Cuando se acercan las
fechas navideñas, se habla de paz más que en cualquier otro momento del año. Al
menos en el mundo cristiano, que es el que conozco mejor. De pequeña no dejaba
de sorprenderme que en el programa especial de Nochevieja en TV1 el deseo de
todo el mundo –los presentadores, los famosos que salían a cantar o hacer
comedia, los telespectadores que llamaban al programa– fuera siempre el mismo:
que haya paz en el mundo. Sin embargo, no la había, y al año siguiente
volvíamos todos a desear lo irrealizable. También era popular el deseo de que
se erradique el hambre, sobre todo que ningún niño pase hambre. Eso tampoco se
ha cumplido todavía, aunque en los países occidentales hay sobreproducción
alimentaria y en general se come más de lo necesario y también se desaprovecha
y desecha gran cantidad de comida. El tema sobre el que reflexiono hoy, sin
embargo, es el de la paz, que me parece mucho más inalcanzable que el del
hambre.
Durante este año que
ya termina he revisado la versión en inglés de mi primer libro de viajes, Amanecer en el Sudeste Asiático, así que
he vuelto a releer lo que viviera y escribiera por primera vez hace quince
años. Lo había revisado infinidad de veces antes, pero en esta ocasión me llamó
la atención esta frase que escribí en 2001: «Mientras contemplábamos los vestigios de tanto dolor
y sufrimiento, otros se mataban en Kosovo o Chechenia –por mencionar solo dos–,
lugares a los que sin duda algún día iremos para visitar sus museos abogando
por la paz. Y en ese futuro, mientras tanto, se seguirán librando guerras en
otras partes del mundo, pues estas son innatas en el hombre y han existido desde
el principio de los tiempos». Aunque
no deja de ser cierta, me pareció extraña en 2011, cuando repasé de nuevo el
libro después de haberlo abandonado durante varios años, desde mucho antes de
tener hijos. Pensé que mi opinión respecto a por qué hay violencia en el mundo
había cambiado desde que soy madre y también gracias a un par de libros que
profundizan sobre este tema y me convencieron de que la paz mundial sí es
posible (aunque ninguno de nosotros viviremos lo suficiente para verlo). Aun
así, no cambié nada, pues a esa conclusión llegué a raíz de lo que observé en
países devastados por la guerra, mientras viajaba sola, sin niños, y todavía era
una veinteañera. Me alegró comprobar que había evolucionado y, después de tener
hijos, había recuperado la fe en el ser humano.
Ese año, en 2011, y
el siguiente, cuando por fin se publicó mi primer libro, mi fe en la paz
mundial era grande, diría que enorme, y continuó creciendo durante al menos un
año o dos más. Ha sido durante este año cuando ha empezado a tambalearse de
nuevo y me ha vuelto a la memoria esa frase que escribí y que ahora he plasmado
además también en inglés: «And in that
future, meanwhile, wars will continue to break out in other parts of the world,
because these impulses are innately human and have existed since the beginning
of time».
La razón de que me
vuelvan a asaltar las dudas no es lo que está pasando en el mundo a gran
escala, que es muy preocupante, sino lo que continúa fomentándose en pequeño,
en el ámbito particular de cada familia. Me alarma que después de cada atentado
se hable de represalias, de venganzas y de castigos y que a tantas personas le
parezca lo normal, porque es lo único que funciona. Yo no creo en el castigo ni
la venganza, de ningún tipo, ya lo saben los que me conocen, pero mis ideas
siempre chocan, y cuando se trata de niños, ni mis amigos están de acuerdo
conmigo. Llevo toda su aún corta vida intentando hacerles comprender a los míos
que los golpes y las palabras duelen y todo lo que a ellos les hiere es
inaceptable que ellos lo hagan a otros. Pero los míos siguen entrando en
conflictos, entre ellos y a veces con otros niños. Saben que yo no les dejo
maltratar a otras personas, no permito que nadie maltrate a nadie. Sin embargo,
ahora más que nunca me hablan de bullies
–y me preguntan cómo se dice eso en español–, de niños que no pegan ni insultan
si yo o cualquier otro adulto estamos delante (porque saben que eso conduce al
castigo) pero que ya de muy pequeños han aprendido a esconderse y usar la misma
violencia psicológica que aprenden de los adultos. Los padres y madres más
avanzados ya no usan el castigo corporal –¡menos mal!– pero los premios y los
castigos para manipular las mentes de los más vulnerables siguen muy vigentes
en las casas de todo el mundo. Y mientras eso sea así, no habrá paz en el
mundo.
Este es un tema muy
largo al que le estoy dando muchísimas vueltas últimamente porque resulta que
mis hijos, que son dos varones y este año que se acerca cumplirán ocho y diez
años, parece que hay días que se hayan tomado un zumo de testosterona para
desayunar. No son diferentes de otros niños de su edad. La rara soy yo.
Simplemente porque no los castigo cuando «se portan mal». Portarse mal
significa devolver el golpe cuando alguien se lo da, ya sea con palabras o
físicamente. No ocurre a menudo, pero lo que sí sucede con frecuencia entre
niños son los malentendidos. Antes de tener hijos siempre oía que «los niños
son crueles». En realidad, son más auténticos que los adultos, menos falsos,
porque todavía están aprendiendo a comportarse en sociedad y no están seguros
de lo que es aceptable y de lo que no. A mí me intriga observar los fallos de
comunicación entre ellos, y tengo una amiga que está tan fascinada como yo.
