Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 14 de febrero de 2015

Volver a lo antes imaginado y presentación de NUNCA DEJES DE BAILAR

       El mes y medio que había ido a pasar a Europa tocaba a su fin. Teníamos planeado visitar Roma. Me hacía ilusión enseñarles el Coliseo a los niños y, además, regresar a una escena concreta de mi novela, que se desarrolla en la plaza Navona o, mejor dicho, que se desarrollará allí en la vida de mis personajes, porque es algo que todavía no han vivido: ellos irán a la Ciudad Eterna a pasar la Navidad de este año. Pero al final no pudo ser y viajamos a otros sitios. No importa: la novela está escrita desde agosto del año pasado y apenas he cambiado nada, incluso después de haber vuelto a algunos de los lugares que salen en ella.
       Nada más llegar a Barcelona, a principios de diciembre, fui una tarde a pasear por el barrio gótico. Otro día me perdí por las calles del barrio de Gràcia. Es mi favorito, el que más frecuentaba en mis años adolescentes con los amigos que ya puedo llamar «de toda la vida» porque conservamos la amistad aunque hayamos terminado desperdigados por el mundo. Una tarde llevé a los niños a tomar un helado a la plaza de la Revolución. Mis amigos y yo éramos más asiduos de la plaza del Sol, pero para situar la librería de Enya en la novela escogí la plaza de la Revolució de Setembre de 1868 porque era más tranquila y sobre todo por el nombre. Resulta que la plaza ya no es tranquila. Ya lo sabía, claro, pero hasta que no volví a pisarla no fui consciente de que mientras escribía no imaginaba la plaza como es en 2015 sino como fue hace más de veinticinco años. Tampoco importa porque en la novela no la describo, solo la menciono.
       Otro día fui al restaurante donde situé otra escena de la novela, y volví a pensar: no es como lo imaginé. Quité el nombre del restaurante y arreglado. Un chasco más me lo llevé el sábado que me acerqué a la catedral para ver la cripta de Santa Eulàlia y me encontré con el paso al presbiterio vallado… Pedí permiso para colarme. El vigilante me contestó, muy amable, que no podía ser mientras hubiera misa.
       —¿Y mañana por la mañana? —insistí.
       —Mañana es domingo y también hay misa. Ven el lunes.
       —No, tiene que ser mañana porque en la novela ellos vienen en domingo y…
       El vigilante me miró con extrañeza y preguntó:
       —¿Qué novela?
       —La mía. He escrito una novela.
       —Pues tendrás que cambiarla. ¿No puedes hacer que vengan en lunes?
       Más tarde, en casa, repasé la escena y al final no la cambié porque desbarajustaría demasiadas cosas. Es la única licencia literaria que me he tomado en cuanto al escenario: en fin de semana no se puede admirar la cripta, pero mis personajes sí lo hacen.
       —¿Puedo al menos ir al claustro a ver las ocas?
       —Tienes cinco minutos antes de que cierren a las siete —me respondió el vigilante, que era simpatiquísimo y creo recordar que del Perú.
       Y ahí estaban las trece ocas de Santa Eulàlia, tan blancas y graznantes como siempre, tal como yo las había descrito en la novela: «Comprábamos figuritas y adornos en la feria y veníamos aquí a ver el pesebre que instalan cada año. Y las ocas siempre estaban aquí. A mí eso me fascinaba: ¡no se morían nunca! Ahora hacía muchos años que no las veía y fíjate, todavía están aquí.
       »—Supongo que cuando una muere, la sustituyen enseguida por otra, ¿no?
       »—Yo prefiero seguir pensando que son inmortales —dijo Enya con un suspiro—. Cuando tenga ochenta años o más vendré a verlas y ellas seguirán aquí igual de jóvenes y blancas como cuando yo tenía cinco años».

