Varias veces me han
preguntado de dónde saco el dinero para tantos viajes. ¿De dónde lo voy a
sacar? De mi trabajo, como todo el mundo. Esto sorprende a algunos. Ah, ¿pero
tú trabajas? Algunos lo piensan, pero no se atreven a decirlo. Claro que trabajo:
veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco
días al año, y en años bisiestos, un día más. Que la sociedad no considere lo
que hago como «trabajo de verdad» no es problema mío, sino de la sociedad.
No soy de esas personas
que trabajan porque «tienen que» trabajar, pobres. Soy de las que trabajan porque disfrutan de su trabajo, y por
eso no se retirarán nunca. Para mí no es ninguna obligación ni sacrificio. Hago
de veras lo que me gusta, lo que yo he escogido sin que nadie me obligase. Eso
no significa que trabaje menos que los que sí lo hacen porque «tienen que comer». Pero la gente ve lo
que quiere ver: una mamá con la casa súper desordenada y dos niños (¡ahora
tres!) que siempre están de vacaciones y moviéndose de un lugar a otro del
planeta. ¿Y cómo se lo monta esta gente para vivir?
Pues os lo voy a contar…
Tengo varias fuentes de
ingreso, aunque desde que soy madre no he hecho la declaración de la renta
porque no he llegado al mínimo. Este año me fue por los pelos, el que viene ya
sí pagaré impuestos como todo el mundo gracias a un nuevo proyecto que tengo en
mente y me permitirá seguir educando a mis hijos en libertad y trabajando en mí
misma, en lo que me apasiona y en lo que no tengo que rendir cuentas a nadie.
Así que ya veis, no tengo tanto dinero como pueda parecer. Las apariencias
engañan pero no porque yo quiera engañar a nadie, sino porque la gente tiende a
pensar que todos llevamos un estilo de vida parecido, con responsabilidades y
gastos similares. En realidad, yo llevo una vida muy sencilla, a pesar de los
viajes.
Primero de todo,
escribo. Digo «primero» porque es lo que hago nada más levantarme, horas antes
de que salga el sol, cuando los niños aún duermen, no porque sea lo más importante.
Me gusta escribir; siempre lo he hecho y siempre lo haré porque para mí es una
pasión y una necesidad. Desde hace dos años y medio cobro dinero por la venta
de mis libros —muy poco, pero para mí es un gran paso que miles de personas den
valor al esfuerzo de toda una vida, aunque no lo haga por dinero. Además,
realizo trabajos esporádicos de corrección y maquetación de libros electrónicos.
Segundo, llevo un
pequeño negocio de libros de segunda mano. Aunque aquí ahora es invierno, este
año estoy continuando con el trabajo «fuera de temporada». Si queréis saber
más, podéis leer otra entrada de mi blog en la que explico mi Historia de una librera.
Tercero, mis hijos no
han pisado jamás una guardería o el aula de un colegio. Ahora tienen seis y
ocho años, así que debo de haber ahorrado ya varios miles de dólares que no
gasté en uniformes, libros de texto, matrículas y demás. Pero si los niños no
van al colegio, yo no puedo desempeñar un trabajo de nueve a cinco, ya que
alguien los tiene que vigilar y guiar mientras se educan. La solución: el
gobierno australiano me paga una pensión por ser «educadora en casa». Es un
sueldecito. La verdad es que me merezco mucho más, pero eso solo lo sé yo; el
resto del mundo me mira desde una distancia confortable —no se vaya a contagiar
de ideas tan salvajes— y murmura: «Ya veremos cómo salen estos niños». Y yo
siempre digo: «Pues eso, tendréis que esperar. Todavía son pequeños y no puedo
demostrar nada que no queráis ver ya». Hay quien me ha llegado a decir: «Yo por
suerte no lo veré. Me moriré antes».
No os creáis, sin
embargo, que el gobierno me paga por tener la valentía de desafiar a su sistema
educativo. Todo lo contrario: ellos pretenden que siga su currículum, pero en
casa. Y tampoco pagan a todos los padres que deciden no llevar a sus hijos al
colegio, solo a las madres sin marido que los sacan adelante ellas solas y no
tienen ningún otro sueldo en el que apoyarse.
Yo ya no tengo marido, y aunque esté mal decirlo, estoy muy bien así; hay
personas que funcionan mejor sin pareja y yo soy una de ellas. En el momento en
que ya sí tenga unos ingresos considerables —algo que, como digo, creo poder
conseguir el año que viene— el gobierno dejará de pagarme la pensión de madre
separada educadora, a pesar de que yo seguiré realizando ese trabajo todos los
años que haga falta.
