Cuando
me dispongo a escribir este artículo, han pasado solo unos días desde que se
celebrara un año más el Día Internacional de la Mujer. Me llama mucho la
atención que en los últimos años haya tenido tanta repercusión este día, al
menos en las redes sociales, y que se felicite a las mujeres de manera similar
al Día de la Madre o de San Valentín. Hace una década o dos pasaba menos desapercibido.
Yo
no tuve constancia de esta fecha hasta el año 2000. En tal día me encontraba en
Camboya, donde el Día de la Mujer es festivo. Había ido a la playa con Mark, mi
compañero de viaje, y nos sorprendió encontrarla llena de niños rebosantes de
alegría por tener fiesta de colegio. Sin haberme visto nunca antes, se
acercaron a mí para tocarme la ropa y regalarme flores, como si el motivo de la
celebración fuera gracias a mí, por el mero hecho de ser mujer. Mark me invitó
a cenar para celebrar «mi día» y anduve toda la jornada con la sensación de que
era mi cumpleaños, así que ese año tuve dos en el mismo mes.
No
me preocupé por averiguar si a los niños camboyanos les explican el significado
de tal fecha, aunque imagino que al menos algunos son curiosos e inquisitivos
como lo era yo de niña (y sigo siendo, por supuesto) y deben de preguntar como
mínimo por qué hay un día para la mujer y no uno para el hombre. Esa es la razón principal por la que me parece positivo
celebrar el Día de la Mujer: para que los niños sean conscientes desde temprana
edad de la necesidad de seguir pugnando por el cambio y el camino hacia un
mundo más justo entre hombres y mujeres.
Resulta
que el Día Internacional del Hombre sí existe; es el 19 de noviembre. Yo hace
años que lo sé y me pregunto por qué no lo sabe todo el mundo y sobre todo esos
hombres que se quejan de que ellos no tienen su día. Me recuerdan a mí cuando
de pequeña un Día de la Madre le pregunté a la mía cuándo era mi día, ¡el de la
niña! (me contestó que el 6 de enero…) Antes de lamentarse públicamente en las
redes sociales, podrían hacer una búsqueda en Google que no les llevaría más de
dos segundos para tener la confirmación de que en el Día del Hombre se busca
promover más o menos lo mismo que en el de la mujer: la igualdad entre los
géneros, con la variante de que se celebran los logros y contribuciones de los
varones hacia la sociedad, la familia, el matrimonio y el cuidado de los niños.
Supongo
que los que se quejan son machistas. Los hombres feministas no se quejan y reconocen
la necesidad de hacer ruido cada 8 de marzo y cada día del año, porque las
estadísticas siguen siendo espeluznantes. Lo más alarmante es la violencia de
género, pero lo que a mí no me entra en la cabeza es que las mujeres reciban un
salario menor por realizar el mismo trabajo que los hombres.
La
primera vez que supe que esto es así y es perfectamente legal fue cuando a los
diecisiete años le conseguí un trabajo a mi hermano en una tienda de motos. Yo
ya trabajaba para la dueña, cuidando de su hijo de tres años más de lo que lo
hacía ella. Era un niño falto de cariño, tildado de desobediente y «malo»; ese trabajo me marcó e influenció mi manera de ver la maternidad, aunque eso es otra historia. La cuestión es que cuando la madre me preguntó si tenía
alguna amiga que pudiera trabajar en la tienda, le contesté que no pero que mi
hermano acababa de llegar de la mili, buscaba trabajo y era un apasionado de
las motos: sería ideal para el puesto. Su respuesta me dejó atónita: «Prefiero
una chica para poder pagarle menos».
Esa
mujer era una víbora. Cuando se lo comuniqué a mi hermano, me dijo que el
dinero no le importaba y al final la víbora accedió a contratarlo. A mí me
pagaba una miseria por cuidar de su hijo cinco o seis horas diarias (en teoría
eran tres pero la teoría nunca coincidía con la práctica) y al cabo de siete u
ocho meses insistiendo en que me subiera el sueldo (cada mes me respondía que
sí, pero no lo hacía) decidí que no me compensaba sacrificar tantas horas que
podía dedicar a mis estudios para recibir solo veintidós mil pesetas al mes. La
víbora aceptó mi dimisión con buen talante, pero se vengó al día siguiente
despidiendo a mi hermano.
