Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

lunes, 14 de octubre de 2013

Contra la pedofilia, comunicación

Hace unos meses supe a través de las redes sociales que en España habían sacado una campaña de ayuda a niños maltratados a través de unos carteles publicitarios y mensajes en 3D que por su altura solo los niños podían leer. Esto suponía que muchas veces los niños van acompañados de sus agresores, es decir, que estos son sus propios padres. Pensé que la iniciativa era buena, aunque dudé mucho de que diera buen resultado porque los niños maltratados por sus propios padres raras veces son conscientes de ello hasta que son adultos, y algunos nunca lo son y siguen justificando los actos que sus padres hicieron «por su bien» y los perpetúan, haciendo daño a otras personas o a sí mismos.

A principios del mes pasado empezó a correr por las redes un vídeo con otra campaña de prevención para el abuso infantil, esta vez dirigida a los padres y desde Chile. En él un individuo forrado de azúcar de color rosa (uno de los colores más atractivos tanto para niñas como para niños porque transmite tranquilidad) sale de un edificio y se dirige a un parque infantil lleno de niños y los adultos que los acompañan. A su paso por el parque los niños empiezan a arrancar pedazos de azúcar e incluso algunos adultos se animan, de manera que en pocos segundos (el vídeo es corto) el individuo se queda pelado y, mientras los niños se van comiendo el azúcar, él reparte unos papelitos a los adultos con el siguiente mensaje: «Así de fácil es para un pedófilo atraer a un niño. Estemos alerta». 

Es un vídeo que emociona y le ha tocado la fibra a mucha gente. En Facebook tiene más de ochenta y cinco mil «me gusta». A mí, en cambio, no me acabó de convencer. Estuve dándole vueltas y llegué a la conclusión de que así no es cómo hay que concienciar a los padres de los peligros de la pedofilia. Creo que no solo no sirve de nada divulgar el mensaje de que hay pedófilos por ahí sueltos que quieren hacer daño a nuestros hijos, sino que es contraproducente. Además, no hay que olvidar que la pedofilia es una condición que se manifiesta a la misma edad que lo hace la homosexualidad o la heterosexualidad, y que solo se considera una enfermedad porque hace daño; aun así, muchos pedófilos no llegan jamás a cometer el crimen de abusar sexualmente de los niños por los que se sienten atraídos, porque saben que no está bien.

Veo que la mayoría de gente vive la vida con miedo. Miedo a enfermar, a caerse, a quedarse solos, a que les roben, a quedarse sin trabajo, al qué dirán... Hay miedo a millones de cosas y muchas veces es infundado, y aunque no lo fuera: tener miedo no va a mejorar las cosas. Lo peor es que la gente con miedo se lo inculca a sus hijos con la intención de protegerlos. Pero el miedo no solo no les protege sino que les hace más vulnerables.

Para empezar, no es verdad que para un pedófilo sea así de fácil atraer a un niño, o al menos, está en nuestras manos que no lo sea. Los pedófilos dispuestos a satisfacer su necesidad sin pensar en las consecuencias tienen que trabajar duro (y lo hacen) para ganarse el afecto de los niños. Suelen estudiarse bien a sus víctimas antes de atacar y escogen a las más débiles, las que creen con menos posibilidades de que los delaten. Y entre los más débiles están los que estén acostumbrados (por sus padres) a los sobornos, chantajes emocionales, manipulaciones, amenazas y castigos; también los que anden faltos de cariño, y también los que no son dueños de su propio cuerpo: esos a los que se les obliga a comer, a bañarse, a ponerse la ropa que los padres dictan.

Una de las cosas que observo que la mayoría de padres pide a sus hijos es que besen o abracen a ciertos adultos, normalmente abuelos y familiares. Yo no estoy de acuerdo con eso. Creo que el cariño de los niños hay que ganárselo, y de manera genuina. Si los adultos aceptaran ya de una vez que los niños son mucho más inteligentes que ellos, la sociedad se ahorraría muchos problemas. Ellos se dejan llevar por el instinto y si una persona no les da buena espina, pasan de ella, ya puede ser su abuelo como el cura de la iglesia del pueblo, aunque este le dé caramelitos. Pero cuando los padres o tutores les están constantemente dictando de quién se pueden fiar y de quién no, les están atrofiando un arma —ese instinto, intuición, sexto sentido o como quiera que se llame— que los niños saben manejar mucho mejor que los adultos.

