Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 16 de mayo de 2015

Libertad para los animales

Termino de escribir este artículo y, para poner el punto final, me dispongo a redactar este primer párrafo. Este mes me apetecía hablar de los animales, pues son seres que sufren mucho a causa del comportamiento humano, y todavía queda un enorme trabajo por hacer en su defensa. Al ponerme a escribir, sin embargo, me he dado cuenta de que tenía que centrarme en un solo aspecto sobre los derechos animales, porque si no esto podría convertirse en un libro que no estoy preparada para escribir y que, además, requeriría meses o años de profunda investigación. Así que he dejado de lado las fiestas tradicionales o nacionales con animales, los circos, las condiciones en las que viven los animales de matadero, lo que están haciendo con las abejas, la caza y el tráfico de animales para fines comerciales, el por qué del vegetarianismo... En fin, un montón de temas que no puedo abarcar de una sola vez, aunque sea solo para expresar mi opinión. Me centro en uno solo: los parques zoológicos.
Se parecen mucho a los colegios; ya lo he dicho alguna vez. Ambos son prisiones en las que se mantienen en cautiverio a seres inocentes en contra de su voluntad. Bueno, pero los tratan bien, dice tanta gente que se niega a ahondar en el asunto: les dan de comer, los educan, los protegen, los domestican... Para mí eso no es tratar bien. Poseer a un animal —humano o no— no es tratar bien. Despojar a un individuo de su libertad y autonomía y encerrarlo en un entorno artificial que imita al verdadero mundo de ahí fuera no es tratar bien, por muy buenas que sean las intenciones de los que se creen con la autoridad para decidir sobre el destino de otras personas y animales.
En los zoológicos, los animales no tienen espacio para correr, saltar, nadar, volar, buscar pareja o procurarse el alimento. La estimulación física y mental no tiene cabida. En suma: los animales no tienen la libertad de hacer animaladas. ¿Os recuerda a algo? Exacto: a los niños tampoco les dejan hacer animaladas en el colegio, o en su caso, «chiquilladas». La intención de la escolarización también es buena, y también va en contra de los derechos del individuo. 

