Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

sábado, 14 de junio de 2014

«Marga y el amor», un relato

Mientras regresaba a casa en autobús, Marga no podía dejar de pensar en lo afortunada que era. Ya sabía que la felicidad de una no podía medirse comparándola con la de sus amigas, pero no podía evitarlo. Tenía dos amigas del alma: Eva, que llevaba diez años casada y tenía dos hijos, y Luisa, que a los treinta y nueve años seguía en busca de su hombre ideal.
Eva quería a su marido, pero estaba cansada de las peleas constantes que tenía con él por dos motivos principales: uno, que él no hacía nada por «ayudar» en casa, y dos, que a ella nunca le apetecía mantener relaciones sexuales con él. Esto último iba estrechamente ligado al resentimiento que sentía ella por «tener que cargar con todo». Él se sentía rechazado y lamentaba que para que su mujer le diera cariño tuviera antes que lavar «los jodidos platos».
Luisa acababa de romper con el último de sus amantes, un hombre quince años mayor que ella, con quien se había liado al principio impulsada por un sentimiento de pena, para meses más tarde descubrir que ella se había enamorado tontamente. Al darse cuenta de eso, él decidió poner boca arriba la última de sus cartas en el juego de la seducción: estaba casado y no tenía ninguna intención de dejar a su esposa.
El día anterior Marga había estado en casa de Luisa escuchando sus lamentos y reproches a sí misma. «No puedo creer que me haya vuelto a equivocar», repetía Luisa mientras ella intentaba animarla con un abrazo.
Rememoró la última vez que ella se había sentido así de triste y su escritor había sabido escucharla y consolarla con las palabras justas mientras le secaba las lágrimas con los dedos. No hacía mucho de eso. Fue cuando a Marga se le murió su querida perrita, atropellada. Lo llamaba siempre así, «mi escritor», no solo cuando pensaba en él sino también cuando se dirigía a él. Era el término cariñoso que desde que lo conociera había sustituido a su nombre de pila. El accidente de Mila había sido culpa suya, por dejarla suelta. Un descuido de un segundo por parte de su dueña le costó la vida a la perrita. Se la había regalado él, y por esa razón su sentimiento de culpa fue aún mayor. Cuando le comunicó la noticia, sin embargo, no salió de sus labios palabra alguna de reproche. Al contrario, sin decir nada, la rodeó con sus fornidos brazos y la estrechó fuertemente mientras ella ahogaba sus primeras lágrimas en el pecho de él. Tener amigas a quien poder contar sus confidencias era bueno, pero ella, a diferencia de Eva y Luisa, tenía a su escritor, siempre dispuesto a aparcar por un momento la confección de su última novela para escuchar, sin interrumpirla y apenas pestañear, sus penas y alegrías.

