Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 16 de enero de 2016

Un escalón menos

El 3 de enero murió mi abuela, la última que me quedaba. Tenía ochenta y nueve años, así que ya hacía unos cuantos que yo me preguntaba cómo me sentiría cuando llegara el día de su muerte. Sospeché que no sentiría nada, pero no podía estar segura. Me he preparado mentalmente para otros acontecimientos de la vida, decidiendo de antemano cómo actuaría o cómo me sentiría llegado tal momento, y luego ha resultado que ni me he sentido ni he actuado como esperaba. Pero en este caso no me equivoqué. He sentido lo que esperaba sentir.

Pienso en la muerte porque siempre ha estado presente en mi vida, desde que de pequeña visitaba a mi familia una vez al año. He contado otras veces lo afortunada que me he sentido al haber sido contemporánea de todos mis abuelos y tres de mis bisabuelos. La desventaja fue que la mayoría se fue muriendo cuando yo aún no había perdido la inocencia. Y entonces, durante unos años, se terminaron las muertes en casa y algo en mi vida cambió: los adultos dejaron de llorar. Me acostumbré tan rápido a una vida sin muertes que cuando llegó la primera de un amigo, recibí uno de los golpes más grandes de mi existencia. Teníamos quince años, habíamos estado tonteando dos días antes, volvería a verlo el sábado… pero no, no lo vi nunca más, porque el martes el conductor de un turismo se saltó un semáforo en la Diagonal de Barcelona en el momento en que Pedrito de veras se llamaba así cruzaba el paso de peatones en verde. No murió: se quedó sin gran parte del cerebro. En aquella época decíamos que se quedó vegetal. Sin embargo, albergábamos la esperanza de que no fuera terminante. Durante meses y años yo preguntaba por él a su hermano pequeño, que solo contaba ocho años cuando ocurrió la desgracia, y había perdido a su madre un año antes. Él sonreía y respondía: «Igual. Está igual».

Otros amigos murieron jóvenes y de las maneras más dramáticas. Fueron muertes violentas, como se dice. A Jordi lo asesinaron a los veintitrés años. Trabajaba en la joyería de sus padres y nos había avisado de que si algún día atracaran la tienda, él no ofrecería ninguna resistencia. Sin embargo, sí lo hizo. Según la policía, hubo forcejeo, él intentó defenderse y lo apuñalaron. Murió desangrado antes de llegar al hospital. Lloré tanto como con Pedrito. Hubo algo más que me marcó: la noticia salió en los periódicos y además se publicó un artículo sobre él, una historia que nada tenía que ver con la realidad. Fue el primer ejemplo claro que tuve de las mentiras del periodismo. Luego ha habido más.

La muerte de Brad en las fauces de dos tiburones también me afectó profundamente; escribí este relato para tratar de sentir lo que él debió de pasar. Entre medio hubo otros, aunque no tan allegados: a una la mató el SIDA a principios de los noventa, a otro lo atropelló un autobús, otro se resbaló en la ducha. El más reciente fue Cristóbal, que se ahorcó. Es el único suicidio que me ha tocado. Y también lloré por él. Ojalá se hubiera despedido; hacía años que no lo veía, pero ¡habíamos sido tan amigos! Al final lo acepté como el resto de sus amistades hizo: fue su decisión y la respetamos.

A esta gente no les «tocaba» morir, como se dice. No nos lo esperábamos, no hubo aviso previo. Fueron muertes súbitas de gente muy joven aún. Parece ser que si alguien muere cuando le toca, de viejito, lo podemos llevar mejor, porque llevábamos años preparándonos. Pero no es así, al menos en mi caso no. Mi bisabuela, la Pina, murió cuando le tocaba, a los noventa y siete, y mi abuelo Josep, el Avi, también, de muy mayor ya. Han pasado los años y todavía pienso en ellos y lloro sus muertes. En mi memoria lo que más destaca es el espacio y el tiempo que compartí con ellos. No recuerdo los regalos materiales, ni el dinero que me dieron, si es que me lo dieron; solo recuerdo el estar juntos, a veces sin hacer nada, el tiempo con el que me obsequiaron.