Cuarto y último: el
padre de mis hijos paga por su manutención. Yo tengo la custodia absoluta, y
por ley él no está obligado a pagar nada ya que no reside ni trabaja en
Australia. Sin embargo, él ha escogido sí hacerlo y yo siempre he hecho todo lo
posible por mantener un fuerte lazo de unión entre ellos tres. También según la
ley, yo debería haberme quedado con el 67% de todos nuestros bienes materiales,
pero no lo hice porque a mí las posesiones me agobian.
Eso es todo en cuanto al
dinero que entra. Ahora hay que hablar del que sale.
Cuando viajamos,
gastamos bastante. No hay vuelta de hoja: viajar es caro. Se puede ir de
mochilero, pero yo no deseo dar la imagen de que sigo haciéndolo, porque no es
cierta. Esa etapa de mi vida terminó. Quizás vuelva, no lo descarto, pero con
niños no solo no se puede ir de tirado sino que someterlos a eso rayaría en el
maltrato. Hay una edad para cada manera de ver el mundo, y con ellos estoy explorando
otras maneras de viajar. Hace tres años alquilé una autocaravana durante un
mes, como prueba, porque es algo que me gustaría repetir durante más tiempo; explico
esa experiencia en Desconectar con unos, conectar con otros; un viaje por la Australia profunda. El año pasado fuimos un par de meses a una isla de
Indonesia sin coches donde nos reunimos con otra gente «rara» y con una manera
poco convencional de ver la vida. Y desde hace tiempo me ronda en la cabeza la
idea de un crucero por el Mediterráneo (de pequeña me encantaba la serie Vacaciones en el mar y me hace ilusión
enseñarles el Coliseo de Roma; ya conocen la Torre Eiffel de París y les
encantó).
Cuando estamos en casa,
sin embargo, no gastamos tanto como la gente «normal». Para empezar, la casa
donde vivimos ya no es mía. Desde abril pasado es solo propiedad de mi
exmarido. Nosotros nos quedamos en Australia, él se fue (no es una cosa buena
ni mala, sencillamente, muy australiana). Así que la casa es suya pero somos
nosotros tres los que seguimos viviendo aquí y le dejamos entrar y quedarse
siempre que quiere venir de visita. Solo pago la factura de las
telecomunicaciones y la del gas, que es un gasto mínimo. Tenemos paneles
solares, así que no solo no pago por la electricidad, sino que la que sobra la
vendo. Y sobra bastante porque no gastamos mucha; seguimos aprovechando la que
nos da el sol gratis. Tampoco pago por el agua: tenemos un gran depósito que
recoge la de la lluvia. Tenemos gallinas (el gallo murió) y a veces exceso de
huevos, que regalamos a amigos o vendemos a buen precio. Y también árboles
frutales y un huerto; ahí planto mis verduras favoritas. Ah, y trece olivos;
este año hemos recogido miles y miles de aceitunas y he aprendido a procesarlas
(tenemos para regalar y vender). En el supermercado también gasto mucho menos
que la gente normal. No es por ahorrar, es por salud y porque a mí me gusta
preparar las cosas yo y no que me lo den todo hecho. Hago yo misma el pan, la
masa para la pizza, la mantequilla, el helado, la salsa de tomate… (tengo una
Thermomix, gran inversión). No como porquerías como patatas de bolsa, gaseosas
o bollos; es que no me gustan, y mi cuerpo enseguida se queja si lo hago. A los
tres nos gusta el pescado. Aquí es caro (como todo en Australia), pero a
nosotros a veces nos lo regalan. Los niños aprendieron a pescar hace tres
años; yo me propongo hacerlo en serio este verano.
Otros gastos en los que no incurro y sí la mayoría de gente son fármacos y medicamentos. Ni mis hijos ni yo
nos medicamos en absoluto, porque no lo necesitamos. A Dave lo llevé dos veces
al pediatra cuando era bebé, a Alex nunca. No tengo nada en contra de esa noble
profesión, pero en nuestro caso enseguida descubrí que yo sabía mejor que un
extraño de bata blanca lo que tenía que comer mi hijo, lo que tenía que pesar y
a qué horas tenía que dormir. Tampoco me gasté nunca dinero en un logopeda
(aquí es raro el niño que no haya visitado al logopeda). En vez de eso, preferí
investigar por mi cuenta y llegué a la conclusión de que el tartamudeo en los
niños de tres o cuatro años es algo normal en la adquisición del lenguaje y lo
hacen todos en mayor o menor medida. Sigo pensando que se le da una importancia
desmesurada a los «problemas infantiles» de hoy en día y que el problema lo
tiene la educación competitiva que se les pretende dar; muchos se arreglan
sencillamente con una alimentación mejor. En cuanto al lenguaje, una amiga logopeda
me dijo que me equivocaba; en cualquier caso, mis hijos ya no tartamudean, y
además son bilingües en castellano y en inglés.