Se sorprendió al ver reflejada en la ventana del autobús la imagen de una mujer aún joven y guapa abrazada a su enorme bolso como si temiera que alguien se lo quitase, y una sonrisa bobalicona en los labios. Tardó un segundo en darse cuenta de que era ella misma y de que el autobús se acababa de detener en su parada.
Metió la llave en la cerradura y la giró hacia la izquierda. En contra de lo que había esperado, la puerta se abrió enseguida, sin que tuviera que dar las dos vueltas enteras a la llave. La empujó con suavidad, pero no tuvo tiempo a reponerse de la mezcla de sorpresa y anticipada excitación que sintió al comprender que él se le había adelantado. El recibidor estaba en penumbras, pero aun así, vislumbró su torso desnudo y el perfil de su mandíbula cuadrada. La tomó de ambas manos para empujarla hacia el interior del piso y despojarla del bolso, que cayó al suelo con un golpe seco. Su lengua ya le recorría el cuello mientras la levantaba en volandas y cerraba la puerta con un experto puntapié. «Y que luego digan que la actuación de los futbolistas en el campo de hierba está reñida con la del campo de polvo», pensó Marga, y soltó una pequeña carcajada, divertida con su propio chiste. Él lo interpretó como uno de los ataques de risa a los que era propensa cuando tenía cosquillas, y rio también. La había llevado hasta el colchón que ocupaba casi la totalidad de una de las dos habitaciones del piso. A pesar de la creciente excitación de su cuerpo, los sentidos de Marga se distrajeron por un momento al percibir el olor fresco y el tacto suave de las sábanas recién lavadas.
—¡Has cambiado las sábanas! —murmuró complacida.
—Calla —susurró él y le selló los labios con un largo y profundo beso mientras le desabrochaba la camisa.
Nunca hablaban, pero qué importaba eso. Marga se relajó, dispuesta a disfrutar de un par de horas de erotismo de primera calidad. Sin duda, era el mejor amante que había tenido jamás. Se empeñaba siempre en satisfacerla a ella antes, y cuantas más veces mejor.
Casi sin querer volvió a pensar en Eva y Luisa. Se preguntó cuándo habría sido la última vez que Eva había tenido un orgasmo gracias a la hábil lengua de un hombre. Su marido ya no estaba para eso. En parte por esa razón, con los años a ella se le habían quitado las ganas de intimar con él. El sexo se había convertido para ella en una obligación de esposa y algo que se resolvía en un revolcón de menos de diez minutos. Él le recordaba constantemente los días, a veces semanas, incluso meses, que no lo hacían, y ella se esforzaba por aparentar una apetencia sexual que no sentía, con la esperanza de subirle a él la autoestima y que eso le empujara a compartir algo de su carga. Ella no daba abasto con el trabajo, la casa y los niños, y necesitaba que él la ayudara más.
Luisa era todo lo contrario de Eva. Durante los meses que había durado su relación con el hombre mayor que resultó estar casado, había disfrutado de buen sexo, como hacía con todos sus amantes. No tenía tapujos en revelar que ella era quien dominaba las relaciones de cama. Era muy echada hacia delante y nunca había tenido problemas a la hora de encontrar el amante de turno. Pero nunca le duraban. Antes de que su desbocada pasión tuviera tiempo a estabilizarse, la relación se desmoronaba por otras causas. Eva y Marga opinaban que el papel dominante de Luisa en la cama, que en principio gustaba a todos los hombres, terminaba por achicar su autoestima varonil.
—Gracias —murmuró, y dejó de pensar en sus amigas, abandonándose por completo a él, en el momento que la penetraba.
Dos horas más tarde volvía a estar en la calle. Pasaban de las nueve, y hacía horas que había oscurecido. Caminó por la calle deteniéndose en cada tienda para ver los escaparates. No compraría nada; no le hacía ninguna falta. Se sentía hermosa en los mismos vestidos, tejanos estrechos y botas altas que había llevado el año anterior. Hermosa, escuchada, amada, deseada... ¿Qué más podía pedir?
Sabía que nadie la esperaba en casa y se demoró en llegar. Cuando lo hizo ya eran casi las diez. Tenía un hambre atroz y fue directamente a la cocina con la idea de engullir lo primero que encontrase en la nevera. Las luces domo detectaron su presencia y al instante la amplia e inmaculada cocina blanca quedó iluminada. En la esquina de la ele que formaba la isla central, un jarrón con catorce rosas rojas le dio la bienvenida.
Marga soltó un grito de júbilo y se llevó las manos al pecho. Olió las rosas aspirando con fuerza y buscó entre los tallos una tarjeta. La encontró dentro de un sobrecito. Leyó: «Feliz día de San Valentín, mi amor. Siento mucho no poder compartirlo contigo. Te compensaré. No hagas planes para el sábado: he reservado mesa en tu restaurante favorito. Te quiero, Rafael».
Definitivamente, era la mujer más afortunada del mundo. ¿Quién tenía un marido tan romántico y atento como Rafael? ¿Qué importaba que siempre estuviera de viaje de negocios y casi nunca en casa, y que no estuvieran juntos hoy ni dos meses antes, cuando había sido su cumpleaños? Lo celebrarían el sábado en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Él se tomaba su carrera muy en serio y esa enorme casa la tenían gracias a su trabajo duro. Siempre se había preocupado por que a ella no le faltara de nada. Incluso le había pagado sus estudios y ahora Marga tenía la satisfacción de trabajar en algo que le gustaba de verdad y de lo que no dependía económicamente. Ni Eva ni Luisa tenían tampoco ese privilegio. Eva era administrativa en una empresa de construcción. Tenía que aguantar los caprichos y el machismo de su jefe, pero con los tiempos que corrían, no podía ni plantearse buscar otra cosa; tampoco tomarse una excedencia para estudiar: no disponía de tiempo y en su casa eran imprescindibles tanto su sueldo como el de su marido. Luisa era psicóloga y se ganaba bien la vida, aunque sus amigas no dejaban de notar la ironía de que su propia vida estuviera tan carente de la inteligencia emocional de la que tanto hablaba. Y por mucho dinero que ganara, no tenía un marido que año tras año la llevara de vacaciones durante dos semanas a un hotel de cinco estrellas en Punta Cana o cualquier otro punto del Caribe.
Marga se sentó en el taburete frente a un gran plato de espaguetis a la carbonara, recalentado en el microondas. El sexo siempre le abría un apetito descomunal. Sabiéndose totalmente sola en la enorme finca de las afueras de la ciudad, se dirigió a esas paredes blancas, limpias y silenciosas, y les reveló sus cuatro secretos:
         —He encontrado a un hombre sensible y cariñoso, que me escucha y al que no le importa verme llorar. He encontrado a un hombre que adora mi cuerpo y se deleita haciéndome el amor a mí y solo a mí. He encontrado a un hombre que aporta un generoso sueldo y se encarga del trabajo en casa. Y lo más importante: he conseguido que ninguno de los tres conozca la existencia de los otros dos.