Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 20 de diciembre de 2012

«45 segundos», un relato

 
Llevo al menos cinco minutos sentado en la tabla, con las piernas a cada lado colgando dentro del agua y las manos chapoteando, de puro aburrimiento. Empiezo a sentir el frío congelarme las manos y los pies desnudos. Los dientes me castañean sin control, tengo la cara pálida y los labios morados. Dentro de menos de una hora todo mi cuerpo se teñirá de diferentes tonos pálidos y morados. Dentro de menos de una hora estaré muerto.

Pero mientras espero a que llegue la próxima ola todavía no sé que este día de frío otoño es el de mi muerte. Si lo supiera, ahora mismo nadaría hacia la orilla y daría el día por terminado. Por otro lado, si alguien o algo —un ángel, una voz, un presentimiento— me avisara de lo que va a pasar, no les creería y me quedaría donde estoy. El significado de eso debe de ser que no puedo escapar a mi destino, que ya está escrito.
       
No estoy cansado y quiero más. Hace más de una hora que estamos aquí, David, Tony y yo, y hemos pillado buenas olas. Y cuanto más buenas son más queremos. Ahora miro a mi derecha y a lo lejos puedo discernir sus perfiles entre las figuras de otros surfistas, todos escudriñando el horizonte. Si viene una buena ola se pondrán a manotear el agua como locos para alcanzar la cresta, y el frío que se les cala en el cuerpo se evaporará. Desde aquí se ven demasiado apretados, como si se tocaran unos a otros. Yo necesito mi espacio, así que estoy aquí solo, alejado. Supongo que por estar desmarcado, destaco y por eso me elegirán a mí. Elegirán a lo que parece una foca solitaria para saciar su hambre.

Lo curioso es —¿o debería decir irónico?— que esta foca no debería estar hoy en el lugar equivocado a la hora equivocada. Mi presencia aquí se decidió de improviso anoche, en el pub. Entre cervezas —creo que yo iba por la quinta o quizás la sexta, no sé, es difícil seguir la cuenta— empezamos a soltar salvajadas incoherentes hasta que uno de nosotros dijo por fin algo razonable: ¿Por qué no vamos a Santa Margarita el fin de semana? El pronóstico del tiempo pinta bien. Eso dio la noche por finalizada y dejamos de beber. (Ahora que caigo, se me hace extraño pensar que nunca más volveré a tomarme una cerveza). Saldríamos a las cuatro de la mañana para llegar justo antes del amanecer. Eso quería decir que me quedaban seis horas de sueño a partir de cuando llegara a casa. No era muy tarde así que llamé a Michelle para anular el plan de pasar el fin de semana juntos. Ella había salido con sus amigas para celebrar una despedida de soltera. Pareció contenta al oír mi voz, sin duda estaba ya más que achispada. No quise alargarme para no distraerla demasiado ni darle oportunidad a un reproche. Lo siento, cariño —le dije y noté al instante el efecto positivo que la esporádica palabra «cariño» causó—, tendremos que dejarlo para el próximo fin de semana. Mañana las olas estarán que ni pintadas y no nos las podemos perder, bajamos a Marga.

Tengo veintinueve años y esta es la relación más larga que he tenido: tres meses, para mí, una eternidad. Aun así, mis prioridades no han cambiado. Ella se mueve con cautela y acepta que el mar es mi primer amor. Aunque no hace surf, comparte este amor y no es celosa de él, y eso me hace pensar que me quiere. Sabiendo que me adora, yo tengo más libertad de seguir siendo quien soy, con lo bueno y sobre todo lo malo que eso conlleva. Podríamos decir que la figura dominante en esta relación soy yo. Quizás por eso haya durado tanto. No sé si la quiero, pero sé que es maravillosa, loca y atrevida. Puede que eso nos haga almas gemelas. Si le molestó el cambio de planes de anoche, es demasiado lista para haberlo demostrado. Divertios, te veré la semana que viene —esas fueron sus últimas palabras dirigidas a mí. Vale, nos vemos —dije yo. Y resulta que los dos mentíamos. No volveremos a vernos nunca más.

Si hubiera sabido que no iba a  volver a verla le habría dicho que la quiero, incluso sin estar seguro de ello. Cuando uno se va a morir, ¿qué más da que no sea verdad?, mejor que ella creyera que fue de la única mujer que estuve enamorado. Además, habría recordado mis últimas palabras durante años y años y habría sido algo bonito para contar a la familia y los amigos. Por otro lado, como nunca le he dicho nada parecido antes, se habría extrañado y después de mi muerte le habría dado vueltas al porqué dije lo que dije, ¿es que sabía de alguna manera que iba a morirme? No, no lo sabía. Si lo hubiera sabido, tal como he dicho, habría intentado evitarlo. Mirado de esta manera, es muy poco realista que le hubiera dicho que la quiero anoche por primera vez y por el móvil, con la música y los sonidos de gente en proceso de embriaguez como telón de fondo a ambos lados de la línea.

