Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Arrogancia intelectual

La arrogancia intelectual es aparentar saber más de lo que uno sabe en realidad, a menudo calculando que su público es más ignorante. Lo opuesto es la humildad intelectual.
Los arrogantes intelectuales están por todas partes, pero en realidad ser intelectualmente arrogante es tan tentador que todos pecamos de ello en algún momento. Es como lo de mentir; no está bien hacerlo pero es tan difícil no caer en la tentación de desfigurar un poco la realidad que al final, quien más quien menos, todos mentimos.
Hay arrogantes intelectuales que se ven a la legua. Son los típicos sabelotodo, que pregonan sus conocimientos, explican, teorizan y dictan. Diríase que son profesores frustrados. O son profesores. Muchos tienen carreras universitarias, másters y doctorados, y te lo recuerdan si se te ocurre desafiar alguna de sus ideas, citando sus títulos o esta otra frase que no admite discusión: «Oye, que yo lo he estudiado». En otras palabras: yo sé, y tú eres un ignorante. A menudo no se preocupan de si los estás escuchando o no. Es más, mejor si no los escuchas, así no interrumpes con dudas o preguntas. Ellos se contentan con oír el sonido de su propia voz. A veces, sin embargo, pretenden convertirte a su bando; no aceptan que haya diferentes maneras de entender algo, así que te quieren convencer de que su verdad absoluta es la única que vale.
Esos tipos que se creen que lo saben absolutamente todo existen. Otra característica suya es que desdeñan cualquier tipo de cultura que no consideren a la altura de sus altos conocimientos; por ejemplo: los videojuegos, la televisión, los cómics y la literatura popular. Aunque yo creo que constituyen una minoría, pues no resultan nada populares y los que les rodean enseguida se dan cuenta de que detrás de tanta exhibición de sabiduría no hay más que inseguridad y anhelo de atención.

Lo que sí abunda es la arrogancia intelectual puntual. Como digo, es muy tentadora. Cuando tienes a una o más personas escuchándote sobre un tema del que estás seguro saber más que ellas, es fácil aparentar que lo conoces todo sobre ese tema. Sin embargo, es peligroso. Si ya en el colegio nos dábamos cuenta de cuando un docente nos engañaba sobre algún tema que no dominaba, de adultos es más probable sorprender a un farsante.
En este punto quiero recordar una anécdota que viví el año pasado con una amiga y ha sido lo que me ha inspirado a escribir este artículo. Mi amiga y yo, las dos españolas, viajeras y conocedoras de buena parte del mundo, estábamos escuchando a un conocido común, de origen holandés, hablar de la historia, economía y política de su país. A pesar de que las dos hemos estado en Holanda (al menos en Amsterdam), ninguna osamos abrir la boca para preguntar, objetar o cuestionar nada del discurso del holandés, que fluía con aplomo y la seguridad de dirigirse a un público ignorante en la materia. Me resulta alarmante que tan solo un año más tarde no recuerde absolutamente nada de esa diatriba, porque en su momento pensé que era interesante. Lo que sí recuerdo son mis pensamientos mientras lo escuchaba; quizá no lo estaba escuchando en realidad. Pensé: ¿cómo es posible que alguien almacene en su cabeza tanto conocimiento enciclopédico?, y seguidamente: ¿será verdad? Intenté prestar atención, porque de veras era interesante, pero dadas las circunstancias —que mi amiga y yo apenas sabíamos del tema y que él podía estar aprovechando ese hecho para inflar y exagerar sus conocimientos— me lo tomé con la dosis de escepticismo que suelo emplear ante tales verborreas. Por fin mi amiga se atrevió a interrumpirlo con unas palabras que sí me quedaron grabadas y que admiré por su valentía y honestidad: «¿Todo esto es así o te lo estás inventando un poco? Es que yo lo hago, a veces cuando me preguntan sobre España o Cataluña, me invento cosas».
No pude evitar una carcajada, pero nuestro amigo no se dio por aludido. No recuerdo si le ofendió el comentario, más bien creo que lo desestimó como una interrupción impertinente, y continuó hablando. Pero es cierto: cuando se trata de hablar del país de origen de uno en el extranjero, cuesta horrores controlar la arrogancia intelectual. Es normal: si nos preguntan sobre nuestro propio país, no podemos aparentar más ignorancia que la de gente que solo ha ido de turismo a nuestra tierra, ¡quedaríamos fatal! Así que rellenamos los huecos de imaginación, exageración o pura opinión personal, y quedamos fenomenal. Es decir, algunos quedan como intelectuales muy al corriente de asuntos actuales, y a otros se les ve enseguida el plumero.
Esto de ser una expatriada supone una gran presión social por varios motivos; el más destacado es el de sentirse extranjera en todas partes, aunque no es de eso sobre lo que reflexiono hoy. A veces me pregunto si antes de acudir a una barbacoa debería hacer un repaso de los periódicos españoles para estar al corriente de lo que está pasando allá, en el otro lado del planeta, por si alguien me pregunta. Es que como soy catalana y española, se espera de mí que yo sepa del tema más que nadie. Y la verdad es que procuro mantenerme informada de lo que pasa por ahí, más o menos, pero no porque sea mi país; también me interesa lo que ocurre en el resto del mundo. Y una verdad más grande es que lo que pasa en España me interesa muchísimo menos que lo que acontece en el país donde vivo desde hace una década y media, donde nacieron mis hijos, donde pagamos impuestos, donde lo que decide el gobierno nos afecta directamente. Algo que no acabo de comprender es que todo ciudadano de un país conserve el derecho de votar en él aunque resida en otro y en cambio no pueda votar en ese otro donde reside.
Yo no tengo ningún problema en cerrar la boca y encogerme de hombros cuando no sé algo, en parte porque cuando detecto arrogancia intelectual en otras personas siento tanta vergüenza ajena que no podría con la propia. Aunque insisto en que es tentador. A mí me tienta mucho porque resulta que si eres demasiado humilde incurres en el peligro de que te traten con condescendencia. Y a mí me cansa sentir ese temor de admitir ignorancia para evitar que te tilden de idiota. La gente que se cree superior por poseer un gran cúmulo de conocimientos no me impresiona en absoluto. Si tienen la afición de coleccionar datos, bien por ellos; yo soy aficionada a la historia, pero no se me ocurre decirle a nadie: «¿En serio no sabes que Colón descubrió América? ¡Si lo sabe todo el mundo!». Porque no es así. Porque absolutamente todo, hasta lo que dicen que está científicamente probado, es cuestionable. Yo admiro a la gente que piensa y me desafía, no a la que habla sin parar; para conocer datos prefiero Google. Sin embargo, así es: hay gente que ridiculiza la ignorancia. Por eso a veces es preferible aparentar saber. Yo lo hago para ahorrarme a los condescendientes demasiado prestos a darme lecciones.

