Me pregunto si alguna vez volveré a
invertir tantos miles de horas en la creación de un libro como he
hecho con Amanecer en el Sudeste Asiático.
He terminado, por fin, de repasar por última vez la versión
inglesa; está ya maquetada y a la espera de publicarse en formato
electrónico el próximo día 26. Pronto estará también disponible
en papel.
Hace
unos meses decidí que este libro saldría enteramente publicado bajo
mi sello editorial. Quizá entonces pueda olvidarme un poco de él,
como he hecho al menos con otros dos, no porque estén faltos de
cariño, sino porque prefiero que vuelen solos, que sean ya otras
personas las que los lean y hablen de ellos, y yo pueda dedicarme a
soñar con los libros futuros que tengo en la cabeza.
Sin
embargo, esta obra lleva tantos años presente en mi vida que no dejo
de preguntarme si algún día podré abandonarla. Hoy cuento su
historia una vez más, no la del viaje, sino la del libro.
La idea
de escribirlo surgió antes o durante el viaje; ese detalle no lo
recuerdo, pero sí sé que lo primero que le dije a mi madre cuando
regresé a Barcelona el 26 de julio de hace exactamente quince años
fue: «Ahora
voy a escribir un libro». Tardé un par de semanas en ponerme, pero
no me detuve hasta que lo finalicé, ocho meses más tarde. Recuerdo
muy bien esas horas de trabajo, unas cuatro o cinco al día, a veces
más, nunca menos. En esa época era más difícil encontrar
documentación fidedigna, que yo me empeñaba en contrastar con mis
notas, aunque al final siempre ganaba lo que aprendí y experimenté
de primera mano. La sensación más viva de esos días era de
asombro: mientras relataba mis propias aventuras me costaba creer que
de verdad me hubieran pasado a mí y a veces sentía un miedo
retrospectivo que no asomó durante el viaje. Por ejemplo, cuando en
Aceh un soldado del ejército indonesio me apuntó en la cara con su
arma al confundirme por un hombre (porque estaba oscuro, me había
cortado el pelo casi al rape y no llevaba el velo musulmán de las
mujeres) no sentí el menor atisbo de temor. En cambio, después de
haber sufrido un accidente en las Tierras Altas de Cameron en
Malasia, los trayectos en autobús en la isla de Nias de Indonesia
resultaron un suplicio, durante el cual sí me despedí mentalmente,
agradecida por la corta vida que me había tocado, e imaginaba ya mi
funeral y la pena de mi familia, al mismo tiempo que intentaba
recordar si le había dejado escrito a mi madre que no me entierren,
que me quemen, o se lo había dicho solo de palabra. A veces tenía
que interrumpir la escritura, tal era el shock postraumático al
revivirlo todo de nuevo, aunque en general disfruté infinito
relatando mi aventura. El recuerdo más memorable de ese proceso
creativo lo constituyen las llamadas de mi amiga Tatiana, preguntando
siempre: «¿Por dónde vas?». A mi respuesta, replicaba, a su vez,
una de dos: «Qué rápida» o «Date prisa, lenta, que lo quiero
leer».
Cuando
lo terminé pensé: Es lo mejor que he escrito. Diez años más tarde
seguía pensando que era lo mejor que había escrito, y algo más
alarmante: que quizá no fuera capaz de escribir nada mejor. En los
últimos cuatro años he descubierto que soy capaz de escribir más y
mejor, y que el camino hacia la perfección es inacabable. Es una perspectiva maravillosa en gran parte porque me la digo yo misma:
nadie me ha advertido de que tengo todavía mucho por aprender (o
quizá sí, pero como no escucho a la gente demasiado dadivosa con
los consejos, no me acuerdo). Lo he visto yo misma, aunque me han
corregido y criticado amigos y lectores, y creo que he tenido la
suerte de que lo han hecho de manera franca. Nunca he recibido una
crítica con inquina, o al menos no me lo ha parecido, como se quejan
otros escritores de sí haber recibido; será que yo no tengo nada
que envidiar, o que mi aspecto angelical desanima a cualquiera a
hacerme daño (me decanto por esto último).
Animada
tras haber completado un gran trabajo, registré mi obra, tal como se
hacía en aquella época: fui a ver a un señor que le puso sellos a
las más de trescientas setenta y cinco páginas que le llevé, me
hizo pagar unos doscientos euros y me felicitó. Además la presenté
a un concurso, el de los grandes viajeros, que se convocaba ese año
por primera vez. Esperé a saber que no había ganado, ni siquiera
quedado finalista, antes de enviarla a cinco editoriales
especializadas en literatura de viajes; ahora creo que ya no existe
ninguna. Las cartas de rechazo fueron llegando poco a poco, cuando yo
ya no estaba para recibirlas, pero mi madre me las guardó.
En
las cinco respuestas alabaron mi trabajo; la excusa del rechazo era
que no se ajustaba a su línea editorial. Fue entonces cuando empecé
a perder respeto por las editoriales. Me decepcionó su falta de
visión en el futuro. Yo tenía fe en mi obra no porque me
considerara una escritora excepcional, sino porque era algo
diferente, un tipo de libro que no existía en el mercado español:
el relato de una mochilera. Y el mensaje que deseaba enviar al mundo
era que no se necesita demasiado dinero para viajar y que se aprende
mucho más de la vida observando el mundo de esta manera que
estudiando una carrera. Sentí la necesidad de expresar e inspirar a
más jóvenes españoles a hacer lo mismo. Supongo que fue una idea
ingenua por mi parte; entonces no había crisis y éramos menos los
que rechazábamos una vida acomodada a cambio de otra más incierta y
plena. Aun así, siempre pensaré que habría tenido éxito y más
aún porque hace quince años todavía no existían los blogs, y no
digamos los blogs de viajes. Mi carrera literaria habría despegado
entonces, una década antes, pero tampoco importa; a cambio viví
otras experiencias.