A mí de pequeña mis padres me decían que no debía hablar con extraños y que si un desconocido se acercaba a mí a la salida del colegio y me ofrecía caramelos dijera que no, que podían ser drogas. Insistieron mucho en eso, y me metieron de manera muy efectiva ese miedo en el cuerpo a «un señor malo» que acechaba a las puertas del colegio. Por otro lado, me hacían saludar y besar a gente para mí extraña, a veces amigos suyos o gente de la que ellos se fiaban, pero yo no. Recuerdo que me daba mucha vergüenza que mis padres me obligaran a saludar, y entonces me regañaban y me decían que era una maleducada.

Un día de camino al colegio, se me acercó un hombre (más tarde mis padres me preguntaron qué edad tenía y yo dije que unos treinta) y empezó a hablarme. Yo tenía once años y siempre andaba cincuenta pasos por delante de mi madre, que iba detrás con el resto de mis hermanos. El hombre me preguntó adónde iba y yo le contesté, sin pararme a pensar que no debía hacerlo. Y así entablamos una conversación hasta que esta se fue por unos derroteros un poco raros. Me contó algo de una sobrina suya, un poco mayor que yo, que ya empezaba a desarrollarse. Opté por no decirle nada más, ni mirarle a la cara. Apreté el paso, pero él no dejó de hablarme y caminar a mi lado. Me preguntó si me ofendía que me hablara de las tetitas de su sobrina. Le dije que me dejara en paz, que ya no quería hablar más con él. Él me pidió perdón, dijo que quería que fuéramos amigos, que mira lo bien que nos llevábamos y eso que nos acabábamos de conocer. Y añadió que quería enseñarme una cosa. Yo seguía con el paso rápido y la mirada al frente, pero él insistió, me dio unos golpecitos en el brazo y dijo: «Mira, mira». Y miré.

Fueron solo dos segundos pero el shock fue tal que tantos años más tarde aún recuerdo ese episodio de mi infancia como si hubiera ocurrido ayer, y eso que esta es la primera vez que lo escribo. En los días siguientes lo pasé fatal. Me horrorizó pensar que si algún día quería tener hijos tendría que pasar antes por el mal rato de meterme entre las piernas una de esas enormidades que hasta entonces no había visto nunca. Pero eso no fue todo. Me habría guardado el incidente para mí, si no fuera porque mi madre me vio hablar con alguien y cuando llegamos al colegio quiso saber quién era. Ella pensó que se trataba de alguno de los alumnos mayores que iban a COU. Solo sospechó algo malo cuando fue a mi aula y, aunque ya había empezado la clase, la profesora le dijo que no me había visto. Por fin me encontraron encerrada en uno de los lavabos. Mi madre estaba alarmada e insistió en que le dijera quién era ese hombre y qué me había dicho. Yo me puse a llorar. No quise contarle nada porque me invadía la culpa. Demasiado tarde me acordé del mandamiento: «No hablarás con extraños».

Mi madre insistió y por fin se lo conté, pero resultó que no tenía palabra para nombrar a «la cosa». Mis padres no me habían hablado nunca de sexo a pesar de que yo había hecho muchas preguntas (todavía las recuerdo, y también las respuestas). La poca y mala información que tenía la había obtenido de los niños de mi clase; el año anterior la maestra se había negado a darnos la lección sobre reproducción humana porque la sola mención del tema provocaba un estallido de risitas entre los alumnos. Contárselo a mi madre fue un mal trago, pero lo peor aún estaba por llegar. Le pedí por lo que más quisiera que no le dijera ni una palabra a mi padre, muerta de miedo como estaba por el castigo que me caería. Mi madre me prometió que no habría castigo. Pero sí se lo contó a mi padre y su reacción fue muy humillante para mí. Dijo que quería matar al tipo y durante dos o tres días me siguió de cerca en coche por si volvía a aparecer, en cuyo caso, le pegaría una buena paliza. No volvió a aparecer y en casa nunca más se volvió a hablar del tema, pero en mi mente sí se siguió pensando mucho en ello.

La experiencia me sirvió para no decirles nunca jamás a mis hijos que no hablen con extraños. Ellos juzgan quién es un extraño y quién no, a quién abrazar y a quién no, y con cinco y siete años saben ver mucho mejor que yo a los once quién les hace daño y quién les hace bien. Además, tengo la certeza de que si algún día se les acerca algún adulto con proposiciones deshonestas, me lo van a contar, porque no me tienen miedo y porque nunca jamás les he amenazado con castigarles por hacer o no hacer algo que les haya ordenado.

