Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

miércoles, 15 de abril de 2015

El problema de la educación

El problema de la educación es el propio sistema educativo, la escolarización obligatoria. Con eso ya lo he dicho todo, pero como esto no es un tuit sino un artículo de blog, voy a extenderme un poco más.
Educar es informar, mostrar. Educar no es enseñar porque esta palabra ha perdido su significado original. En latín insignare significa «en» (in) y «señalar» (signare), lo que sugiere a alguien que señala a otro... ¿el camino? ¿lo que tiene que aprender? En un mundo ideal, enseñar sería simplemente eso: señalar. O guiar. Mostrar el camino con el ejemplo y sin que te sientas obligado a seguirlo. Eso no es lo que se hace en las escuelas, por tanto en las escuelas no se enseña.
El mero hecho de que la enseñanza sea obligatoria hasta los dieciséis años en el mundo occidental ya es un craso error. Es un error que viene del pasado y que va en contra de los derechos humanos, pues «obligar» significa «mover a alguien, por fuerza o autoridad, a que haga lo que no quiere». Sin embargo, esta obligación es aceptada por el mundo como algo natural. El 99% de gente que conozco no ve nada raro en ello. El 1% restante son personas que he conocido recientemente, entre ellos psicólogos y filósofos, y con los que he contactado gracias a internet, porque una se cansa de discutir con gente que acepta las injusticias sin más; en este caso, sin ver el hecho de que la escolarización obligatoria es un atentado contra la libertad, autonomía e integridad del individuo, igual que lo era el servicio militar (en España obligatorio hasta hace muy pocos años, pero en mi adolescencia éramos muchísimos los que lo considerábamos una aberración; en eso no estaba sola) o como lo sería, por ejemplo, la existencia de una academia obligatoria para «enseñar» a las mujeres a ser madres o buenas esposas.
Y algunos me dirán: es que si la escolarización no fuera obligatoria, los niños no aprenderían nada y volveríamos a tener una sociedad analfabeta. ¿En serio? Mirad a vuestro alrededor: hoy en día es prácticamente imposible ser analfabeto. Gracias a las nuevas tecnologías, los niños y jóvenes nunca antes han tenido tan fácil acceso a la lectura, la escritura y la educación en general. Por contra, existe otro tipo de analfabetismo, el de los adultos que no entienden lo que leen, y eso, como ya he expresado en otras ocasiones, les viene de sus años de escolarización.
Todavía vivimos en un mundo predominantemente machista, pero las mujeres estamos al menos mejor consideradas que los niños. En Occidente, no se nos puede obligar a que atendamos a ninguna academia especial para mujeres ni que sigamos cierta educación para servir mejor a la sociedad.
Los niños, en cambio, carecen de libertad, no pueden escoger su propio camino. Desde el momento en que nacen, sus padres y el estado decide su futuro. Por suerte, los niños de hoy en día tienen más libertad que en generaciones anteriores, pero el trabajo que queda por hacer en este campo es ingente. Hasta hace muy pocos años, el castigo corporal a menores estaba aceptado como método de disciplina en España. En algunos países europeos, entre ellos Francia, Reino Unido, Italia y Suiza, el castigo corporal está prohibido solo en las escuelas; y en diecisiete estados de Estados Unidos no está prohibido en absoluto; es decir, los adultos, ya sean padres, tutores o profesores, tienen vía libre para usar la fuerza física contra el colectivo humano más vulnerable e indefenso. Y lo hacen en nombre de... ¿la educación?
La educación es destructiva. La cultura es destructiva. Todo lo que sea imponer algo al bebé, al niño que crece, es opresión. Y lo hacemos desde el principio, repitiendo el patrón, pasando de generación en generación la herencia cultural.

Todo el mundo sabe que los bebés y los niños muy pequeños tienen una curiosidad y ganas de explorar su entorno insaciable. No hay más que observarlos: todo lo quieren tocar; abren los armarios, los cajones; se suben a los muebles, se van de casa... Como protectores de nuestros hijos, poco a poco vamos poniéndoles barreras a sus exploraciones, porque hay peligros que ellos desconocen. Algunos adultos realizan esta tarea con el empleo de la palabra «no», sin más explicaciones, y la usan hasta el punto de que antes de que el niño llegue a la guardería o la escuela, ya han conseguido desmotivar a una criatura a la que ahora hay que motivar para que aprenda. Pero no cualquier cosa: tiene que aprender lo que impone el currículo, no lo que a ella le interesa. Tiene que pasar por el molde de la obediencia.
