El 3 de enero murió
mi abuela, la última que me quedaba. Tenía ochenta y nueve años, así que ya
hacía unos cuantos que yo me preguntaba cómo me sentiría cuando llegara el día
de su muerte. Sospeché que no sentiría nada, pero no podía estar segura. Me he
preparado mentalmente para otros acontecimientos de la vida, decidiendo de
antemano cómo actuaría o cómo me sentiría llegado tal momento, y luego ha
resultado que ni me he sentido ni he actuado como esperaba. Pero en este caso
no me equivoqué. He sentido lo que esperaba sentir.
Pienso en la muerte
porque siempre ha estado presente en mi vida, desde que de pequeña visitaba a
mi familia una vez al año. He contado otras veces lo afortunada que me he
sentido al haber sido contemporánea de todos mis abuelos y tres de mis bisabuelos.
La desventaja fue que la mayoría se fue muriendo cuando yo aún no había perdido
la inocencia. Y entonces, durante unos años, se terminaron las muertes en casa
y algo en mi vida cambió: los adultos dejaron de llorar. Me acostumbré tan
rápido a una vida sin muertes que cuando llegó la primera de un amigo, recibí
uno de los golpes más grandes de mi existencia. Teníamos quince años, habíamos
estado tonteando dos días antes, volvería a verlo el sábado… pero no, no lo vi
nunca más, porque el martes el conductor de un turismo se saltó un semáforo en
la Diagonal de Barcelona en el momento en que Pedrito ‒de veras se llamaba así‒ cruzaba el paso de peatones en verde. No murió: se quedó
sin gran parte del cerebro. En aquella época decíamos que se quedó vegetal. Sin
embargo, albergábamos la esperanza de que no fuera terminante. Durante meses y
años yo preguntaba por él a su hermano pequeño, que solo contaba ocho años cuando
ocurrió la desgracia, y había perdido a su madre un año antes. Él sonreía y respondía:
«Igual. Está igual».
Otros amigos murieron
jóvenes y de las maneras más dramáticas. Fueron muertes violentas, como se
dice. A Jordi lo asesinaron a los veintitrés años. Trabajaba en la joyería de
sus padres y nos había avisado de que si algún día atracaran la tienda, él no
ofrecería ninguna resistencia. Sin embargo, sí lo hizo. Según la policía, hubo
forcejeo, él intentó defenderse y lo apuñalaron. Murió desangrado antes de
llegar al hospital. Lloré tanto como con Pedrito. Hubo algo más que me marcó:
la noticia salió en los periódicos y además se publicó un artículo sobre él,
una historia que nada tenía que ver con la realidad. Fue el primer ejemplo
claro que tuve de las mentiras del periodismo. Luego ha habido más.
La muerte de Brad en
las fauces de dos tiburones también me afectó profundamente; escribí este relato para tratar de sentir lo que él debió de pasar. Entre medio hubo otros,
aunque no tan allegados: a una la mató el SIDA a principios de los noventa, a
otro lo atropelló un autobús, otro se resbaló en la ducha. El más reciente fue
Cristóbal, que se ahorcó. Es el único suicidio que me ha tocado. Y también
lloré por él. Ojalá se hubiera despedido; hacía años que no lo veía, pero
¡habíamos sido tan amigos! Al final lo acepté como el resto de sus amistades
hizo: fue su decisión y la respetamos.
A esta gente no les
«tocaba» morir, como se dice. No nos lo esperábamos, no hubo aviso previo.
Fueron muertes súbitas de gente muy joven aún. Parece ser que si alguien muere
cuando le toca, de viejito, lo podemos llevar mejor, porque llevábamos años
preparándonos. Pero no es así, al menos en mi caso no. Mi bisabuela, la Pina,
murió cuando le tocaba, a los noventa y siete, y mi abuelo Josep, el Avi,
también, de muy mayor ya. Han pasado los años y todavía pienso en ellos y lloro
sus muertes. En mi memoria lo que más destaca es el espacio y el tiempo que
compartí con ellos. No recuerdo los regalos materiales, ni el dinero que me
dieron, si es que me lo dieron; solo recuerdo el estar juntos, a veces sin
hacer nada, el tiempo con el que me obsequiaron.
