Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Mi familia y otros animales

Una de mis lecturas de primera juventud, que jamás olvidaré y que ahora creo que debió de inspirarme profundamente, fue Mi familia y otros animales de Gerald Durrell. Se trata de un relato autobiográfico que describe en clave de humor la vida de la familia del famoso naturalista inglés cuando él era niño y se trasladó con su madre y hermanos a Corfú. También habla con todo detalle de la rica fauna de la isla griega. En particular, me encantó leer sobre las excentricidades de Larry, el hermano mayor de Gerald, gran viajero que ya iba camino de convertirse en reputado novelista.
Ha pasado mucho tiempo, pero a menudo me acuerdo de ese libro, que espero volver a leer dentro de pocos años con mis hijos. Creo que les gustará porque tiene mucho que ver con nuestra propia vida, también en una isla, aunque mucho más grande, y también con muchos animales interesantísimos, la gran mayoría endémicos, que significa que no se encuentran de forma natural en ninguna otra parte del mundo.
No es de extrañar, entonces, que cada vez que alguien me pregunta qué tal me va la vida aquí, en Australia (muy bien, gracias), la conversación pronto gira en torno al tema de los animales. A veces algún amigo o familiar me escribe unas líneas expresamente para hablarme del último documental que ha visto y de lo peligrosa que es la fauna en este país. Llevo ya más de una década por aquí y tiendo a quitarle importancia al tema, aduciendo que esos documentales dan una impresión equivocada. Pero la última vez que alguien de casa me advirtió que tuviera cuidado con los animalitos y yo respondí: «Nunca hemos tenido ningún percance; bueno, excepto la vez en que se coló un lagarto de medio metro en casa, y otra vez que encontramos una serpiente en el jardín… ah, y el día de los escorpiones, y…» me di cuenta de que es verdad: en casa vivimos Dave, Alex, yo y… un montón de otros animales.
Al principio de mudarnos a esta casa en el campo, cuando Alex era un recién nacido, los animales que nos acompañaban eran solo salvajes. Cada mañana y cada atardecer nuestro extenso terreno se llenaba de cientos de canguros, para gran deleite de todos. Con el tiempo nos vimos obligados a poner una valla porque los simpáticos marsupiales se comían las plantas y árboles frutales. Todavía hay muchos que se cuelan, pero la verdadera plaga aquí son los conejos; cada año hay más, y en la carretera que lleva a casa tengo que conducir muy despacio para no atropellarlos. También durante los meses más calurosos tenemos que ir con tiento de no pisar a los dragones de lengua azul, a los que apreciamos mucho porque mantienen a raya a los ratones. Según wikipedia, estos fascinantes lagartos se crían en cautiverio y se venden como mascotas, pero al menos aquí, en Australia Occidental, son libres y a nadie se le ocurre molestarlos. (En la foto aparecen Dave y Alex con un blue-tongued lizard).
Bajo nuestra casa vive desde hace años otro lagarto al que los niños llaman Blackie porque sus escamas son completamente negras. El que se coló en casa era un racehorse goanna. Fue Dave, con cuatro años, quien lo descubrió y me dijo tan tranquilamente: «Hay un bicho en el cuarto de baño». Yo me asusté porque este tipo de lagarto, si se ve amenazado, puede trepar a un ser humano y morderle, o al menos eso fue lo que me dijo el guarda forestal que tenía que venir a sacarlo de casa. Estuvimos dos horas esperándolo mientras yo buscaba en internet toda la información posible y se la explicaba a los niños. Fueron dos horas muy emocionantes durante las cuales el lagarto pasó al salón y se metió debajo del mueble de la televisión. Al final conseguimos guiarlo hasta fuera con el sol de la tarde entrando por la puerta abierta.
A Dave y Alex les fascinan los animales, como sospecho que a la gran mayoría de niños. A los míos les gusta observar su comportamiento, saber lo que comen, cómo duermen, si son o no peligrosos… Yo les saco libros de la biblioteca para satisfacer su curiosidad y si tengo alguna duda no tengo más que preguntarles. Dave, sobre todo (porque es el mayor) tiene las respuestas a todo lo que yo no sé o se me olvida: si tal animal es vivíparo u ovíparo; mamífero, reptil, anfibio o insecto; vertebrado o invertebrado (aunque para ser exactos ellos dicen: tienesqueleto y notienesqueleto); herbívoro, carnívoro u omnívoro… A los niños de aquí les instruyen en el colegio sobre los diferentes tipos de serpientes y arañas para que distingan desde pequeños las peligrosas de las que no lo son. Los míos también conocen los nombres de todas las arañas, las que pueden tocar y las que no; de serpientes salvajes no deben tocar ninguna, pero a menudo van a una reserva de reptiles cercana a nuestra casa donde sí pueden acariciar y enroscarse, con supervisión adulta, a las enormes pitón.