Los zoos enseñan que tener a animales en cautiverio es lo normal, y que es aceptable interferir en su naturaleza. El hecho de que usen a los niños como consumidores principales de sus atracciones es lo más alarmante. La mayoría de niños acepta esta realidad porque está muy normalizada por la sociedad, pero es algo aprendido, como el racismo, la homofobia y otros tantos prejuicios con los que no nacemos.
A mí jamás me gustó ir al zoo de pequeña. De hecho, no recuerdo haber ido nunca, aunque mi madre asegura que sí me llevó al menos una vez. Los animales encerrados me daban pena; jamás me parecieron felices, sino aburridos, letárgicos, pero nos enseñaron que eso era normal. En los documentales de nuestro querido Félix Rodríguez de la Fuente, en cambio, eran muy activos. Ha sido en años recientes cuando he visitado varios zoos, para beneficio de mis hijos. El primero fue el zoológico de Singapur. Los niños eran muy pequeños pero su reacción me dio que pensar: fue de horror total. De hecho, tuvimos que salir porque no paraban de llorar. Ya entonces yo sabía que mis hijos no eran normales, aunque con una madre como la suya, qué se podía esperar. (Hace unos días, Alex me preguntó si yo de pequeña era rara. Le contesté que sí y me dijo: «Ah, por eso nosotros también somos raros»). Quise que vieran cómo eran algunos animales de verdad, para que los relacionaran con los de los libros que leíamos, pero tuvieron que pasar un par de años antes de que aceptaran volver al zoo sin llorar. Entonces me preguntaron por qué encerraban a esos animales. Están acostumbrados a ver a muchos en libertad, hasta que vamos a alguna ciudad y los vemos en jaulas, ¿por qué? Les respondí que los zoos son centros de entretenimiento para los humanos, y de educación, porque gracias a ellos conocemos y vemos las costumbres de animales de todo el mundo sin necesidad de desplazarnos a su lugar de origen. Ellos, por ejemplo, han visto leones, elefantes, jirafas, lemures y hienas sin haber estado en África. Ahora hace mucho tiempo que no visitan un zoo, pero la última vez que fueron Dave me comunicó que estaba en contra de los zoos y que «las personas solo deberían tener animales si los animales quieren vivir con ellos, como los perros o los gatos».
Además, sabemos que en los zoológicos los animales salvajes como los osos polares, los leones, los elefantes, los tigres y los primates sufren aburrimiento, frustración, ansiedad, estrés, e incluso zoochosis, un comportamiento que se caracteriza por movimientos obsesivos y agresivos contra uno mismo. En fin, el parque zoológico moderno ha quedado obsoleto y debería eliminarse, igual que la escolarización convencional, la monarquía y tantas otras instituciones parásitas de las que nos cuesta tanto despojarnos en nombre de la tradición, o lo que es lo mismo: la nostalgia absurda a un pasado injusto.
Por «zoológico moderno» se entiende el tipo de zoo que se inauguró en el siglo XIX en Londres, París y Dublín, coincidiendo con la fascinación victoriana por la historia de la naturaleza y la creciente urbanización de la población europea. Antes, y durante milenios, había habido ménageries o «casas de fieras», colecciones de animales vivos privadas de reyes y emperadores, que simbolizaban su poder. La más antigua se descubrió en Hierakonpolis, Egipto, en 2009 y data del año 3500 antes de Cristo. La función del zoológico moderno era entretener a los ciudadanos con animales salvajes y exóticos de otras partes del mundo, y su popularidad fue instantánea. En esa época tan colonial había menos conciencia sobre derechos humanos y animales, así que no hacía falta esconder el verdadero objetivo.
Hoy en día, esto empieza a no ser aceptable. Cada vez son más los defensores de los derechos de los animales, así como los defensores de los niños, las mujeres, la gente de colores, los descapacitados físicos o mentales, o cualquier colectivo en desventaja del dominante hombre blanco. Los defensores de los animales arguyen que el especismo es un prejuicio tan irracional como el racismo o el sexismo y que los animales deberían tener tanto derecho como los humanos a controlar su propia vida, y que deberían respetarse sus necesidades básicas, como por ejemplo, la falta de sufrimiento.
En la última década o dos, algunos zoológicos han adoptado un cambio de nomenclatura para distanciarse del estereotipo de zoológico del siglo XIX, que cada vez se critica más y está perdiendo popularidad. Ahora hay zoos que ya no son zoos, sino «bioparques» o «parques de conservación». Me recuerdan a los colegios alternativos. La justificación de estos parques es que llevan a cabo la exhibición de animales salvajes en primer lugar para garantizar la conservación de las especies en peligro de extinción y facilitar la investigación y la educación, y en segundo lugar, para el entretenimiento de los visitantes.
Busco al azar en internet uno de estos bioparques y leo que su misión es «promover la educación ecológica y la conservación de las especies en peligro de extinción». Descubro la mentira con el primer clic en su página web: hay atracciones y espectáculos para niños, secciones de África, el Ártico, etc. En África hay elefantes, jirafas, hipopótamos... También hay «paseos en animales» y en una fotografía se ve a dos bueyes atados a un carro en el que pasean varios niños.
No nos dejemos engañar: la mayoría de animales de zoológico no están en peligro de extinción, y la educación es el último de sus objetivos, porque si lo fuera, harían que sus visitantes pasaran un examen antes de abandonar el recinto (eso es lo que se entiende por educación).
Estos bioparques o parques de conservación son eufemismos, estrategias que usan los directores o zoólogos para que no se noten tanto sus intereses comerciales. Asimismo, las escuelas modernas y otras que se llaman alternativas siguen empleando los mismos métodos de educación obsoletos que hemos heredado del siglo de la industrialización, pero con una capa de azúcar para que no se note tanto. 