No suelo encontrarme
mal, pero si un día me duele la cabeza, trato de descubrir la razón y jamás
tomo nada; a menudo se va con una de tres: comida, ejercicio físico o reposo. Ni
los niños ni yo nos hemos puesto enfermos desde que hace cinco años cogiéramos
los tres un catarro que nos tuvo en casa inmovilizados durante tres semanas.
Desde entonces… nada. A mí llegó a asustarme eso, durante un tiempo no me
quitaba a Bruce Willis y el Sexto Sentido
de la cabeza: ¿no será que estamos muertos? Qué va, todo lo contrario. No
enfermamos porque somos felices, así de sencillo. Alguna gente me dice que en
el caso de los niños quizás sea porque no van al colegio y «no se relacionan».
Aish… Está claro que si fueran al colegio enfermarían más porque no serían tan
felices, pero no hace falta relacionarse para contagiarse enfermedades, ¿no?
Nosotros hemos compartido el reducido espacio de un avión con gente de todo el
mundo al menos diez veces en lo que va de año, y aseguraría que ahí hay más
transmisión de gérmenes que en el colegio del pueblo. Hace unos días en un
estudio de la Universidad de Exeter se llegó a la conclusión de que respirar
pedos es bueno para prevenir un sinfín de enfermedades. Puede que ahí esté la
explicación de nuestro buen estado de salud, porque mira que se explaya la
gente en los aviones…
Me gusta hacer ejercicio
pero no voy al gimnasio. Podría, pero entonces tendría que pagar por eso y por
que alguien me cuidara a los niños. Más fácil, barato y placentero para mí es
salir a caminar, ir a buscar leña, saltar con los niños en la colchoneta, y no
desaprovechar nunca la oportunidad de subir y bajar escaleras (no solo no me da
vergüenza que toda la gente apelotonada en las escaleras mecánicas de
aeropuertos y grandes ciudades me mire, sino que me divierte; siempre me
pregunto cuántos de esos pagan la cuota del gimnasio cada mes). Nunca me ha
gustado practicar deportes que requieren mucho equipamiento. He probado algunos,
y los he disfrutado (sobre todo el submarinismo y el snowboarding) pero siempre
he preferido las actividades que se pueden realizar sin demasiados gastos ni artilugios.
Mis hijos tampoco practican ningún deporte de manera estructurada. Yo se lo propongo,
les expongo, ofrezco pagar por las clases… pero prefieren correr y subirse a
los árboles, así que respeto su decisión. Aprendieron a nadar mucho más tarde
que el resto de niños de su edad, en piscinas de Indonesia, Malasia y Filipinas
(las de Australia son insufribles, por la cantidad de cloro que les echan), y
en el mar. Aún hay gente que me dice que debería apuntarlos a clases. Ellos no
quieren, así que no lo hago; si algún día me lo piden, sí lo haré.
Tampoco gasto dinero en
salud mental. No fumo, bebo poco —copita de vino— (aunque sé que me lo
recordarás toda la vida, Rosa, te repito que lo de esa noche fue una
excepción), no consumo drogas de ningún tipo, ni legales ni ilegales, y jamás
he probado un antidepresivo (aquí son muy populares) ni visitado a un
psicológo. Eso no quiere decir que me libre de los problemas mentales que
padece la mayoría de adultos; simplemente, he escogido otra manera de hacer
terapia: la introspección, la meditación y la escritura. No veo razón para que
mis hijos visiten a un psicólogo, aunque donde vivimos también es algo muy
normal, casi siempre por culpa del bullying
de los colegios. Como los míos no van al colegio, si alguien les molesta o cae
mal tienen la libertad de decidir no verlo más. Igual que yo: no me siento con
la obligación de quedar bien con nadie y eso contribuye favorablemente a mi
salud mental y física.