Las
mujeres que trabajan fuera de casa, o que tienen un trabajo aparte de las tareas
de casa y cuidar a los niños, no se libran de lo primero; simplemente, acumulan
más tareas a su ajetreada vida. No es así en todos los casos. De hecho, conozco
a un puñado de padres que trabajan y se ocupan de la casa y de los niños más
que sus compañeras. Pero siguen siendo una minoría, y en mi caso nunca ha sido
así. Yo pertenezco a ese grupo de mujeres idiotas que se creen que lo pueden
hacer todo y trabajan más que nadie. De pequeña había oído a mi madre comentar
eso sobre mí: que era muy trabajadora. Lo decía con admiración, a sus amigas,
pero una vez que la oí me sentí tonta y pensé que debía dejar de ser tan
aplicada. Mi madre decía que yo estudiaba con mucho tesón preparándome a
conciencia y con tiempo, y admiraba eso porque ella, de estudiante, era de las
que empollaba la noche antes y se sacaba el examen de griego con excelente y
sin gran esfuerzo. Como siempre la he admirado, pensé que yo también quería ser
así de inteligente y no tan hormiguita trabajadora.
Sin
embargo, han pasado muchos años y me temo que poco he cambiado en ese aspecto:
sigo siendo más trabajadora que inteligente. Las mujeres inteligentes son las
que deciden cuidar de la casa, de los niños y del marido, o se dedican a su
carrera y no tienen hijos. Yo siempre quise tener hijos y carrera; lo que no tenía claro
era lo del marido, porque los que se implican lo debidamente necesario escasean:
no hay para todas.
Sin
embargo, creo que en los últimos cinco años algo he ganado en inteligencia.
Algunas cosas han cambiado desde que hace un año y ocho meses publicara mi
artículo Sí, yo también trabajo. Lo más destacado es que ahora soy
propietaria de mi casa y que el padre de mis hijos hace
más de medio año que no me da nada para su manutención. Es decir, que ni mis
hijos ni yo dependemos absolutamente para nada de mi exmarido ni de ningún
hombre, a pesar de que por ley no debería ser así. Para mí esto es
importantísimo; me da una sensación de libertad grandiosa, aunque espero que la
situación no sea permanente, pues si tienen un padre no veo por qué tengo que
mantener a los niños yo sola.
Dentro
de unos días cumplo años. El otro día lo comentaba con mi amiga Rosa, a la que
conozco desde que teníamos catorce, y este año ya contamos con ¡cuarenta y
cinco! Y quién me iba a decir que de los cuarenta a los cuarenta y cinco iba a
ligar yo tanto. Y además sin querer. Me separé hace justo cinco años, en
febrero. En marzo, para mi cumpleaños, di una gran fiesta. Celebraba mucho más
que haber completado otra década. Me aferré a ese dicho popular como excusa
para pasar página: la vida empieza a los cuarenta. Incluso anuncié que se
trataba de mi crisis de la mediana edad; era el momento de pasar por ella y cambiar
mi vida. Lo cierto es que un par de acontecimientos me empujaron a decir que
hasta aquí hemos llegado. Uno de ellos fue la enfermedad de mi madre, que me
hizo reflexionar sobre su vida y sobre la mía. Tarde, pero por fin tomé la
decisión certera de que el matrimonio no es para mí, nunca lo fue. Según mis
observaciones, hay infinidad de mujeres como yo, que prefieren vivir sin un
hombre.
Una de las sorpresas que me llevé al dar ese paso fue la cantidad de mujeres que me felicitaron y confesaron en secreto que no eran felices con su pareja pero no se atrevían a romper la relación por miedo a perder a sus hijos. Otra sorpresa fue descubrir que otras mujeres supuestamente felices en su matrimonio consideran a las separadas una amenaza. Una de ellas me dijo que para que un matrimonio funcione hay que tener al hombre controlado, como a los niños. Ah, por eso a mí no me funciona: porque no soporto que me controlen y mucho menos busco controlar a nadie.