       Es una sensación extraña volver a las escenas de tu novela. A veces decepcionante, como cuando descubro que en realidad no es así y tengo que cambiar algún detalle porque he decidido que en eso voy a ser muy rigurosa. Y otras veces supergratificante. Por ejemplo, me alegró comprobar que la entrada del Fnac de la Plaça de Catalunya sigue igual, con la sección de revistas a la izquierda y la heladería a la derecha. Y más aún me entusiasmó ver con mis propios ojos las colas que se formaban en la calle Petritxol delante de las chocolaterías Dulcinea y Pallaresa. Hay cosas que ni la crisis puede alterar. No entré ni me tomé un suizo. No he degustado uno de esos chocolates tan espesos desde que era niña y a mí, a diferencia de Enya, no me van los dulces. Pero, sobre todo, no quise revivir las escenas de la novela que ocurren en una de esas granjas tan emblemáticas de Barcelona porque sentí que me estaría pasando de la raya, como si estuviera invadiendo la intimidad de mis personajes.
       Caminé por la calle París y pasé por debajo del Hotel Astoria, tal como hace Enya. Entré en el hotel. Comprobé que la escalera de caracol era tal como la había imaginado. Me pregunté si sería fácil enfilarse por ella sin llamar la atención y abandonar el hotel también sin ser vista: sí, aunque había personal en el vestíbulo nadie reparó en mí ni me preguntó si deseaba algo. Me metí en el restaurante de paredes adornadas con carteles de pinturas modernistas donde Alberto toma el desayuno cada mañana, y lo imaginé ahí sentado, reflexionando o, como dice él: «embobado, repasando los acontecimientos de estos dos días». Volví a recepción y estuve tentada de pedir que me mostraran una habitación, con ventana y vistas a la calle. Quería vivir esta otra escena: «Cuando ella pasa por debajo, él está asomado a la ventana fumando y se fija en ella sin saber que es ella. Ella no lo ve, pero acelera el paso sintiéndose observada. Yo también fumé ese cigarrillo y esperé. Cuando por fin la vi acercarse, me metí hacia dentro con un movimiento reflejo, cerré la ventana y continué observándola desde detrás del cristal. El corazón me latía a toda prisa».
       Al final no lo hice. No me atreví. No quise descubrir si el entorno de otra escena, una de las más emotivas de la novela, es en la vida real como lo es en mi cabeza. Puede que parezca absurdo pero, una vez más, haberlo hecho habría supuesto meterme demasiado en la vida de mis personajes. Tampoco fui capaz de quedarme a escuchar el concierto de ópera improvisado cerca de la catedral, ni de vivir tantos otros momentos íntimos de ellos dos… Me pregunté si me arrepentiría de no haber hecho míos retazos de vidas antes imaginadas. De momento no, y sigo pensando que hay ciertas cosas que es mejor dejar en el mundo de la imaginación y no acercarlas demasiado a la realidad porque… podrían cumplirse. Como lo que me ocurrió la tarde que me fui a pasear sola por el Passeig de Gràcia...

       Me quedaban pocos días para tener que volver a hacer las maletas y despedirme de Barcelona hasta la próxima. Al regresar a mi casa de Australia, una de mis prioridades era revisar una vez más la novela y ponerla a punto para su pronta publicación. Sin embargo, había un aspecto que todavía no tenía resuelto y al que llevaba dándole vueltas durante meses: la cubierta. Por más horas y horas que pasé buscando alguna imagen que se pareciera a la que yo tenía en mi mente, no la encontré. Sin ese primer paso, era inútil siquiera ponerme en contacto con un diseñador gráfico para encargarle el trabajo, tal como he hecho con mis libros anteriores. Mi amigo el novelista Fernando Gamboa me ofreció algunos bocetos, pero mi frustración no hizo más que aumentar al constatar que por muy escritora que me crea que soy, no soy capaz de transmitir una imagen por medio de las palabras de manera que otra persona la vea de la misma manera que yo. Terminé por renunciar a esa imagen, que ya está difuminándose en mi memoria, y empecé a sacar fotos a algunos lugares de Barcelona con la esperanza de que se me ocurriera otra cosa. Una que me gusta mucho es esta, aunque sea oscura:

