus padres, su esposa
y sus hijos. Es una paradoja que he visto
en muchos hombres, tanto en la Historia como en mi propia vida. Hombres
encantadores y a menudo muy atractivos, que me estimulan intelectualmente y de
los que atesoro su amistad, siempre mezclada con el gran alivio de no ser yo
pareja suya.
Mi abuelo materno, el Avi, no murió hasta hace poco. Bueno, hace ocho
años ya; ayer, como quien dice. Mi madre me había contado que durante la guerra
estuvo escondido, así que oficialmente fue un desertor. A mí me enorgullecía
mucho tener un abuelo que no quiso hacer la guerra y desde siempre quise saber
más de ese episodio de su vida. Durante un tiempo iba cada jueves a comer a su
casa, en el barrio de l’Eixample, cercano al edificio histórico de la
Universidad de Barcelona donde estudiaba. Me preparaba siempre una paella
exquisita. Después de comer seguíamos una especie de ritual. Yo le pedía que me
contara su vida y sobre todo los años de la guerra y él, siempre sonriendo, me
contestaba «poc que me’n recordo —literalmente:
poco que me acuerdo». Entonces se sentaba en su sillón para ver las noticias y
se quedaba dormido. Algo saqué, pero muy poco, y con los meses dejé de
insistir. Nunca creí que realmente no se acordara. Me debatía entre no dejar
pasar la oportunidad de conocer de primera mano pedazos de historia vividos en
la familia o respetar su decisión de rendir al olvido una época de pocas
alegrías. Antes de irme, me ponía a hurgar en las cajas llenas de postales de
muchos años atrás que se enviaban en la familia, algunas de mi madre. Me
chocaban mucho porque estaban todas escritas en castellano, cuando en casa de
mis abuelos solo se hablaba el catalán.
Mucho tiempo más tarde, pocos meses antes de que él muriera pero sin
nadie sospechar que pronto lo haría, tuve la inmensa suerte de convivir con él
durante cuatro meses, después de haber estado yo años dando vueltas por el
mundo. Una de las cosas que hicimos juntos fue visitar al sacerdote —entonces
seminarista— que se había escondido con él durante la guerra. Su hija pequeña —mi
tía Anna— había conseguido localizarlo después de varios meses de investigación.
Ella y yo orquestamos el encuentro sin poner en antecedentes a ninguno de los
dos, y esperamos su reacción. Después de más de sesenta años de no verse, no se
reconocieron. Así que los presentamos. La sorpresa, incredulidad y alegría de
ambos fue digna de ver; un momento muy emocionante. Al contrario que el Avi, el
sacerdote tenía la mente muy clara y despierta, y recordaba muchas cosas de la
guerra, que nos contó encantado. Yo fui con una libreta y un bolígrafo, y lo
anoté todo.
Estuvieron los dos escondidos en un cuarto de cuatro metros cuadrados
de una casa particular durante trece meses, después de que el Avi consiguiera
escaparse de recibir instrucción en el Collell por parte de los republicanos;
lo que le tocó. Pasaban los días jugando al ajedrez, haciendo punto de malla,
garlitos de cañas de pescar o zuecos con piñones de olivas; no tenían
suficiente espacio para hacer ejercicio. También dibujaban y escuchaban la
radio de galena. Conocieron la noticia de la batalla del Ebro gracias a Queipo
de Llano, que emitía desde Sevilla. Durante
ese tiempo, solo salieron una vez a la calle, una noche a buscar leña, y
pasaron muchísimo miedo. Otra vez fue la policía a inspeccionar el piso. La
señora de la casa cerró la puerta de su cuarto, el único que daba a la cocina y
no a un patio central, y la policía no se dio cuenta. Ellos se escondieron
detrás de un montón de leña pero de haberse percatado de la existencia de ese
cuarto, seguro que los habrían pillado porque se notaba mucho que ahí había
alguien «que mataba moscas».
—Nos habrían enviado al frente. De una buena nos libramos, ¿eh, Josep?
—dijo el cura dándole una palmada en el hombro.
El Avi rió como hacía años que no le veía hacerlo. Siempre había sido
taciturno; ahora ya llevaba muchos años que lo único que decía era «bueno,
bueno». Esta vez, sin embargo, parecía que los recuerdos estaban muy vivos en
su memoria, y quiso añadir algo. Anna y yo abrimos mucho los ojos y afinamos
los oídos, pero las palabras se le enredaron en la boca y no consiguieron salir.
Cuando terminó la guerra, se presentaron a los nacionales, que los
hicieron caminar desde Girona hasta Barcelona junto a otros prisioneros que no se
habían presentado a filas. De ahí los llevaron a un campo de concentración y de
ahí a hacer la mili. El Avi estuvo dos años en Melilla, donde aprendió a
conducir camiones.
Años más tarde fue conductor de autocares. Una de las imágenes más
vívidas que tengo de mi niñez es la de subir las escaleras del autocar y allá
arriba, detrás de aquel volante horizontal tan enorme, ver al Avi, siempre
sonriente y fumando un puro. Un día subí con mi hermana, que lloraba. «Plora, plora, m’encanta la música de les
nenes quan ploren», dijo el Avi. Mi hermana, tan sorprendida como yo, dejó
de llorar. A mí esa frase no se me olvidó nunca. Volví a tenerla muy presente
el día que él murió, y le hice caso, lloré mucho. Él se fue sin hacer ruido,
nunca lo hacía. Dejó todo dispuesto para que nadie más tuviera que preocuparse
de los trámites posteriores a su muerte, pero no dejó escrito en ningún sitio
que no le lloráramos.
A mí también me gustaría ser abuela algún día y ya dejo escrito que no
me iré al cielo y que sí me gustaría que me lloren.
Amén.