Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

miércoles, 16 de julio de 2014

Sí, yo también trabajo

Varias veces me han preguntado de dónde saco el dinero para tantos viajes. ¿De dónde lo voy a sacar? De mi trabajo, como todo el mundo. Esto sorprende a algunos. Ah, ¿pero tú trabajas? Algunos lo piensan, pero no se atreven a decirlo. Claro que trabajo: veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año, y en años bisiestos, un día más. Que la sociedad no considere lo que hago como «trabajo de verdad» no es problema mío, sino de la sociedad.
No soy de esas personas que trabajan porque «tienen que» trabajar, pobres. Soy de las que trabajan porque disfrutan de su trabajo, y por eso no se retirarán nunca. Para mí no es ninguna obligación ni sacrificio. Hago de veras lo que me gusta, lo que yo he escogido sin que nadie me obligase. Eso no significa que trabaje menos que los que sí lo hacen porque «tienen que comer». Pero la gente ve lo que quiere ver: una mamá con la casa súper desordenada y dos niños (¡ahora tres!) que siempre están de vacaciones y moviéndose de un lugar a otro del planeta. ¿Y cómo se lo monta esta gente para vivir?
Pues os lo voy a contar…
Tengo varias fuentes de ingreso, aunque desde que soy madre no he hecho la declaración de la renta porque no he llegado al mínimo. Este año me fue por los pelos, el que viene ya sí pagaré impuestos como todo el mundo gracias a un nuevo proyecto que tengo en mente y me permitirá seguir educando a mis hijos en libertad y trabajando en mí misma, en lo que me apasiona y en lo que no tengo que rendir cuentas a nadie. Así que ya veis, no tengo tanto dinero como pueda parecer. Las apariencias engañan pero no porque yo quiera engañar a nadie, sino porque la gente tiende a pensar que todos llevamos un estilo de vida parecido, con responsabilidades y gastos similares. En realidad, yo llevo una vida muy sencilla, a pesar de los viajes.
Primero de todo, escribo. Digo «primero» porque es lo que hago nada más levantarme, horas antes de que salga el sol, cuando los niños aún duermen, no porque sea lo más importante. Me gusta escribir; siempre lo he hecho y siempre lo haré porque para mí es una pasión y una necesidad. Desde hace dos años y medio cobro dinero por la venta de mis libros —muy poco, pero para mí es un gran paso que miles de personas den valor al esfuerzo de toda una vida, aunque no lo haga por dinero. Además, realizo trabajos esporádicos de corrección y maquetación de libros electrónicos.

Segundo, llevo un pequeño negocio de libros de segunda mano. Aunque aquí ahora es invierno, este año estoy continuando con el trabajo «fuera de temporada». Si queréis saber más, podéis leer otra entrada de mi blog en la que explico mi Historia de una librera.
Tercero, mis hijos no han pisado jamás una guardería o el aula de un colegio. Ahora tienen seis y ocho años, así que debo de haber ahorrado ya varios miles de dólares que no gasté en uniformes, libros de texto, matrículas y demás. Pero si los niños no van al colegio, yo no puedo desempeñar un trabajo de nueve a cinco, ya que alguien los tiene que vigilar y guiar mientras se educan. La solución: el gobierno australiano me paga una pensión por ser «educadora en casa». Es un sueldecito. La verdad es que me merezco mucho más, pero eso solo lo sé yo; el resto del mundo me mira desde una distancia confortable —no se vaya a contagiar de ideas tan salvajes— y murmura: «Ya veremos cómo salen estos niños». Y yo siempre digo: «Pues eso, tendréis que esperar. Todavía son pequeños y no puedo demostrar nada que no queráis ver ya». Hay quien me ha llegado a decir: «Yo por suerte no lo veré. Me moriré antes».
No os creáis, sin embargo, que el gobierno me paga por tener la valentía de desafiar a su sistema educativo. Todo lo contrario: ellos pretenden que siga su currículum, pero en casa. Y tampoco pagan a todos los padres que deciden no llevar a sus hijos al colegio, solo a las madres sin marido que los sacan adelante ellas solas y no tienen ningún otro sueldo en el que apoyarse. Yo ya no tengo marido, y aunque esté mal decirlo, estoy muy bien así; hay personas que funcionan mejor sin pareja y yo soy una de ellas. En el momento en que ya sí tenga unos ingresos considerables —algo que, como digo, creo poder conseguir el año que viene— el gobierno dejará de pagarme la pensión de madre separada educadora, a pesar de que yo seguiré realizando ese trabajo todos los años que haga falta.