Me fijo en las que están solas y son mayores que yo. Viudas o
separadas, con los hijos ya más o menos emancipados, disfrutan de una autonomía
feliz que es imposible no ver. Están por todas partes. Es fácil distinguirlas
porque viajan solas y sonríen. Son tantas que se reconocen entre ellas y aun
sin conocerse se saludan con ligeros movimientos de la cabeza. Yo las veo y
pienso: de mayor quiero seguir siendo como ellas.
Y
me pregunto si a los cincuenta, sesenta o setenta años estas mujeres siguen
atrayendo a los hombres. Sin haberlo experimentado todavía de primera mano,
estoy segura de que sí. Si yo, a los cuarenta años y con dos niños pequeños
junto a mí a todas horas, me los tenía que quitar prácticamente de encima,
estoy segura de que existen hombres que admiran la autonomía, autoestima y confianza en
una mujer madura. Aunque parezca paradójico, les atrae el hecho de que las mujeres no los necesiten para nada más que para dar y recibir amor (y/o
sexo). Yo las encuentro hermosísimas.
Y
lo mejor es que con esta actitud una atrae a hombres feministas, por fin, o al
menos que creen serlo: hombres que en teoría ven la necesidad de apostar por la
igualdad de oportunidades para hombres y mujeres. Y digo «en teoría» porque en
la práctica incluso esos tienen a una madre detrás que insiste en hacerles la
comida o lavarles la ropa, sobre todo si el hijo, aunque ya mayor, está
desemparejado. Y es que vivimos en una sociedad machista y todavía queda mucho
por hacer. Yo vivo sola (con mis niños) y no tengo a ningún hombre preocupado
porque no voy a ser capaz de hacer un agujero en la pared. ¿Por qué? Porque soy
feminista y los que me conocen saben que si necesito ayuda, la pediré, pero lo
más probable es que no lo haga porque para hacer agujeros en las paredes no se aconseja
usar un pene, que los haría demasiado grandes. Pero hay hombres que van de
feministas y no ofrecen ninguna resistencia a sus madres machistas. La mayoría de las veces me parece que lo hacen por no herir los
sentimientos de su madre y por eso avanzamos tan lentamente.
Los
causantes de la desigualdad de género son tanto hombres como mujeres. El
sexismo es cosa de todos, como el racismo. No es algo que tengamos que
solucionar las mujeres solas porque resulta que muchas de nosotras somos
machistas. Es el deber de los hombres luchar también por conseguir un mundo más
igualitario. Y no hay suficientes hombres feministas; se necesitan muchos más.
Personalmente,
no tengo amigos machistas. Todos son feministas, y si no lo son, lo disimulan bien
y saben lo que no deben hacer o decir. Sin embargo, tengo amigas machistas que
no vigilan sus palabras o comportamientos. Hacen comentarios que me entristecen
siempre, y me sorprenden. A una de ellas se le pinchó un día una rueda del
coche, y su lamento fue: «¿Ves? Por eso necesito un novio. Tengo que
encontrarme uno ya mismo». Su hija de siete años y yo intercambiamos una
mirada, pero para qué discutir: hay mujeres que de veras ven la necesidad de
tener a un hombre por razones como esta. Sin embargo, un hombre se lo tiene que
pensar dos veces antes de afirmar en público que necesita a una novia para que
le lave la ropa o le haga la comida. Tengo otra amiga, diez años menor que yo,
que insiste en lavar los platos de un amigo común cuando vamos a su casa y que
llama «zorras» a las mujeres promiscuas; a los hombres promiscuos no les da
calificativo, porque según ella, todos son así, ya se sabe, pero nosotras no.
Cuando
me quedé embarazada por primera vez tuve la corazonada de que era una niña.