Mi última abuela, la
que acaba de morir, decidió dejar de regalarme su tiempo el 26 de agosto de
1983. Es un día que no olvido porque fue cuando perdí la inocencia. Ese día se
acabó el verano para mis padres, para mis hermanos y para mí. Mi abuela nos
echó de la casa de verano donde habíamos convivido durante semanas, también con
mis tíos y primos. Hubo una gran pelea. No recuerdo lo que se dijeron, solo los
gritos y el miedo que sentí mientras los observaba agazapada desde lo alto de
las escaleras de madera. Mi abuela acusó a mi padre de ser un mal hijo.
Entonces mis padres nos urgieron a que hiciéramos las maletas, que nos íbamos.
No hubo muchas explicaciones; ellos estaban demasiado agitados y de todos modos
en aquella época el deber de los niños era ver, oír y callar.
A mí me habían inculcado
que cuando llegas a casa de los abuelos lo primero que hay que hacer es ir a
saludarlos con dos besos, y cuando te despides también. No son ellos los que te
tienen que saludar a ti, porque ellos son mayores y merecen más respeto; eres
tú, niño o niña, como ser inferior, quien debe ir a ellos. No estoy en absoluto
de acuerdo con este protocolo, pero a los doce años todavía no lo cuestionaba.
Nos íbamos, así que, como bien educada niña que era, fui a despedirme de mi
abuela.
Ella no me respondió.
La llamé y me ignoró. Decidió no verme. No me acogió en sus brazos como había
hecho siempre. Me borró de su vida junto a su hijo (mi padre) y toda su
familia.
Hasta entonces me
había sentido muy querida por mi abuela. No era perfecta ni mucho menos. Me
daba «propinas», como las llamaba ella, es decir: me compraba. Se lo dejaba
pasar porque jamás me reñía y si algún otro adulto lo hacía, ella me defendía e
incluso mentía por mí. Cuando mis padres se iban de viaje, que recuerdo como
algo muy constante en mi niñez, a veces iba a pasar días a su casa; otras veces
iba a casa de la Pina y el Avi.
Durante cinco años no
la vi en absoluto. Con mis padres estuvo más años sin hablarse, por cuestiones
suyas, la historia de la fábrica que algún día contaré, aunque me lo inventaré
casi todo. Entonces un día sufrí un accidente en el instituto. Caminaba cada
día de vuelta a casa desde la calle Copérnico hasta Sarriá, pero ese día no
podía apenas moverme y de improviso decidí ir a casa de mi abuela, que vivía en
General Mitre y estaba a cinco minutos de mi instituto. Me abrieron mis tías;
ella no estaba en casa, pero a partir de entonces fui a menudo a verla. Y ella
me recibió con cariño y me preparó comidas, aunque ya nunca nada fue igual que
en mi niñez porque yo ya había perdido la inocencia.
Con mis padres se
reconcilió. Recuerdo Navidades vueltas a compartir durante mis últimos años
veinte, cuando yo ya no asistía a todas. Y se volvieron a pelear y no hablarse.
Y volvieron a reconciliarse. Y a pelearse. Perdí el hilo. De todos modos mi
relación con ella ya era solo cordial; no había amor, creo que por su parte
tampoco. Su setenta cumpleaños coincidió con una época de reconciliación. Se
celebró una gran fiesta. Yo no fui porque vivía en Estados Unidos. Tampoco
llamé para felicitarla. Se me pasó, no lo pensé, o no se me pasó pero no me
creí con la obligación de llamar. Desde que yo perdiera la inocencia ella nunca
más había vuelto a recordar mi cumpleaños. Durante mi siguiente visita, mi
padre me lo echó en cara delante de ella; me acusó de ser una mala nieta.
Ella me disculpó, quitándole importancia como había hecho siempre en mi
infancia.
Cuando me iba a casar
por segunda vez, le presenté al que ya era mi marido aunque nadie lo supiera.
Ella me miró con cara de perro viejo y dijo: «¿Y tú crees que con este te
saldrá bien?» Entonces no agradecí esa pregunta retórica. Lo que necesitaba
eran besos, abrazos y felicitaciones, como todos los que se casan con ilusión.