Cuarto y último: el padre de mis hijos paga por su manutención. Yo tengo la custodia absoluta, y por ley él no está obligado a pagar nada ya que no reside ni trabaja en Australia. Sin embargo, él ha escogido sí hacerlo y yo siempre he hecho todo lo posible por mantener un fuerte lazo de unión entre ellos tres. También según la ley, yo debería haberme quedado con el 67% de todos nuestros bienes materiales, pero no lo hice porque a mí las posesiones me agobian.
Eso es todo en cuanto al dinero que entra. Ahora hay que hablar del que sale.
Cuando viajamos, gastamos bastante. No hay vuelta de hoja: viajar es caro. Se puede ir de mochilero, pero yo no deseo dar la imagen de que sigo haciéndolo, porque no es cierta. Esa etapa de mi vida terminó. Quizás vuelva, no lo descarto, pero con niños no solo no se puede ir de tirado sino que someterlos a eso rayaría en el maltrato. Hay una edad para cada manera de ver el mundo, y con ellos estoy explorando otras maneras de viajar. Hace tres años alquilé una autocaravana durante un mes, como prueba, porque es algo que me gustaría repetir durante más tiempo; explico esa experiencia en Desconectar con unos, conectar con otros; un viaje por la Australia profunda. El año pasado fuimos un par de meses a una isla de Indonesia sin coches donde nos reunimos con otra gente «rara» y con una manera poco convencional de ver la vida. Y desde hace tiempo me ronda en la cabeza la idea de un crucero por el Mediterráneo (de pequeña me encantaba la serie Vacaciones en el mar y me hace ilusión enseñarles el Coliseo de Roma; ya conocen la Torre Eiffel de París y les encantó).
Cuando estamos en casa, sin embargo, no gastamos tanto como la gente «normal». Para empezar, la casa donde vivimos ya no es mía. Desde abril pasado es solo propiedad de mi exmarido. Nosotros nos quedamos en Australia, él se fue (no es una cosa buena ni mala, sencillamente, muy australiana). Así que la casa es suya pero somos nosotros tres los que seguimos viviendo aquí y le dejamos entrar y quedarse siempre que quiere venir de visita. Solo pago la factura de las telecomunicaciones y la del gas, que es un gasto mínimo. Tenemos paneles solares, así que no solo no pago por la electricidad, sino que la que sobra la vendo. Y sobra bastante porque no gastamos mucha; seguimos aprovechando la que nos da el sol gratis. Tampoco pago por el agua: tenemos un gran depósito que recoge la de la lluvia. Tenemos gallinas (el gallo murió) y a veces exceso de huevos, que regalamos a amigos o vendemos a buen precio. Y también árboles frutales y un huerto; ahí planto mis verduras favoritas. Ah, y trece olivos; este año hemos recogido miles y miles de aceitunas y he aprendido a procesarlas (tenemos para regalar y vender). En el supermercado también gasto mucho menos que la gente normal. No es por ahorrar, es por salud y porque a mí me gusta preparar las cosas yo y no que me lo den todo hecho. Hago yo misma el pan, la masa para la pizza, la mantequilla, el helado, la salsa de tomate… (tengo una Thermomix, gran inversión). No como porquerías como patatas de bolsa, gaseosas o bollos; es que no me gustan, y mi cuerpo enseguida se queja si lo hago. A los tres nos gusta el pescado. Aquí es caro (como todo en Australia), pero a nosotros a veces nos lo regalan. Los niños aprendieron a pescar hace tres años; yo me propongo hacerlo en serio este verano.
Otros gastos en los que no incurro y sí la mayoría de gente son fármacos y medicamentos. Ni mis hijos ni yo nos medicamos en absoluto, porque no lo necesitamos. A Dave lo llevé dos veces al pediatra cuando era bebé, a Alex nunca. No tengo nada en contra de esa noble profesión, pero en nuestro caso enseguida descubrí que yo sabía mejor que un extraño de bata blanca lo que tenía que comer mi hijo, lo que tenía que pesar y a qué horas tenía que dormir. Tampoco me gasté nunca dinero en un logopeda (aquí es raro el niño que no haya visitado al logopeda). En vez de eso, preferí investigar por mi cuenta y llegué a la conclusión de que el tartamudeo en los niños de tres o cuatro años es algo normal en la adquisición del lenguaje y lo hacen todos en mayor o menor medida. Sigo pensando que se le da una importancia desmesurada a los «problemas infantiles» de hoy en día y que el problema lo tiene la educación competitiva que se les pretende dar; muchos se arreglan sencillamente con una alimentación mejor. En cuanto al lenguaje, una amiga logopeda me dijo que me equivocaba; en cualquier caso, mis hijos ya no tartamudean, y además son bilingües en castellano y en inglés.