Durante
los diez años siguientes mi obra estuvo en un cajón. La leyeron mis
amigos, los que se interesaron por ella, que fueron bastantes. En el
año 2010 Tatiana me pidió que leyera el libro de una amiga. Antes
de saber nada más le advertí que no por ser su amiga iba a ser
piadosa y, de hecho, me predispuse a que no me gustara. Tatiana
insistió y accedí a leerlo, lo cual hice en dos días. Me gustó
tanto que fui a la única librería de Barcelona donde se encontraba
el libro en papel y compré todos los ejemplares para regalarlos. La
autora se enteró y contactó conmigo cuando ya estaba de vuelta en
Australia para agradecérmelo y regañarme al mismo tiempo: podría
haberle comprado los libros directamente a ella. Pero yo todavía no
tenía ni idea de cómo funcionaba la autopublicación, ni siquiera
sabía que ese libro era autopublicado. Inicié una relación
amistosa por correo con la amiga de mi amiga, que se había enterado
de que yo también escribía. Enseguida me pidió que le mandara
algo. Le envié varias cosas antes de hablarle de «mi mejor obra».
Lo leyó todo y estuvo de acuerdo en que Amanecer
en el Sudeste Asiático
era lo mejor, y además me urgió a que lo publicara.
Entonces
me costó creer que hubiera dejado pasar una década sin hacer nada
más, pero me recordé a mí misma que una vez perdida la fe en las
editoriales, no había nada más. De todos modos, decidí volverlo a
intentar. Esta vez busqué a una agente literaria. Mandé cartas a
unas treinta; me contestaron tres o cuatro. Una de Madrid se
interesó, me pidió la obra entera. Al cabo de un mes me informó de
que sus lectores habían redactado informes favorables, así que
aceptaba representarme. En su página web aparecían varios
escritores famosos; entre ellos recuerdo especialmente a Zoé Valdés.
Transcurrieron seis meses más durante los cuales mi agente literaria
intentó colocar el libro en una editorial. Hubo varias interesadas;
una de las grandes la aceptó y al final se echó atrás.
Durante
todo este proceso yo pensaba: ¿Por qué ahora y no hace diez años?
Mi libro se me antojaba ya obsoleto, a pesar de haber más viajeros
de mochila ahora que una década antes. Quizá las editoriales
pensaran lo mismo, porque al final resultó que ninguna lo aceptó.
Mi agente se disculpó con estas palabras: «Hay crisis. Es un mal
momento para las editoriales», como diciendo: no eres tú, son
ellas.
Lo
positivo de todo eso fue que alguien en el sector editorial llegó a
considerar mi obra seriamente. Era todo lo que necesitaba para no
volver a descartarla. El 8 de abril de 2012 salió publicada en
Amazon la versión digital de Amanecer
en el Sudeste Asiático.
Antes, invertí tres meses en aprender todo lo disponible sobre la
autopublicación de libros electrónicos, y continué aprendiendo
durante los años siguientes; entre otras cosas, a maquetar mis
propios libros electrónicos en html.
Eran
buenos tiempos para la autopublicación en Amazon en España porque
había menos competencia que ahora. Mi libro se situó rápidamente
en el número uno de los más vendidos en todas las categorías de
viajes, a un precio no más bajo de cuatro euros. Mi meta era
presentar una obra de la manera más profesional posible para que los
lectores no sospecharan que no había una editorial tradicional
detrás, por eso me negué siempre a venderla a un euro como entonces
hacían casi todos los autoeditados.
La
acogida en gran parte positiva que tuvo mi primera obra me animó a
seguir publicando. Además, me dispuse a narrar mi segundo gran
viaje, el que no escribiera diez años atrás, desanimada porque el
primero no hubiera recibido una oportunidad. Con Hacia
tierra austral me
demostré a mí misma que podía escribir mejor; como obra literaria,
a mí me gusta más que su predecesora, y el hecho de que se vendiera
menos tiene muy poco que ver con la calidad, como suele ocurrir.
Me
decidí a traducir Amanecer
en el Sudeste Asiático
por varias razones; han pasado tantos meses desde que di ese paso que
no las recuerdo todas. Al menos una de ellas debió de ser que por
fin lo pudieran leer Mark y Brad, personajes reales de mis libros
que, además, jugaron un papel importantísimo en mi vida. La
traducción ha supuesto otro gran proceso de aprendizaje para mí.
Quise encargarla a un buen profesional, para mantenerme en mi empeño
de ofrecer un producto de calidad. Encontré a Brendan Riley en
LinkedIn, y desde el primer momento establecimos una relación
fructífera. Al escogerlo a él me dejé llevar por mi instinto y no
me equivoqué. Brendan ha realizado una labor de traducción
excelente, pero al trabajar con él volví a constatar lo difícil
que es que alguien interprete la palabra escrita de la misma manera
en que yo la imaginé. A lo largo de estos meses he corregido
infinidad de errores, no solo del inglés, sino también del
original. Así ha sido como he descubierto que ahora escribo mejor:
al tener que volver a revisarla no he podido evitar reescribir frases
enteras y borrar multitud de palabras innecesarias. Ahora solo me
queda ver cómo acogerán los lectores la versión en inglés, si se
venderá... Yo apenas voy a promocionarla, me cansa tanto eso... pero
mi entorno es predominantemente anglosajón y algunos de mis amigos
la leerán. Con eso ya me doy por satisfecha. Ahora por fin puedo
dedicarme a otras cosas, entre ellas, traducir mis propias obras.