En la guardería y la escuela primaria no se aprende nada que valga la pena, a no ser que hacer trampas, acusar, mentir, alardear, competir, comparar, burlarse, maltratar y rehuir responsabilidades se consideren habilidades útiles. Son medios artificiales que nada tienen que ver con la vida. De la misma manera que lo son los zoológicos o las cárceles. Lo importante en los colegios no es aprender sino sacar buenas notas.
La capacidad de aprender es algo inherente al ser humano, no algo que se tenga que implantar. Al contrario, cuando aprender se convierte en una obligación, la reacción natural es o de rebeldía o de sumisión. Las escuelas tampoco benefician a los buenos estudiantes, a los que no tienen problemas por asimilar los conceptos que tratan de inculcarles, aunque esos quizá no se den cuenta de la pérdida de tiempo y el dogmatismo al que fueron sometidos hasta llegar a la edad adulta. Algunos no se dan cuenta jamás y viven sin pasión las vidas mediocres que les dicta la sociedad: nacer, trabajar, procrear, morir, y entre medio pasar alguna depresión o dos.
Los seres humanos deberían ser libres para aprender lo que desearan. Los padres, tutores, profesores, gobiernos... que dictan a los más pequeños lo que tienen que aprender con la excusa de que «cuando seas mayor harás lo que quieras» no se dan cuenta de que les están robando años de aprendizaje, porque todo lo que se intente enseñar a la fuerza se perderá en el olvido pero también tendrá consecuencias devastadoras. Así es como funciona el comportamiento humano. A nadie, absolutamente a nadie, le gusta ser dominado. La sumisión y la rebeldía son reacciones aprendidas, consecuencias del control, la opresión y el miedo.
¿Qué hacer ante el problema de la educación? A mí me parece tan grande que si por mí fuera, lo eliminaría de raíz: se acabaron las escuelas. Eliminaría la escolarización y la enseñanza obligatoria. Nadie está obligado a enseñar nada y todo el mundo es libre de aprender lo que le dé la gana.

Como no soy ministra de educación del mundo pero sí de mi casa, eso fue lo que hice en mi mundo. Pero la idea no fue mía, al contrario de lo que algunos puedan pensar. No, yo actué por inercia como todos, y cuando mi primer hijo tenía dos años, empecé a investigar colegios donde llevarlo. En aquella época recuerdo pensar con algo de tristeza que tendría que despedirme de mi manera de ver y vivir la vida en el momento en que los niños fueran a la escuela. Sin embargo, siempre les he escuchado y si alguna vez me distraigo y no lo hago, ellos enseguida me llaman la atención. El día que estaba hablando por teléfono con la recepcionista de la primera escuela a la que llamé, mi hijo de dos años me gritó: «¡No quiero ir al colegio!»
Ese grito feroz, que venía desde otra habitación, me sorprendió tanto que tuve que excusarme y colgar el teléfono. Además de la sorpresa, sentí un orgullo inmenso por mi hijo. ¡Con tan solo dos años sabía perfectamente lo que no quería! Yo no había consultado con él la posibilidad de ir o no ir al colegio. Sencillamente, era algo que «había que hacer» porque todo el mundo lo hacía. Él comprendió que se trataba de ir a un sitio donde un adulto desconocido le diría lo que tenía que hacer junto a un montón de otras personitas como él.
«Yo quiero estar contigo», me dijo al borde de las lágrimas. Yo también quería estar con él, así que eso fue todo, no había más que hablar: nadie se iba a interponer en esa voluntad que ambos compartíamos. Nunca más volví a hacer una llamada a ningún colegio. Y desde entonces siempre he dialogado con ellos dos (mis hijos) las cuestiones concernientes a su educación. Ellos han decidido siempre lo que les interesa y lo que no. No tienen que esperar a ser adultos para tomar esa decisión, porque aun siendo niños, también son seres humanos con derechos.
