Una de mis lecturas de primera juventud, que jamás olvidaré y que
ahora creo que debió de inspirarme profundamente, fue Mi familia y otros animales de Gerald Durrell. Se trata de un
relato autobiográfico que describe en clave de humor la vida de la familia del
famoso naturalista inglés cuando él era niño y se trasladó con su madre y
hermanos a Corfú. También habla con todo detalle de la rica fauna de la isla
griega. En particular, me encantó leer sobre las excentricidades de Larry, el
hermano mayor de Gerald, gran viajero que ya iba camino de convertirse en
reputado novelista.
Ha pasado mucho tiempo, pero a menudo me acuerdo de ese libro, que
espero volver a leer dentro de pocos años con mis hijos. Creo que les gustará porque
tiene mucho que ver con nuestra propia vida, también en una isla, aunque mucho
más grande, y también con muchos animales interesantísimos, la gran mayoría
endémicos, que significa que no se encuentran de forma natural en ninguna otra
parte del mundo.
No es de extrañar, entonces, que cada vez que alguien me pregunta qué
tal me va la vida aquí, en Australia (muy bien, gracias), la conversación
pronto gira en torno al tema de los animales. A veces algún amigo o familiar me
escribe unas líneas expresamente para hablarme del último documental que ha
visto y de lo peligrosa que es la fauna en este país. Llevo ya más de una
década por aquí y tiendo a quitarle importancia al tema, aduciendo que esos
documentales dan una impresión equivocada. Pero la última vez que alguien de
casa me advirtió que tuviera cuidado con los animalitos y yo respondí: «Nunca
hemos tenido ningún percance; bueno, excepto la vez en que se coló un lagarto
de medio metro en casa, y otra vez que encontramos una serpiente en el jardín…
ah, y el día de los escorpiones, y…» me di cuenta de que es verdad: en casa
vivimos Dave, Alex, yo y… un montón de otros animales.

Bajo nuestra casa vive desde hace años otro lagarto al que los niños
llaman Blackie porque sus escamas son completamente negras. El que se coló en
casa era un racehorse goanna. Fue
Dave, con cuatro años, quien lo descubrió y me dijo tan tranquilamente: «Hay un
bicho en el cuarto de baño». Yo me asusté porque este tipo de lagarto, si se ve
amenazado, puede trepar a un ser humano y morderle, o al menos eso fue lo que
me dijo el guarda forestal que tenía que venir a sacarlo de casa. Estuvimos dos
horas esperándolo mientras yo buscaba en internet toda la información posible y
se la explicaba a los niños. Fueron dos horas muy emocionantes durante las
cuales el lagarto pasó al salón y se metió debajo del mueble de la televisión.
Al final conseguimos guiarlo hasta fuera con el sol de la tarde entrando por la
puerta abierta.
A Dave y Alex les fascinan los animales, como sospecho que a la gran
mayoría de niños. A los míos les gusta observar su comportamiento, saber lo que
comen, cómo duermen, si son o no peligrosos… Yo les saco libros de la
biblioteca para satisfacer su curiosidad y si tengo alguna duda no tengo más
que preguntarles. Dave, sobre todo (porque es el mayor) tiene las respuestas a
todo lo que yo no sé o se me olvida: si tal animal es vivíparo u ovíparo; mamífero,
reptil, anfibio o insecto; vertebrado o invertebrado (aunque para ser exactos
ellos dicen: tienesqueleto y notienesqueleto); herbívoro, carnívoro u
omnívoro… A los niños de aquí les instruyen en el colegio sobre los diferentes
tipos de serpientes y arañas para que distingan desde pequeños las peligrosas
de las que no lo son. Los míos también conocen los nombres de todas las arañas,
las que pueden tocar y las que no; de serpientes salvajes no deben tocar ninguna,
pero a menudo van a una reserva de reptiles cercana a nuestra casa donde sí
pueden acariciar y enroscarse, con supervisión adulta, a las enormes pitón.
Hace poco fui a caminar durante unos días con mi tía que estaba de
visita desde Catalunya, y uno de los aspectos más interesantes de la excursión
fue el encuentro con la fauna salvaje, en especial dos veces con una serpiente
tigre. La primera vez la vimos tomando el sol y la observamos desde una
prudente distancia. La segunda vez yo estaba sola; me había sentado en el
camino para quitarme la arena de una bota y de repente alcé la mirada para
encontrarme cara a cara con una de las serpientes más venenosas del país. Me
levanté de un salto con una exclamación; un amigo me había dicho pocos días
antes que en contra de lo que la mayoría piensa, hay que hacer ruido para
ahuyentarlas, pues ellas nos tienen más miedo a nosotros, los humanos, que al
revés. En efecto, la serpiente reculó, lentamente, casi como disculpándose, y fue
un momento muy especial y emocionante: estar tan cerca de una picada que puede
ser mortal pero a la vez tan lejos porque en realidad ella, como yo, solo
pasaba por allí… te hace apreciar la vida.