No suelo encontrarme mal, pero si un día me duele la cabeza, trato de descubrir la razón y jamás tomo nada; a menudo se va con una de tres: comida, ejercicio físico o reposo. Ni los niños ni yo nos hemos puesto enfermos desde que hace cinco años cogiéramos los tres un catarro que nos tuvo en casa inmovilizados durante tres semanas. Desde entonces… nada. A mí llegó a asustarme eso, durante un tiempo no me quitaba a Bruce Willis y el Sexto Sentido de la cabeza: ¿no será que estamos muertos? Qué va, todo lo contrario. No enfermamos porque somos felices, así de sencillo. Alguna gente me dice que en el caso de los niños quizás sea porque no van al colegio y «no se relacionan». Aish… Está claro que si fueran al colegio enfermarían más porque no serían tan felices, pero no hace falta relacionarse para contagiarse enfermedades, ¿no? Nosotros hemos compartido el reducido espacio de un avión con gente de todo el mundo al menos diez veces en lo que va de año, y aseguraría que ahí hay más transmisión de gérmenes que en el colegio del pueblo. Hace unos días en un estudio de la Universidad de Exeter se llegó a la conclusión de que respirar pedos es bueno para prevenir un sinfín de enfermedades. Puede que ahí esté la explicación de nuestro buen estado de salud, porque mira que se explaya la gente en los aviones…
Me gusta hacer ejercicio pero no voy al gimnasio. Podría, pero entonces tendría que pagar por eso y por que alguien me cuidara a los niños. Más fácil, barato y placentero para mí es salir a caminar, ir a buscar leña, saltar con los niños en la colchoneta, y no desaprovechar nunca la oportunidad de subir y bajar escaleras (no solo no me da vergüenza que toda la gente apelotonada en las escaleras mecánicas de aeropuertos y grandes ciudades me mire, sino que me divierte; siempre me pregunto cuántos de esos pagan la cuota del gimnasio cada mes). Nunca me ha gustado practicar deportes que requieren mucho equipamiento. He probado algunos, y los he disfrutado (sobre todo el submarinismo y el snowboarding) pero siempre he preferido las actividades que se pueden realizar sin demasiados gastos ni artilugios. Mis hijos tampoco practican ningún deporte de manera estructurada. Yo se lo propongo, les expongo, ofrezco pagar por las clases… pero prefieren correr y subirse a los árboles, así que respeto su decisión. Aprendieron a nadar mucho más tarde que el resto de niños de su edad, en piscinas de Indonesia, Malasia y Filipinas (las de Australia son insufribles, por la cantidad de cloro que les echan), y en el mar. Aún hay gente que me dice que debería apuntarlos a clases. Ellos no quieren, así que no lo hago; si algún día me lo piden, sí lo haré.
Tampoco gasto dinero en salud mental. No fumo, bebo poco —copita de vino— (aunque sé que me lo recordarás toda la vida, Rosa, te repito que lo de esa noche fue una excepción), no consumo drogas de ningún tipo, ni legales ni ilegales, y jamás he probado un antidepresivo (aquí son muy populares) ni visitado a un psicológo. Eso no quiere decir que me libre de los problemas mentales que padece la mayoría de adultos; simplemente, he escogido otra manera de hacer terapia: la introspección, la meditación y la escritura. No veo razón para que mis hijos visiten a un psicólogo, aunque donde vivimos también es algo muy normal, casi siempre por culpa del bullying de los colegios. Como los míos no van al colegio, si alguien les molesta o cae mal tienen la libertad de decidir no verlo más. Igual que yo: no me siento con la obligación de quedar bien con nadie y eso contribuye favorablemente a mi salud mental y física.    