Y hablamos a menudo de la cuestión de aprender. Yo les digo que todo el mundo está siempre aprendiendo algo y que es un proceso que no termina jamás, así que nunca es tarde para aprender lo que sea. Esto es algo que muchas personas no creen porque tienen muy engranado en la cabeza que lo que no asimilaron de niños ya no lo pueden aprender de adultos. Otras personas les dicen (cuando yo no estoy presente) que ellos no aprenden porque no van a la escuela. No son otros niños que se burlan de ellos. No, al contrario, los niños que sí están obligados a ir al colegio envidian a mis hijos. Por suerte para esos niños, cada vez se relacionan menos con mis hijos, porque para sus padres somos una amenaza. Mis hijos continúan teniendo amigos escolares, pero cada vez más nos relacionamos con otras familias que han escogido el camino de la educación libre.
Ahora tienen siete y ocho años y llevan toda su vida jugando. Sí, eso es todo lo que han hecho: jugar. No han tenido asignaturas, ni exámenes, ni notas, ni deberes, ni premios, ni castigos, ni uniformes, ni filas, ni recreos... Ni curiosidad por averiguar qué es todo eso, porque tanto su padre, como yo, como todos sus amigos, cuando nos han preguntado, les hemos dicho que no, no nos gustaba el colegio. Y aun así, ¡aprenden! Voilà, así de fácil. Sin tener que dar sermones ni lecciones, ni comprobar si han aprendido la lección que pretendo inculcarles porque no pretendo inculcarles ninguna lección. Leemos, hablamos, miramos películas, viajamos, nos relacionamos con otra gente, pensamos y observamos el mundo juntos, y yo cada día aprendo algo nuevo de ellos que me deja anonadada, fascinada ante su inteligencia e intuición, todavía incontaminada de la opresión de la cultura.

Cada vez hay más gente que se está dando cuenta de que este sistema no funciona y se están tomando medidas para arreglarlo. Por ejemplo, se van a eliminar las asignaturas. Con el tiempo imagino que se quitarán también los deberes, las notas y hasta los exámenes. No se puede hacer de repente, aunque sería lo ideal, porque la presión social es demasiado fuerte. A la gente le cuesta demasiado aceptar los cambios y siempre existirán los pesimistas, los detractores, los que se echarán las manos a la cabeza y se empeñarán en afirmar que tiempos pasados fueron mejores y que vamos de cabeza hacia una civilización inculta y analfabeta. En absoluto: el acceso a la educación jamás ha sido tan fácil. Las escuelas tradicionales no tienen razón de existir en el mundo actual. Lo ideal sería hacer borrón y cuenta nueva. Niños: sois libres, se acabó el cole.
¿Pero entonces qué hacemos con los profesores, el material escolar, los edificios? ¿Y sobre todo, qué hacemos con los niños, esas bestias indomables? La reestructuración sería tan masiva que no será algo que ocurra de la noche a la mañana. Los profesores se podrían relajar: ya no tenéis que seguir el currículo. A partir de ahora podéis jugar, debatir, hacer excursiones, responder preguntas y no temer que sean los niños quienes os corrijan cuando os equivocáis. Los campamentos de verano se extienden a todo el año. No existirían las comparaciones ni las competiciones; todos sois especiales y superdotados, hasta el que no es capaz de estarse quieto y necesita saltar en una cama o colchoneta durante horas sin parar. Los niños continuarían aprendiendo, cada uno lo que quisiera y a su propio ritmo. Y los adultos también aprenderían. Lo más importante es que todo consistiría en jugar, explorar, pensar, crear, cooperar y resolver conflictos... Los niños no distinguirían entre pasarlo bien y tener que pasarlo mal por el bien de su futuro.
Estos lugares ya existen y desde hace décadas. Se llaman escuelas democráticas y siguen el modelo de la escuela Summerhill, fundada en 1921 en Inglaterra. En España parece que hay tres o cuatro escuelas de este tipo. Personalmente no soy partidaria de las escuelas alternativas tipo Waldorf, pues he observado que también hay dogmatismo y demagogia en ellas. Y no conozco de primera mano las escuelas democráticas, pero he leído que en algunas parece confundirse la libertad con la licencia. Como a mí también se me ha malinterpretado más de una vez en este aspecto, aclaro: mis hijos tienen libertad, no licencia para dañar a nadie.