Fantaseé con educarla para ser guerrera, como yo; es decir, para que se valiera
por sí misma y jamás pensara en un hombre como en alguien que la protegería o
de quien dependería, sino en alguien con quien compartir los placeres de la
vida y en quien buscar apoyo y compañerismo a partes iguales. Decidí averiguar
el sexo de mi bebé antes de que naciera, y menos mal que lo hice porque la
sorpresa que me habría llevado el día del parto habría sido de pasmo. A mi
marido le hizo una ilusión descomunal que nuestro primer hijo fuera un varón;
jamás olvidaré su alegría frente a mi boca abierta y mi pregunta escéptica al
doctor: «Está seguro?» Me repuse pronto y la verdad es que me hizo ilusión
saber algo más de ese bebé. Estábamos en Barcelona de visita, y se lo
comunicamos a todos los amigos y familiares. Mi padre expresó una alegría
parecida a la de mi marido, pues ese sería su primer nieto varón. Yo, como
mujer, sentí que perdía una batalla, aunque uno de mis mejores amigos me dijo: «Te
pega tener un niño; va con tu personalidad». Nunca supe exactamente a qué se
refería con eso y además me daba miedo preguntárselo. Después de que llegara
mi segundo varón, recuerdo un día en que debí de sentirme especialmente agobiada
de trabajo y responsabilidad quejarme a mi madre de que me sentía como la
chacha de tres hombres.
Mi
marido no quiso tener más hijos. Yo habría tenido dos más: si hubiera podido
escoger, habrían sido dos niñas gemelas. Después de separarme me planteé tener
otro hijo, ¿quizá una niña por fin? Si no lo he hecho es por tres razones:
tener que negociar con otro hombre (el padre) se me hace demasiado cuesta
arriba, no habría sido capaz de acostarme con uno cualquiera con el único
propósito de engendrar y esconder un secreto toda la vida, y visitar un banco
de esperma se me antojó demasiado complicado: para empezar, había que someterse
a un test psicológico, con lo cual lo probable es que hubiera terminado
discutiendo con el psicólogo. Así es que lo dejé correr y seguí contenta con mis
dos hijos varones. Además, para entonces ya tenía muy claro que esta guerra es
de todos y que está en mis manos educar a dos varones humanistas, que lucharán
por conseguir la igualdad entre hombres y mujeres tanto como yo.
Aunque
a veces me ha preocupado cómo les pueda influir el ejemplo de su padre, me
niego a interferir, pues ya no estamos juntos y él sabrá lo que hace con su
vida; ya no es problema mío. Los niños lo adoran y eso me complace,
aunque acaso sea porque lo ven poco. Eso sí, si alguna vez me llega información
que creo incorrecta, no me callo y expreso mi opinión con toda su fuerza. Como
cuando el año pasado mi hijo mayor me informó de que en una de sus visitas, su
padre había limpiado el suelo de la cocina «porque tú no lo haces». Le tuve que
decir que yo sí lo hago, aunque nadie se dé cuenta, pero el suelo se ensucia a
diario, porque lo pisamos todos, y yo no tengo por qué ser la que lo limpia: lo
puede hacer también su padre sin la añadidura de que yo no lo hago, incluso
podrían hacerlo ellos, los niños, ya que ni el padre ni los niños van a
trabajar o al colegio, y de los cuatro, la que más ocupada está soy yo.
Por suerte ahora tengo
mi propia casa y limpio el suelo de la cocina cuando me da la gana y si a alguien
no le gusta que no lo mire o que lo haga él. Sigo educando a mis hijos en
libertad y me gano la vida con mis libros. Tengo demasiadas cosas entre manos y
si eliminara unas cuantas, mi vida no sería tan caótica y mi preciosa casa
nueva estaría más ordenada. Pero yo soy así: organizada en mi desorden. Vivo
como quiero y como cuando tengo hambre. Creo que jamás he estado tan bien y he
escrito este artículo en el mes de la mujer con la esperanza de inspirar a otras
mujeres y hombres a resistir ante la desigualdad y el estancamiento de los
roles tradicionales.