Hace un par de semanas, nuestros hijos, que son muy amigos, tuvieron una desavenencia
grave por una discrepancia de opiniones sobre religión. Os podéis imaginar que
mi amiga y yo alucinemos con esto, porque nuestros hijos no van al colegio y no
han recibido jamás una lección de religión. Sin embargo, ahí los teníamos, con
siete, ocho y nueve años respectivamente discurriendo sobre el más allá. Son
mentes curiosas, claro, y preguntan. Tanto mi amiga como yo les hemos
respondido de la misma manera: yo creo esto, hay gente que creo esto otro, y tú
decides en lo que tú crees, porque la verdad es que no lo sabemos; la fe es
eso, creer con los ojos cerrados, así que puedes elegir lo que te haga sentir
mejor. Mi hijo Alex, por ejemplo, cree que después de muertos nos convertimos
en fantasmas como en la película Ghost (no
la ha visto), y su amigo cree en la reencarnación. Ese día el gran disgusto que
tuvo su amigo fue imaginar que su abuelo, fallecido el año pasado, era un
fantasma como sugería Alex.
Estas trifulcas entre
los niños ocurren constantemente. Y cada vez yo pienso: ¡pero cómo le dan tanta
importancia a estas menudencias! No lo expreso en voz alta, porque para ellos
no son menudencias sino cuestiones importantísimas. A veces son tan graves que
juran no querer volver a ver a esa persona jamás en la vida. Sin embargo, al
cabo de pocos minutos ya está todo olvidado.
En el mundo adulto hay
mucha más falsedad. Los amigos se enfadan, pero a menudo una de las dos partes
ni se entera de que el otro se ha molestado por algo. Sencillamente se pierde
la comunicación. Observo que una gran mayoría de gente se dedica a proyectar;
quizá lo hagamos todos. Es una práctica tan extendida que cuando conozco a
alguien nuevo me gustaría tener el valor de preguntar: «Y tú, ¿estudias o
proyectas?». En la antigüedad –es decir, en la época de mis padres– el cliché
era ¿estudias o trabajas?, en los años noventa era ¿estudias o diseñas?, y
ahora yo siempre pienso en el ¿estudias o proyectas?
Proyectar significa,
en este contexto, atribuir a otra persona lo que no se reconoce en uno mismo.
Cuando alguno de mis hijos se queja de que otro «se está burlando» y al cabo de
dos minutos veo al niño hacer exactamente lo mismo de lo que se aquejaba, le
pregunto por qué lo hace si a él no le gusta. Y me responden: porque él me lo
ha hecho a mí, él ha empezado, si él me ataca yo también ataco, etc. En fin: la
guerra, lo que empezamos de pequeños y acarreamos hasta el mundo adulto. Sí,
hay una gran mayoría de adultos que continúa actuando así, porque de pequeños
nadie les enseñó a hacerse respetar sin atacar. Para mí la única manera válida
y aceptable de reaccionar ante un ataque es con una dosis de amor, y eso es lo
que intento hacer siempre, por mí y para modelar ante mis hijos. Es una tarea
muy difícil, está claro, porque parece que cuando alguien nos hiere, el primer
instinto es ese de proyectar, de pensar que la otra persona nos quiere hacer
daño, y es cuando atacamos. Pero muchas veces no es así, muchas veces no hubo
ataque por parte de la otra persona. Resulta que no se burlaba de ti, sino que
se reía contigo. Ese pequeño malentendido ha desembocado en muchas muertes.
Me pregunto de nuevo
si el mal es inherente al ser humano. Al observar a mis hijos y otros niños recurrir
a la agresión cuando se sienten amenazados, vuelvo a pensar que es como el
cáncer: está latente en todos nosotros y surgirá o no dependiendo del alimento
que reciba. Rosseau se equivocó cuando afirmó que «el hombre nace bueno y la
sociedad lo corrompe», porque… si el ser humano no vive en sociedad, ¿cómo
puede ser bueno? ¿No significa «ser bueno» hacer el bien a los demás? El ser
humano tiene tanto la capacidad de hacer el bien como de pasarse al lado oscuro,
y la sociedad que lo rodea tiene también la capacidad de corromperlo o
purificarlo. Además, observo que mis hijos, como muchísima gente, creen que los
seres humanos en general «son malos». Anoche Alex volvía a preguntarme por qué
existe gente que daña a los animales; es algo que él no puede soportar ni
comprender y le conduce a las lágrimas. Dave me preguntó a su vez: «Si los
humanos no existieran, ¿qué animales crees que serían los más destructivos?».
Yo nunca he sido
vengativa –o quizá solo cuando era niña, pues si mis hermanos me pegaban, no
iba corriendo a mamá, sino que me defendía a hostias porque… bueno: siempre
empezaban ellos– y continuaré con la labor de mostrarles a mis hijos que para
combatir el odio solo venceremos con amor. Tardaré más en conseguirlo pero lo
haré, porque castigar o humillar a un niño que pega no es amor, sino más de lo
mismo: si tú atacas, yo ataco, te castigo, te humillo ante tus amigos, te
quedas sin televisión ni tablet durante un mes y ni te molestes en escribir la
carta a los reyes porque no te van a traer nada aparte de carbón, niño malo.