En casa, cada mes de octubre y sobre todo noviembre que es la época en
que crían, tenemos a urracas recelosas que temen por sus pequeñines y atacan a
los humanos que caminan inadvertidamente por debajo de sus nidos. Este año no
hemos tenido muchos problemas, pero hace un par de primaveras no podíamos salir
de casa sin que nos vinieran a picotear la cabeza, y yo no lograba quitarme de
la mente una obsesiva imagen de Los Pájaros
de Hitchcock. Los niños las temen menos que yo porque han aprendido con
naturalidad los aspavientos que deben hacer para alejarlas. Luego están las cucaburras,
unas aves muy simpáticas que no hacen nada, pero se ríen y son tan estridentes
sus carcajadas que por las mañanas pueden despertarnos antes incluso que el
gallo.
Ah, sí, es que tenemos un gallo, y gallinas, claro; desde hace unas
semanas una menos porque una noche se nos olvidó cerrar el gallinero y se la
comió un zorro, de los que también abundan mucho por aquí. Ahora que los niños
ya no son bebés, no se contentan con los animales salvajes que nos rodean. Primero
fueron las gallinas, a las que les gusta dar de comer, acariciar y coger en
brazos… Yo me limito a recoger los huevos, alimentarlas y limpiar las
cagarrutas, qué remedio. Además ahora tenemos peces y cuatro budgies (el periquito común o cotorra
australiana). Los niños ya se están preocupando por quién nos los va a cuidar
cuando nos vayamos de viaje, que es algo bastante constante en nuestras vidas.
Hace un par de semanas estuvimos fuera de casa durante seis días y, temiendo
por la vida de los peces, decidimos llevarnos la pecera, hecho que fue motivo
de muchas risas y más de un susto… Los pobres peces sobrevivieron el viaje a
pesar de haberlos olvidado una noche en el calor asfixiante del coche,
habérseles volcado el agua otro día y —el momento más angustioso— haberles
puesto una vez el agua demasiado caliente.
El pasado verano del hemisferio norte estuvimos en Barcelona y los
niños adoptaron a un par de tortugas (además de dos peces, caracoles y otros
insectos que recolectaban por ahí). Hace ya casi cuatro meses que regresamos y
cada vez que comentamos algún aspecto de ese viaje, Alex suspira y dice: «Echo
de menos a las tortugas». También me han pedido que compremos un hámster y me
escuchan fascinados cuando les explico las peripecias de los que tenía mi
hermano cuando éramos pequeños. Yo no tuve animales, y en cambio les hablo del
día en que con dos años (no lo recuerdo pero me lo contaron) abrí la jaula de
los canarios de mi abuela para dejarlos volar en libertad.
Siento un profundo respeto por los animales y me encanta que los niños
tengan tanto interés por ellos. A algunos les tengo fobia; digan lo que digan
las estadísticas, cuando vas a la playa y ves con tus propios ojos a un tiburón,
es para pensárselo dos veces antes de darse un chapuzón. En general, prefiero
guardar las distancias con todos, aunque insisto en que es por respeto. Quizás por
eso, los que peor me caen son los que no cumplen esta norma: las moscas y sobre
todo los mosquitos. Y tampoco soy muy fanática de los perros; por mucho que «no
hace nada, solo quiere jugar», no me fío: de pequeña me atacó uno sin
provocación y de mayor he vuelto a ser testigo varias veces de ataques de
perros a niños. (Me consta que los abusos de humanos a perros y otros animales
es mucho mayor y, por supuesto, lo encuentro aberrante e injustificable).
Cuando llegué a Australia no se me ocurrió pensar que una de las cosas
que agradecería algún día es precisamente que sea la cuna de animales tan
diversos, aunque algunos sean de los más letales del mundo. Me siento
afortunada de que mis hijos crezcan en un país donde se puede observar a muchos
de ellos en su hábitat y estado naturales porque creo que así obtienen un
respeto por la naturaleza que no se aprende de otra manera.