De cualquier manera, yo no debería estar aquí. Debería estar pasando el fin de semana con Michelle. O no, porque... ¿no decido siempre todo en el momento, sin planear nada? No importa, no puedo seguir comiéndome el coco con «y si hubiera hecho esto y si hubiera hecho lo otro». Estoy aquí, me guste o no me guste. Ellos están aquí —y eso sí que no me gusta, aunque todavía no lo sé—, acechando bajo la superficie desde poca profundidad. Pelearemos durante cuarenta y cinco segundos. Ellos ganarán; son dos contra uno. Yo perderé. Moriré. Y estos son los hechos. No hay nada que nadie pueda hacer, es ya demasiado tarde.

Mientras siento el primer mordisco, que es en la tabla y es el que me hace tambalear y caer al agua, mi mente se inunda con mil pensamientos a la vez. Primero viene la sorpresa —¿qué puede ser?, ¡una ola no!— y entonces, al ver qué es, la inmensa, casi incontenible conmoción. La mandíbula se aferra a la tabla y detrás de ella aparece la cabeza. Con el crujido, que me parece ensordecedor, yo caigo al agua y la tabla salta por los aires. Ahora solo pienso en una cosa: nadar lo más lejos posible. Pero no puedo: viene a por mí.

Antes de sentir el primer empujón logro gritar con toda la fuerza de mis pulmones. Me agarro a una aleta y le golpeo la cabeza una, dos, tres veces. Nunca he pegado a nada o a nadie con tanta violencia y empiezo a sentir las uñas rasgándome las palmas de las manos y los nudillos cortándome la piel. Sigo voceando y pegando fuerte, esperando asustarle, pero se me escapa de las manos. Oigo voces que no son la mía, vienen de la playa. ¡Venga, amigo, nada, nada, tú puedes! Y entonces veo al otro, moviéndose en círculos alrededor de mí.

Un centenar de cuchillos me perforan el abdomen y un regusto amargo de cerveza y pizza me sube a la garganta. La espuma está teñida del rojo de mi sangre. Los chicos de la playa siguen gritando, animándome. Uno de ellos vendrá a rescatar mi cuerpo ya sin vida, arriesgando la suya propia al meterse en este baño de sangre. Pero de momento todavía no sé que me voy a morir. De hecho, estoy pensando en los titulares de los periódicos si escapo de esta. Si vivo para contar la historia me convertiré en una especie de héroe. Esta idea me mantiene fuerte, pero ya no puedo moverme. El segundo bocado me perfora la arteria femoral.

De repente tengo sueño y me vienen a la cabeza los recuerdos más extraños. Me veo comiendo gusanos de seda a los tres años y a mamá riñéndome por eso, saliendo a pescar con papá, comiendo la tarta de limón y merengue de la abuela, haciendo surf por primera vez en la playa de la Golondrina a los doce años, poniéndome ciego en mi fiesta de cumpleaños a los veintiuno, buceando y cazando langostas con Mick, haciendo surf por las playas de todo el mundo, mandando a Gabi a la mierda, pasando la noche en comisaría por «violencia callejera» en San Fernando, haciendo el amor a Michelle... Pequeños pedazos de mi vida se repiten delante de mis ojos. Así que ha llegado el momento: me estoy muriendo. ¿No es esto lo que dicen que pasa cuando uno se muere?

Pero no tengo miedo, incluso ahora. No siento pesar ni tristeza y no me arrepiento de nada. Solo siento el dolor que me va a hacer perder la conciencia. Y de repente: felicidad y gratitud por la vida que he tenido y por estar aquí ahora, haciendo lo que más me gusta. Si el tiempo se pudiera parar cuando todavía me queda un segundo de vida y algo o alguien —un ángel, una voz, un presentimiento— me dijera que tengo una última oportunidad de volver atrás, de evitar mi destino, seguiría sin escuchar. Solo quiero tumbarme aquí en el mar y mirar el cielo desde mi lecho eterno. Estoy muy cansado. Luego me levantaré y seguiré haciendo surf.




Este relato lo escribí en memoria de mi querido amigo Brad Smith, que murió en las circunstancias exactas que se relatan aquí, atacado por dos tiburones blancos el 10 de julio de 2004 en Gracetown, Western Australia. Los nombres de las personas y lugares del relato y su última noche son ficticios. Michelle no existió. Smithy, como le llamábamos cariñosamente, no tenía novia, ni coche, ni casa. Trabajaba a temporadas para poder viajar en busca de las mejores olas del mundo. Cuando estaba «en casa» vivía con sus padres, aunque pasaba más tiempo en el mar, haciendo submarinismo, surfeando, pescando o navegando en barco. Tomó su última ola muy cerca del lugar que le vio nacer.

                          Brad Smith, 23 de septiembre 1974 - 10 de julio 2004