Alguna vez alguien me ha preguntado por qué me empeño en escribir sobre temas de educación, por qué me preocupan otros niños cuando los míos están a salvo, fuera del sistema obsoleto y retrógrado al que están sometidos los demás. La respuesta es que siempre me han fascinado los niños y la experiencia que tengo en educación infantil me viene de muy atrás, no desde que he tenido a los míos propios. Y no soy capaz de quedarme callada mientras soy testigo de las atrocidades que se cometen a los contemporáneos de mis hijos, a los futuros dirigentes del mundo. Porque todo nos afecta a todos y porque ahora mismo se está gestando a un adulto que un día estrellará un avión o se liará a tiros en una escuela. Y sí pienso y afirmo que son atrocidades lo que se comete contra la mayoría de los niños, porque lo veo a diario, por la calle, y nadie se inmuta: es lo normal. Ayer mi hijo Alex me dijo: «Antes he visto a una persona adulta mala». Le pregunté por qué creía que era mala y me respondió: «Porque estaba pegando a un niño en el culo y el niño lloraba». Entonces quise saber por qué no había dicho nada, ni siquiera a mí, si le parecía que eso estaba mal. Me respondió: «Porque si le decía algo a la persona adulta, podría pegarme a mí también».
Los niños observan que los adultos actúan así y es todavía socialmente aceptado, así que, temerosos, callan. Si el adulto fuera un hombre que pega en el culo a una mujer y esta llora, la reacción social sería muy diferente. ¿Y si fuera una mujer la que pega a un hombre? Hace unos meses corrían por las redes sociales vídeos con los dos escenarios: hombre maltrata a mujer y enseguida la gente de alrededor se acerca a insultar al hombre y defender a la mujer; mujer maltrata a hombre, y nadie reacciona. Los que opinaban al respecto pusieron el grito en el cielo: si es la mujer quien pega al hombre, ¡nadie dice nada! A mí no me pareció extraño, pues no hay que perder la perspectiva: esas escenas grabadas son montajes. La gente no reacciona ante una mujer que pega a un hombre en público y él se pone a llorar, sencillamente porque es algo tan extraordinario, tan irreal, que es obvio que es mentira. No estoy diciendo que las mujeres no maltraten a los hombres, pero lo hacen de otra manera. En cambio, el caso contrario es muy real y la gente lo reconoce. La respuesta natural es defender al más débil.
Excepto en el caso de los niños. Como no son ciudadanos libres, sino posesiones de sus padres y del estado, todavía es lícito maltratarlos. Un hombre no puede pegar o insultar a una mujer en la calle sin que alguien intervenga o llame a la policía. Pero a un niño...
Para terminar, os cuento otra anécdota para que no se me pierda en el olvido, porque se me van acumulando. Hace tres semanas se me acercó una niña de cuatro años mientras leía un libro en mi Kindle. Sin más preámbulo, empezó a tocar botones y preguntarme qué era eso y cómo funcionaba. La dejé hacer y le fui mostrando cómo se pasaban las páginas adelante y atrás, y los capítulos. Su curiosidad me maravilló. Su madre la riñó al acto, pero tanto la niña como yo la ignoramos. En menos de dos minutos la madre la llamó desobediente, maleducada y alguna cosa más que no sabría cómo traducir. Además, le mandó que dejara de molestarme o de lo contrario le iba a arrear un buen azote. Yo había estado sonriendo y hablando con la niña como si fuéramos amigas de toda la vida, pero se me ocurrió entonces que quizá la madre pensara que lo hacía «para quedar bien» (para los que no me conozcan: yo no hago nada para quedar bien). Así que dije: «No me está molestando». La madre se relajó un poco, pero enseguida volvió a amonestar a su hija: «No sé por qué tienes que ser tan metomentodo».
Así es como se mata la curiosidad, pero la niña continuó haciéndome preguntas y yo seguí respondiendo sin mostrar que me incomodara en absoluto. Me costaba contener la risa porque la niña no le hacía ni puñetero caso a su madre, que volvió a ametrallarla con calificativos de desaprobación. Tampoco llamó su atención cuando la madre le dijo que ella también tenía un Kindle en casa y si tenía tanto interés, se lo enseñaría ella misma y hasta le leería un cuento. Como la niña continuó ignorándola, por fin la madre la agarró del brazo y se la llevó a rastras.
Otros niños me cuentan cosas que no se atreven a confiar a sus padres, como que escribir es una mierda, y que odian los libros. Mi hijo mayor, en cambio, anoche me pidió que le enseñara a escribir bien para poder chatear con sus amigos en Clash of Clans. Eso sí que es importante, claro que sí.