En cuanto a la belleza,
mis gastos ahí son cero. No voy a la peluquería, no me
he sometido jamás a limpiezas de cutis ni ningún tipo de tratamiento popular o
impopular —depende de quién hable— como el botox o las inyecciones en el
vientre para reducir la grasa después del embarazo. Ni reducción ni aumento de
pechos: los míos han crecido y decrecido de manera natural a lo largo de las
diferentes etapas a las que se han sometido. No son lo más atractivo de mi
cuerpo pero bien orgullosa de ellos que estoy: han cumplido a la perfección su misión
más importante en la vida, que no es precisamente la de agradar a los hombres. Me
gusta mi cuerpo tal como es. Lo quiero e intento mimarlo mucho, pero no
pretendo cambiarlo. No me compro cremas caras para detener el paso de la vejez.
Ni bronceadores ni cremas protectoras: salgo a saludar al sol para recibir el
regalo gratis de la vitamina D y experimentar el bienestar inmediato que me
proporciona el aire libre, pero me retiro al interior en las horas de máxima
intensidad del verano. Ya paso de los cuarenta pero tengo suerte de no tener más
que una o dos canas que encuentro alguna vez, arranco y echo al aire, así que
de momento no me tiño. Voy a que me hagan un masaje solo una vez al año, el que me regala un amigo
cada vez que cumplo años. No es que me prive de estos placeres, es que no los
necesito ni me hacen sentir mejor; prefiero los abrazos de los niños y mis
amigos.
No salgo por la noche
porque aquí no hay night clubs y, de
todos modos, a mí nunca me han atraído esos lugares. Me gusta quedar con amigos y conocer a
gente, pero siempre disfruto más de cenas en casa que en los restaurantes. Esto
es en parte porque cuando viajamos no tenemos más remedio que comer fuera casi a
diario.
Nunca he pagado a nadie
por cuidarme a los niños. Yo cuido a otros que no son míos y lo hago con mucho
gusto. Algunas amistades también lo hacen por mí cuando lo necesito, y los
abuelos cuando las circunstancias son propicias. A menudo tengo que llevármelos
al mercado, así también aprenden. Y al banco, al súper…
Soy propietaria de un
coche porque aquí es imprescindible. Acaba de cumplir diez años; tiene sus
gastos pero nunca me ha dado ningún problema: siempre lo he cuidado bien. No gasto
mucho en ropa o calzado porque me dura mucho y no tengo que vestir ni bien ni mal,
solo como a mí me gusta… No tengo caprichos, en realidad soy muy aburrida: leo,
escribo, viajo, hablo con desconocidos y juego con los niños, poco más.
Los niños consumen menos
del dinero que cobro para su manutención. No creo que la austeridad deba imponerse
y por eso jamás les he privado de nada. Les he comprado todos los juguetes que
me han pedido, siempre, y los helados y las chuches… ¡Agghhh, con el asco que
me da a mí el azúcar! Esto sorprende a mucha gente, pero yo siempre lo explico
y si no queréis entenderlo, pues eso, es porque no queréis: no les ofrezco
jamás cosas que yo creo que son perjudiciales y que yo, además, no consumo,
pero tampoco se las prohíbo porque sé que eso es contraproducente, igual que
obligarles a hacer algo que no quieren hacer. Tampoco les he negado nada con el
pretexto de que vale demasiado dinero y no tenemos. No miento a mis hijos: no
me parece necesario. Sí dispongo del dinero, así que les doy todo lo que me piden. A
diferencia de otros padres, no gasto en otras cosas que no solo no me piden
sino que no quieren. Hace ya mucho
tiempo que apenas piden juguetes. Cuando nadie te impone límites a los bienes
materiales que puedes obtener, te das cuenta de lo poco que necesitas en
realidad; a los niños también les pasa. No me piden regalos porque sea su
cumpleaños o Reyes o porque se les ha caído un diente… Algunos familiares me
miran confundidos cuando les digo: «No hace falta que les compréis nada, porque
no quieren nada». El mejor regalo que se les puede dar es tiempo, vuestro tiempo.
«Pues entonces te doy dinero», me dicen. Yo lo guardo y la próxima vez que los
niños me piden que los lleve a algún sitio, les informo de que esa excursión la
ha pagado tal o cual persona.
Voy a
terminar ya el artículo que, como siempre, me ha salido más largo de lo intencionado.
Espero haber dado una idea más o menos clara de cómo nos sustentamos, aunque
algo se me habrá pasado… Si tenéis algo más que preguntar, adelante, no tengo
nada que esconder. Ah, sí, otro gasto que no tengo: lotería. No compro porque ya
me tocó una vez: nací en el lugar y momento en que nací y gracias a eso aquí
sigo, todavía con salud, amor y gente dispuesta a valorar el granito de arena
que aporto por conseguir un mundo mejor.