Pero ahora la comprendo. Ella no me preguntaba si me iba a ir bien a mí en
concreto, a pesar de que mi historial amoroso ya era como para escribir una
novela, sino que no pudo esconder su escepticismo en cuanto al amor y sobre
todo el matrimonio. Me siento mayor porque yo ahora también comparto ese
sentimiento. No, no me fue bien, ya ves, Yaya, igual que a ti. Pero yo hice lo
que tú quisiste hacer y a lo que no te atreviste porque, según tú, no era la
época adecuada.
Mi abuela me contó secretos quizás sin darse cuenta de que yo la escuchaba. Cuando la interrogaba y
le rogaba que me lo contara todo, se cerraba en banda, y me contestaba que no,
que había cosas que no revelaría ni ante la muerte. Igual que mi padre ahora, afirmaba
que si lo contara, haría mucho daño a ciertas personas. ¿Pero qué personas?, me
pregunto yo, si ya se han muerto casi todas. Lo dicho, que me lo tendré que
inventar todo. Menos lo que sí me relató, eso no me lo inventaré. Por
ejemplo, que si se arrepentía de algo en la vida era de no haberse acostado más
que con un hombre: mi abuelo, el padre de sus hijos, al que tanto quiso, aunque
a mí me confesara que a los pocos días de casada lo quiso dejar; volvió llorando
a casa de sus padres, pero estos la obligaron a volver con su marido, ya no
había vuelta atrás. Eran otros tiempos.
Cuando nació mi
primer hijo la volví a visitar. Habían pasado más de cuatro años desde que la
viera por última vez. Le dije: «Te presento a tu biznieto. El quinto David Grau
de la saga». Que mi apellido fuera por delante fue idea mía, pero fue mi marido
el que insistió en el nombre de pila. Aunque nunca le hemos llamado David; se
llama Dave. Ella no fue capaz de pronunciarlo. Me dijo: «Nunca se me han dado
bien los niños», y no supe si reír o llorar. Pero si tú tuviste un montón,
Yaya, y los nietos, cuando éramos pequeños, sí se te daban bien. No importaba;
yo solo quería que conociera a mi hijo, y les hice una foto juntos.
Al cabo de dos años
volví a visitarla con mi segundo hijo: «Te presento a tu otro biznieto. Este se
llama Alex». Volvió a decirme que ella no sabía qué hacer con los niños, y yo
le contesté: «No tienes que hacer nada; solo quería que lo conocieras». Hice
más fotos y las puse en el álbum.
Y pasaron los años…
siete. No he tenido más hijos, así que no ha habido más excusas para visitarla.
Ella nunca jamás me llamó después del día en que decidió no verme y yo perdí la
inocencia. Siempre fui yo quien la llamó o fue a verla. Así que cuando no lo
hice más, supe que solo cabía preguntarme qué sentiré el día que ella muera.
Mis hijos no han
conocido la muerte como yo a su edad. El año pasado falleció el hermano de su
abuelo. Yo me dispuse a hacer el viaje hasta Perth para ir al funeral, más que
nada por los niños, como experiencia cultural. Sin embargo, «no me dejaron». Su
abuela me informó, como tantas otras veces, de que «las cosas en Australia no
se hacen así», como si yo acabara de llegar y no llevara ya quince años aquí. Lo
que quiso decir es que el funeral no era para niños. Sus otros nietos tampoco
fueron, y sus padres buscaron canguros o no tuvieron que hacerlo porque el
evento cayó en día escolar. Así que nos quedamos los tres sin ir, porque yo
estaba sola con mis dos niños que a la única escuela que acuden es la de la
vida. Pensé que nos perdíamos una oportunidad de aprendizaje, pero no importa:
ya se morirán otros.
Después de que mi
madre me diera la noticia de la muerte de mi abuela, se la di yo a ellos, por
separado. Primero comprobé si se acordaban de ella. Respondieron que sí,
vagamente; seguramente no recuerdan el día en que la vieron (dos ocasiones para
Dave), pero sí las fotos que tenemos en el álbum. Les dije: «Pues se ha muerto».
Los dos reaccionaron igual. Me contestaron: «Lo siento mucho, mami», y me
abrazaron. Solo después de un rato de reflexión, Dave me preguntó: «¿La querías
mucho?», y le respondí que de pequeña sí la había querido mucho. En esos
primeros años seguramente tuve más contacto con ella del que ellos ‒por circunstancias de
la vida‒ han tenido con sus abuelos. Sin embargo, no he derramado
ni una sola lágrima.