En cuanto a la belleza, mis gastos ahí son cero. No voy a la peluquería, no me he sometido jamás a limpiezas de cutis ni ningún tipo de tratamiento popular o impopular —depende de quién hable— como el botox o las inyecciones en el vientre para reducir la grasa después del embarazo. Ni reducción ni aumento de pechos: los míos han crecido y decrecido de manera natural a lo largo de las diferentes etapas a las que se han sometido. No son lo más atractivo de mi cuerpo pero bien orgullosa de ellos que estoy: han cumplido a la perfección su misión más importante en la vida, que no es precisamente la de agradar a los hombres. Me gusta mi cuerpo tal como es. Lo quiero e intento mimarlo mucho, pero no pretendo cambiarlo. No me compro cremas caras para detener el paso de la vejez. Ni bronceadores ni cremas protectoras: salgo a saludar al sol para recibir el regalo gratis de la vitamina D y experimentar el bienestar inmediato que me proporciona el aire libre, pero me retiro al interior en las horas de máxima intensidad del verano. Ya paso de los cuarenta pero tengo suerte de no tener más que una o dos canas que encuentro alguna vez, arranco y echo al aire, así que de momento no me tiño. Voy a que me hagan un masaje solo una vez al año, el que me regala un amigo cada vez que cumplo años. No es que me prive de estos placeres, es que no los necesito ni me hacen sentir mejor; prefiero los abrazos de los niños y mis amigos.
No salgo por la noche porque aquí no hay night clubs y, de todos modos, a mí nunca me han atraído esos lugares. Me gusta quedar con amigos y conocer a gente, pero siempre disfruto más de cenas en casa que en los restaurantes. Esto es en parte porque cuando viajamos no tenemos más remedio que comer fuera casi a diario.
Nunca he pagado a nadie por cuidarme a los niños. Yo cuido a otros que no son míos y lo hago con mucho gusto. Algunas amistades también lo hacen por mí cuando lo necesito, y los abuelos cuando las circunstancias son propicias. A menudo tengo que llevármelos al mercado, así también aprenden. Y al banco, al súper…
Soy propietaria de un coche porque aquí es imprescindible. Acaba de cumplir diez años; tiene sus gastos pero nunca me ha dado ningún problema: siempre lo he cuidado bien. No gasto mucho en ropa o calzado porque me dura mucho y no tengo que vestir ni bien ni mal, solo como a mí me gusta… No tengo caprichos, en realidad soy muy aburrida: leo, escribo, viajo, hablo con desconocidos y juego con los niños, poco más.
Los niños consumen menos del dinero que cobro para su manutención. No creo que la austeridad deba imponerse y por eso jamás les he privado de nada. Les he comprado todos los juguetes que me han pedido, siempre, y los helados y las chuches… ¡Agghhh, con el asco que me da a mí el azúcar! Esto sorprende a mucha gente, pero yo siempre lo explico y si no queréis entenderlo, pues eso, es porque no queréis: no les ofrezco jamás cosas que yo creo que son perjudiciales y que yo, además, no consumo, pero tampoco se las prohíbo porque sé que eso es contraproducente, igual que obligarles a hacer algo que no quieren hacer. Tampoco les he negado nada con el pretexto de que vale demasiado dinero y no tenemos. No miento a mis hijos: no me parece necesario. Sí dispongo del dinero, así que les doy todo lo que me piden. A diferencia de otros padres, no gasto en otras cosas que no solo no me piden sino que no quieren. Hace ya mucho tiempo que apenas piden juguetes. Cuando nadie te impone límites a los bienes materiales que puedes obtener, te das cuenta de lo poco que necesitas en realidad; a los niños también les pasa. No me piden regalos porque sea su cumpleaños o Reyes o porque se les ha caído un diente… Algunos familiares me miran confundidos cuando les digo: «No hace falta que les compréis nada, porque no quieren nada». El mejor regalo que se les puede dar es tiempo, vuestro tiempo. «Pues entonces te doy dinero», me dicen. Yo lo guardo y la próxima vez que los niños me piden que los lleve a algún sitio, les informo de que esa excursión la ha pagado tal o cual persona.
Voy a terminar ya el artículo que, como siempre, me ha salido más largo de lo intencionado. Espero haber dado una idea más o menos clara de cómo nos sustentamos, aunque algo se me habrá pasado… Si tenéis algo más que preguntar, adelante, no tengo nada que esconder. Ah, sí, otro gasto que no tengo: lotería. No compro porque ya me tocó una vez: nací en el lugar y momento en que nací y gracias a eso aquí sigo, todavía con salud, amor y gente dispuesta a valorar el granito de arena que aporto por conseguir un mundo mejor.