Mi última abuela, la que acaba de morir, decidió dejar de regalarme su tiempo el 26 de agosto de 1983. Es un día que no olvido porque fue cuando perdí la inocencia. Ese día se acabó el verano para mis padres, para mis hermanos y para mí. Mi abuela nos echó de la casa de verano donde habíamos convivido durante semanas, también con mis tíos y primos. Hubo una gran pelea. No recuerdo lo que se dijeron, solo los gritos y el miedo que sentí mientras los observaba agazapada desde lo alto de las escaleras de madera. Mi abuela acusó a mi padre de ser un mal hijo. Entonces mis padres nos urgieron a que hiciéramos las maletas, que nos íbamos. No hubo muchas explicaciones; ellos estaban demasiado agitados y de todos modos en aquella época el deber de los niños era ver, oír y callar.

A mí me habían inculcado que cuando llegas a casa de los abuelos lo primero que hay que hacer es ir a saludarlos con dos besos, y cuando te despides también. No son ellos los que te tienen que saludar a ti, porque ellos son mayores y merecen más respeto; eres tú, niño o niña, como ser inferior, quien debe ir a ellos. No estoy en absoluto de acuerdo con este protocolo, pero a los doce años todavía no lo cuestionaba. Nos íbamos, así que, como bien educada niña que era, fui a despedirme de mi abuela.

Ella no me respondió. La llamé y me ignoró. Decidió no verme. No me acogió en sus brazos como había hecho siempre. Me borró de su vida junto a su hijo (mi padre) y toda su familia.

Hasta entonces me había sentido muy querida por mi abuela. No era perfecta ni mucho menos. Me daba «propinas», como las llamaba ella, es decir: me compraba. Se lo dejaba pasar porque jamás me reñía y si algún otro adulto lo hacía, ella me defendía e incluso mentía por mí. Cuando mis padres se iban de viaje, que recuerdo como algo muy constante en mi niñez, a veces iba a pasar días a su casa; otras veces iba a casa de la Pina y el Avi.

Durante cinco años no la vi en absoluto. Con mis padres estuvo más años sin hablarse, por cuestiones suyas, la historia de la fábrica que algún día contaré, aunque me lo inventaré casi todo. Entonces un día sufrí un accidente en el instituto. Caminaba cada día de vuelta a casa desde la calle Copérnico hasta Sarriá, pero ese día no podía apenas moverme y de improviso decidí ir a casa de mi abuela, que vivía en General Mitre y estaba a cinco minutos de mi instituto. Me abrieron mis tías; ella no estaba en casa, pero a partir de entonces fui a menudo a verla. Y ella me recibió con cariño y me preparó comidas, aunque ya nunca nada fue igual que en mi niñez porque yo ya había perdido la inocencia.

Con mis padres se reconcilió. Recuerdo Navidades vueltas a compartir durante mis últimos años veinte, cuando yo ya no asistía a todas. Y se volvieron a pelear y no hablarse. Y volvieron a reconciliarse. Y a pelearse. Perdí el hilo. De todos modos mi relación con ella ya era solo cordial; no había amor, creo que por su parte tampoco. Su setenta cumpleaños coincidió con una época de reconciliación. Se celebró una gran fiesta. Yo no fui porque vivía en Estados Unidos. Tampoco llamé para felicitarla. Se me pasó, no lo pensé, o no se me pasó pero no me creí con la obligación de llamar. Desde que yo perdiera la inocencia ella nunca más había vuelto a recordar mi cumpleaños. Durante mi siguiente visita, mi padre me lo echó en cara delante de ella; me acusó de ser una mala nieta. Ella me disculpó, quitándole importancia como había hecho siempre en mi infancia.

Cuando me iba a casar por segunda vez, le presenté al que ya era mi marido aunque nadie lo supiera. Ella me miró con cara de perro viejo y dijo: «¿Y tú crees que con este te saldrá bien?» Entonces no agradecí esa pregunta retórica. Lo que necesitaba eran besos, abrazos y felicitaciones, como todos los que se casan con ilusión. Pero ahora la comprendo. Ella no me preguntaba si me iba a ir bien a mí en concreto, a pesar de que mi historial amoroso ya era como para escribir una novela, sino que no pudo esconder su escepticismo en cuanto al amor y sobre todo el matrimonio. Me siento mayor porque yo ahora también comparto ese sentimiento. No, no me fue bien, ya ves, Yaya, igual que a ti. Pero yo hice lo que tú quisiste hacer y a lo que no te atreviste porque, según tú, no era la época adecuada.