Hace un par de días, uno de estos centros saltó a las noticias de Estados Unidos gracias a un vídeo de un orangután dando el biberón a tres cachorros de tigre. El nombre del centro impresiona: T.I.G.E.R.S (The Institute of Greatly Endangered and Rare Species Safari and Preservation Station), pero no son más que palabras para camuflar una triste realidad: según una investigación encubierta de la Humane Society of the United States (HSUS), los cachorros de tigre se crían en cautiverio bajo condiciones de crueldad y sobreprotección, de manera que jamás estarán capacitados para vivir en su hábitat natural. Se estima que en Estados Unidos hay solo unos tres mil pumas salvajes (wild tigers), mientras que la población que nace y crece en cautiverio es ya de siete mil y va en aumento. La tarea que llevan a cabo estos centros de conservación de vida salvaje es simplemente lucrativa: su función es entretener a los turistas, que es lo que da dinero. Si todavía no habéis visto el vídeo que ha sido noticia, no temáis: será uno de esos que correrá por las redes sociales y se compartirá miles de veces acompañado de palabras ñoñas como «¡pero qué mono!» Porque, además, el orangután es macho. ¡Un macho dando el biberón a tres cachorros de otra especie! Es lo no va más. Totalmente antinatural, pero no importa: es publicidad y da dinero. Según esa investigación, a los cachorros de tigre se les da una alimentación escasa y estricta de leche para ralentizar su crecimiento y alargar su aspecto adorable para las fotos; cuando son demasiado grandes, los venden a traficantes ilegales de vida salvaje o los «descartan».
Descartar: otro eufemismo que significa aniquilar sin más, porque ya no interesa desde el punto de vista comercial. Como le ocurrió a la jirafa Marius del zoo de Copenague, en febrero del año pasado. A pesar de miles de peticiones en las redes sociales, la propuesta de otros dos centros de reubicar a Marius, e incluso una oferta de medio millón de euros de un benefactor adinerado, el zoo procedió a la «eutanasia» de la jirafa sana con un disparo en la cabeza; entonces la diseccionó en público y arrojó como alimento a los leones en presencia de un grupo de niños.
Este polémico zoo volvió a ser noticia cuando poco después sacrificó a cuatro leones por medio de una inyección letal; de nuevo, por razones genéticas. El director del centro dijo que esperaba que sus acciones mantuvieran mejor informada a la gente. En el caso de la jirafa, era una cuestión de limpieza étnica, y en el de los leones, para evitar la endogamia, un problema generado por el propio zoo.
La  Asociación Europea de Zoológicos y Acuarios (EAZA), un órgano que representa a trescientas cuarenta y cinco instituciones en cuarenta y un países, declaró que el zoológico de Copenhague no quebrantó sus códigos de conducta y que fue «consistente en su enfoque sobre el manejo de la población animal, y el alto nivel de bienestar de los animales». Según esta asociación, en los zoológicos europeos bajo su jurisdicción, de tres mil a cinco mil animales mueren cada año bajo los programas para mantener las poblaciones en los zoológicos.
El público enfurecido pidió el cierre de ese zoológico. Y yo me pregunto: ¿por qué ese y no todos? El resto no es mejor que el de Copenague. Lo que tiene de diferente este es que no se esconde.
Mientras existan organizaciones como EAZA, que defienden estas prácticas, la lucha a favor de la libertad de los animales es muy difícil. Aun así, confío en que dentro de pocas décadas habrán desaparecido por completo los zoológicos y el resto de prisiones animales que se camuflan bajo falsos pretextos de conservación. En última instancia, lo que salva a las especies animales en peligro de extinción es la conservación de su hábitat natural y la lucha contra las razones por las que se persigue y mata a los animales.

Desde casa tenemos mucho poder para conseguir el cierre de los zoológicos y la relocalización de los animales a sus hábitats naturales o a centros de rehabilitación en sus países de origen. Para empezar, no llevemos a nuestros hijos al zoo. No les enseñemos que para entretenerlos es aceptable invertir dinero en el sufrimiento de otros seres. No les engañemos con la excusa de que es educativo. ¿Qué niño en su sano juicio lee los carteles explicativos de los zoos? Ni siquiera los adultos lo hacen. Los niños y adultos que tengan verdadero interés y amor por los animales pueden informarse gracias a los excelentes documentales que abundan hoy en día, leer libros, visitar santuarios y verdaderos centros de acogida de animales, o ahorrar el dinero que se gastarían en el zoo para viajar a lugares donde es posible observar a los animales en sus hábitats naturales.