Hace poco fui a caminar durante unos días con mi tía que estaba de visita desde Catalunya, y uno de los aspectos más interesantes de la excursión fue el encuentro con la fauna salvaje, en especial dos veces con una serpiente tigre. La primera vez la vimos tomando el sol y la observamos desde una prudente distancia. La segunda vez yo estaba sola; me había sentado en el camino para quitarme la arena de una bota y de repente alcé la mirada para encontrarme cara a cara con una de las serpientes más venenosas del país. Me levanté de un salto con una exclamación; un amigo me había dicho pocos días antes que en contra de lo que la mayoría piensa, hay que hacer ruido para ahuyentarlas, pues ellas nos tienen más miedo a nosotros, los humanos, que al revés. En efecto, la serpiente reculó, lentamente, casi como disculpándose, y fue un momento muy especial y emocionante: estar tan cerca de una picada que puede ser mortal pero a la vez tan lejos porque en realidad ella, como yo, solo pasaba por allí… te hace apreciar la vida.
En casa, cada mes de octubre y sobre todo noviembre que es la época en que crían, tenemos a urracas recelosas que temen por sus pequeñines y atacan a los humanos que caminan inadvertidamente por debajo de sus nidos. Este año no hemos tenido muchos problemas, pero hace un par de primaveras no podíamos salir de casa sin que nos vinieran a picotear la cabeza, y yo no lograba quitarme de la mente una obsesiva imagen de Los Pájaros de Hitchcock. Los niños las temen menos que yo porque han aprendido con naturalidad los aspavientos que deben hacer para alejarlas. Luego están las cucaburras, unas aves muy simpáticas que no hacen nada, pero se ríen y son tan estridentes sus carcajadas que por las mañanas pueden despertarnos antes incluso que el gallo.
Ah, sí, es que tenemos un gallo, y gallinas, claro; desde hace unas semanas una menos porque una noche se nos olvidó cerrar el gallinero y se la comió un zorro, de los que también abundan mucho por aquí. Ahora que los niños ya no son bebés, no se contentan con los animales salvajes que nos rodean. Primero fueron las gallinas, a las que les gusta dar de comer, acariciar y coger en brazos… Yo me limito a recoger los huevos, alimentarlas y limpiar las cagarrutas, qué remedio. Además ahora tenemos peces y cuatro budgies (el periquito común o cotorra australiana). Los niños ya se están preocupando por quién nos los va a cuidar cuando nos vayamos de viaje, que es algo bastante constante en nuestras vidas. Hace un par de semanas estuvimos fuera de casa durante seis días y, temiendo por la vida de los peces, decidimos llevarnos la pecera, hecho que fue motivo de muchas risas y más de un susto… Los pobres peces sobrevivieron el viaje a pesar de haberlos olvidado una noche en el calor asfixiante del coche, habérseles volcado el agua otro día y —el momento más angustioso— haberles puesto una vez el agua demasiado caliente.
El pasado verano del hemisferio norte estuvimos en Barcelona y los niños adoptaron a un par de tortugas (además de dos peces, caracoles y otros insectos que recolectaban por ahí). Hace ya casi cuatro meses que regresamos y cada vez que comentamos algún aspecto de ese viaje, Alex suspira y dice: «Echo de menos a las tortugas». También me han pedido que compremos un hámster y me escuchan fascinados cuando les explico las peripecias de los que tenía mi hermano cuando éramos pequeños. Yo no tuve animales, y en cambio les hablo del día en que con dos años (no lo recuerdo pero me lo contaron) abrí la jaula de los canarios de mi abuela para dejarlos volar en libertad.
Siento un profundo respeto por los animales y me encanta que los niños tengan tanto interés por ellos. A algunos les tengo fobia; digan lo que digan las estadísticas, cuando vas a la playa y ves con tus propios ojos a un tiburón, es para pensárselo dos veces antes de darse un chapuzón. En general, prefiero guardar las distancias con todos, aunque insisto en que es por respeto. Quizás por eso, los que peor me caen son los que no cumplen esta norma: las moscas y sobre todo los mosquitos. Y tampoco soy muy fanática de los perros; por mucho que «no hace nada, solo quiere jugar», no me fío: de pequeña me atacó uno sin provocación y de mayor he vuelto a ser testigo varias veces de ataques de perros a niños. (Me consta que los abusos de humanos a perros y otros animales es mucho mayor y, por supuesto, lo encuentro aberrante e injustificable).
Cuando llegué a Australia no se me ocurrió pensar que una de las cosas que agradecería algún día es precisamente que sea la cuna de animales tan diversos, aunque algunos sean de los más letales del mundo. Me siento afortunada de que mis hijos crezcan en un país donde se puede observar a muchos de ellos en su hábitat y estado naturales porque creo que así obtienen un respeto por la naturaleza que no se aprende de otra manera.

Con esta entrada aprovecho para comunicar que a partir de hoy y hasta el 24 de diciembre la versión digital de Hacia tierra austral: Un viaje en tren de Barcelona a Perth estará de oferta por solo €0,99 en Amazon. En él no escribo sobre animales, aunque sí dedico un par de párrafos a la musca vetustissima o mosca australiana, pues su irritante ubicuidad bien merece una mención.