Por otro lado, existe muchísima gente intelectualmente humilde, dispuesta a compartir sus conocimientos de manera altruista. Esos no suelen tener vocación de profesor, pero son la gente de la que yo prefiero aprender y con la que no tengo ningún reparo en mostrar mi ignorancia. Para ilustrarlo os voy a contar que estoy en el proceso de construirme una casa, algo que nunca pensé que haría, en gran parte porque imaginé que debería aprender demasiadas cosas que no me interesaba aprender o para las que no disponía del tiempo y la energía. Varias personas me advirtieron de que, dada mi inexperiencia en tal campo, yo constituía desde el principio una presa fácil para que me tomaran el pelo, empezando por la agencia inmobiliaria a la que acudí para comprarme una parcela, siguiendo por el constructor, el ingeniero, el electricista, los paletas… todos se iban a aprovechar de una madre separada con tres niños (esto ocurría en la época en que mi sobrina Mar vivía con nosotros), demasiado ocupada para leer con minuciosidad los contratos. Aun así, decidí tirarme a la piscina sin miedo. No oculté mi inexperiencia y me dejé llevar por mi instinto; a la hora de elegir un constructor solo escuché la opinión de mis hijos y de mi sobrina y escogimos el que nos cayó mejor, descartando al primero que visitamos porque les mintió sobre un frasco de chuches que había en su oficina (les dijo que no eran de verdad cuando sí lo eran). Me negué a entrar en juegos de manipulación y fui la primera en poner mis cartas sobre la mesa. Confesé no tener tiempo para lecturas largas y aburridas sobre el mercado inmobiliario y preferí preguntar directamente a los entendidos. No temí que me engañaran o mintieran. Opté por confiar. Es una aventura que empezó hace menos de un año. Cuando se cumpla el año, dentro de un par de meses, mi casa estará completa. Todavía falta la fase final, pero tengo que decir que durante estos meses, no solo no me ha estafado nadie, sino que he aprendido infinidad de cosas, entre ellas que existe gran cantidad de gente dispuesta a compartir sus conocimientos con humildad, sin menosprecio, con paciencia y sin la tentación de aprovechar tu ignorancia.