       La tarde que paseaba por el Passeig de Gràcia iba admirando el suelo y recordando otra escena de la novela: «Alberto no esperó a que le contestara y su expresión se suavizó enseguida (pero yo ya la había visto). Me rodeó los hombros con un brazo y me besó en la sien antes de apremiarme:
       »—Sigamos caminando, que estamos entorpeciendo el paso.
       »Me dejé llevar, aturdida todavía por el efecto condicionante que había tenido el enfado y la voz subida de tono de él. Anduve en silencio, con la mirada más fija en las baldosas que en los transeúntes que nos cruzábamos. Él continuó hablando, también mirando al suelo:
       »—Esta ciudad es increíble. Incluso cuando vamos cabizbajos, vemos y pisamos arte.
       »—Estas baldosas son el auténtico panot que diseñó Gaudí… Un hexágono que necesita rodearse de seis más para apreciar el pulpo, el caracol y la estrella de mar.
       »—¡Qué genio! ¿Y esas manchas negras?
       »—Chicles pisoteados».
       Me puse a hacer fotos de ese suelo. Saqué un montón. En la sombra, en el sol, con mis pies, sin mis pies, con los pies de otros caminantes, con sus sombras, sin sus sombras. Y en diferentes sitios: donde las baldosas estaban más limpias, más sucias, más levantadas, más hundidas, con más chicles, con menos chicles… Anduve arriba y abajo y por fin me senté en un banco para repasar las fotos que había tomado. Me quedé con la mirada perdida pensando en cómo podía usar alguna de ellas, cuando oí que alguien me llamaba. Me giré y me encontré delante a una pareja; había sido ella quien había pronunciado mi nombre. Me levanté enseguida para devolverle el saludo e intercambiar dos besos. Era mi editora favorita; la había visto dos días antes y las dos nos maravillamos de la casualidad de volvernos a encontrar. Casi sin querer, pero siguiendo una corazonada, dirigí la mirada a sus pies. Me quedé con la boca abierta.
       —Me encantan tus botas —logré articular, y era una observación sincera.
       —Ah, hace mucho que las tengo, pero aún me aguantan y son muy cómodas.
       Tuve una inspiración repentina. Ella me había preguntado qué hacía ahí, sentada en un banco; ¿esperaba a alguien? Entonces se lo conté:
      —Estoy haciendo fotos para la cubierta de mi novela y acabo de tener una idea. Os parecerá una locura, pero… vosotros me podríais ayudar. Solo será un momento, una foto nada más. Es que tus botas son como caídas del cielo.
       Tal como esperaba los dos reaccionaron bien, con una sonrisa, un encogimiento de hombros y un ¿por qué no? Yo estaba tan nerviosa que no fui capaz de hacer nada más que tenderles mi cámara para que uno de los dos tomara la foto de sus pies desde arriba. Se la entregué a él y nuestras manos entraron en contacto durante un segundo. El intercambio de miradas fue más largo. Luego, comprobamos los tres el resultado de la toma.
      —No ha quedado mal, ¿no? —opinó ella.
      —Perfecta; me servirá —respondí yo muy agradecida.
      Antes de despedirnos él y yo nos sostuvimos de nuevo la mirada. Ladeó un poco la cabeza en un gesto que le he imaginado hacer tantas veces y me preguntó:
      —¿Nos conocemos de algo?
      Le tendí la mano, que él aceptó enseguida para estrechármela, mientras respondía:
      —Tú a mí no, pero yo a ti sí: he leído tus novelas.
      Me regaló una amplia sonrisa. Me fijé en sus colmillos y pensé en estas otras palabras ya escritas: «Su sonrisa tan familiar y esos grandes ojos marrones. Siempre me había gustado la forma de sus dientes, con los colmillos sobresaliendo lo justo para darle un toque de travesura a las facciones de un hombre maduro»
      —Suerte con la tuya —repuso él con un guiño.

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