Mi abuela me contó secretos quizás sin darse cuenta de que yo la escuchaba. Cuando la interrogaba y le rogaba que me lo contara todo, se cerraba en banda, y me contestaba que no, que había cosas que no revelaría ni ante la muerte. Igual que mi padre ahora, afirmaba que si lo contara, haría mucho daño a ciertas personas. ¿Pero qué personas?, me pregunto yo, si ya se han muerto casi todas. Lo dicho, que me lo tendré que inventar todo. Menos lo que sí me relató, eso no me lo inventaré. Por ejemplo, que si se arrepentía de algo en la vida era de no haberse acostado más que con un hombre: mi abuelo, el padre de sus hijos, al que tanto quiso, aunque a mí me confesara que a los pocos días de casada lo quiso dejar; volvió llorando a casa de sus padres, pero estos la obligaron a volver con su marido, ya no había vuelta atrás. Eran otros tiempos.

Cuando nació mi primer hijo la volví a visitar. Habían pasado más de cuatro años desde que la viera por última vez. Le dije: «Te presento a tu biznieto. El quinto David Grau de la saga». Que mi apellido fuera por delante fue idea mía, pero fue mi marido el que insistió en el nombre de pila. Aunque nunca le hemos llamado David; se llama Dave. Ella no fue capaz de pronunciarlo. Me dijo: «Nunca se me han dado bien los niños», y no supe si reír o llorar. Pero si tú tuviste un montón, Yaya, y los nietos, cuando éramos pequeños, sí se te daban bien. No importaba; yo solo quería que conociera a mi hijo, y les hice una foto juntos.

Al cabo de dos años volví a visitarla con mi segundo hijo: «Te presento a tu otro biznieto. Este se llama Alex». Volvió a decirme que ella no sabía qué hacer con los niños, y yo le contesté: «No tienes que hacer nada; solo quería que lo conocieras». Hice más fotos y las puse en el álbum. 



Y pasaron los años… siete. No he tenido más hijos, así que no ha habido más excusas para visitarla. Ella nunca jamás me llamó después del día en que decidió no verme y yo perdí la inocencia. Siempre fui yo quien la llamó o fue a verla. Así que cuando no lo hice más, supe que solo cabía preguntarme qué sentiré el día que ella muera.

Mis hijos no han conocido la muerte como yo a su edad. El año pasado falleció el hermano de su abuelo. Yo me dispuse a hacer el viaje hasta Perth para ir al funeral, más que nada por los niños, como experiencia cultural. Sin embargo, «no me dejaron». Su abuela me informó, como tantas otras veces, de que «las cosas en Australia no se hacen así», como si yo acabara de llegar y no llevara ya quince años aquí. Lo que quiso decir es que el funeral no era para niños. Sus otros nietos tampoco fueron, y sus padres buscaron canguros o no tuvieron que hacerlo porque el evento cayó en día escolar. Así que nos quedamos los tres sin ir, porque yo estaba sola con mis dos niños que a la única escuela que acuden es la de la vida. Pensé que nos perdíamos una oportunidad de aprendizaje, pero no importa: ya se morirán otros.

Después de que mi madre me diera la noticia de la muerte de mi abuela, se la di yo a ellos, por separado. Primero comprobé si se acordaban de ella. Respondieron que sí, vagamente; seguramente no recuerdan el día en que la vieron (dos ocasiones para Dave), pero sí las fotos que tenemos en el álbum. Les dije: «Pues se ha muerto». Los dos reaccionaron igual. Me contestaron: «Lo siento mucho, mami», y me abrazaron. Solo después de un rato de reflexión, Dave me preguntó: «¿La querías mucho?», y le respondí que de pequeña sí la había querido mucho. En esos primeros años seguramente tuve más contacto con ella del que ellos por circunstancias de la vida han tenido con sus abuelos. Sin embargo, no he derramado ni una sola lágrima.

«Nada» no es exactamente lo que siento. Tampoco es tristeza o nostalgia; llevábamos demasiadas décadas sin compartir nada. Lo que siento es que he bajado un escalón. O lo he subido, según una mire hacia el infierno o hacia el cielo (yo no miro hacia ninguno de los dos). Mejor dicho pues: ha desaparecido un escalón. Cuando era niña tenía tres generaciones de mortales por delante; ahora ya solo una: mis padres. Y tengo otra por debajo: mis hijos. Solo hay dos cosas de las que podemos estar seguros en esta vida: una es que todos vamos a morir, y la otra es que no sabemos cuándo.