Dos años más tarde, a mis rebeldes trece, tuve otro encuentro con un hombre de inclinaciones sexuales algo sospechosas. Lo conocía de años antes porque frecuentaba el club de tenis al que íbamos toda la familia, pero ese año él y su mujer compraron la casa de al lado de la nuestra y nos tocó la desgracia de tenerlo como vecino. Era un tipo delgado y bajito, que hablaba mucho y tenía una risita idiota. En casa decíamos que era un plasta, sobre todo porque nos venía a visitar cada dos por tres con cualquier excusa. Su mujer ganaba un buen sueldo y lo mantenía a él y a un hijo de pocos años. Él no trabajaba, era amo de casa, algo que en aquella época era muy raro en un hombre y por lo que se le criticaba mucho. A los dos jamás se les veía juntos, casi seguro llevaban vidas separadas y no mantenían relaciones sexuales. En el club siempre se interesaba por las niñas y por lo que hacíamos. Se hacía el simpático y se metía en nuestros juegos y conversaciones. Hoy sé que esta descripción encaja con el perfil del pedófilo, pero que yo sepa, a nuestro amigo solo le gustaban las nínfulas, como al Humbert Humbert de Lolita, así que para ser exactos, el término que lo define es hebéfilo.

A mí me echó el ojo cuando se hizo vecino. Tenía que pasar por delante de su casa cada día, y no había vez que él no saliera al jardín a saludarme y darme coba. Una tarde me insistió en que pasara, quería enseñarme cómo estaba quedando la cocina nueva. Yo no quería entrar porque no me interesaba en absoluto su cocina, pero mis padres eran siempre amables con él y a los trece años yo ya estaba lo bastante adultificada como para acceder, por cortesía, para quedar bien. Me enseñó toda la casa y yo iba diciendo «ajá, ajá, muy bonita» y calculando cuándo sería el momento prudencial para excusarme e irme a casa. Por fin fuimos a la cocina, que contemplamos desde el marco de la puerta. Él se situó detrás de mí y me puso la mano en el trasero. Al principio no estuve segura de que mi sentido del tacto estuviera mandándome el mensaje adecuado porque el tipo iba con sumo cuidado, después de todo, era un timorato. Así que tardé unos segundos en reaccionar. Eso debió de darle confianza,  pero se le evaporó de golpe cuando me giré y le espeté: «¿Qué haces?» con todo el desprecio del que fui capaz. Lo aparté y sentí solo un momento de pánico, hasta que llegué a la puerta principal de la casa y comprobé con gran alivio que no le había echado el cerrojo. Me fui sin despedirme mientras le oía decir: «Bueno, no te enfades, no es para tanto», las mismas palabras que me había dicho el exhibicionista, qué casualidad. Y en las dos ocasiones, esa fue otra de las razones por las que callé, porque mis padres y hermanos me decían que era demasiado sensible, que me lo tomaba todo demasiado a pecho y que no era para tanto.

Así que en casa no dije nada a nadie, y el vecino continuó con sus visitas pesadas. Yo no volví a dirigirle la palabra. Un día le estaba dando la tabarra a mi madre mientras yo miraba la televisión, tumbada en el sofá del salón. En un momento en que ella se fue a buscar algo, se acercó, me dijo que tenía unos pies preciosos e hizo ademán de acariciarme uno. Lo aparté con un gesto felino y una mirada de odio. Cuando mi madre volvió al salón, el desvergonzado soltó su risita tonta y se puso a hablar de cómo son los adolescentes de hoy en día, mira tu hija, qué antipática y qué cara de malas pulgas tiene. No hubo reacción por mi parte, y mi madre sonrió como diciendo, sí, ya se sabe, los jóvenes son así.

Continué sin decir nada, pero cada vez que el tipo se acercaba a mi grupo de amigas, yo me cruzaba de brazos y me negaba a decir una palabra hasta que se fuera. A veces nos costaba horrores deshacernos de él. Un día me puse a despotricar de él a una de mis amigas. Le dije que no me caía bien y que era un pesado y un cerdo asqueroso. Mi amiga me preguntó si me había hecho algo y le conté lo que había intentado. Entonces ella me contó su historia, que por desgracia era mucho peor que la mía. Con ella sí llegó más lejos, aunque siempre se limitó a toqueteos. «¿Pero por qué le dejaste?», exclamé y hasta quise zarandearla. Ella tenía un año más que yo, pero me confesó que había tenido mucho miedo. El tipo se las arregló para arrinconarla en una de las salas de televisión del club, que se podía cerrar con llave por dentro. Ella pensó que si le dejaba hacer lo que fuera, él acabaría antes y la dejaría en paz sin hacerle daño. Y en efecto, así fue.

Mi amiga me pidió que no se lo contara a nadie, ella solo me lo contó a mí. Por lealtad, nunca dije nada, aunque oí rumores de que el tipo había abusado de otras niñas. Pensé entonces que el anonimato de mi amiga quedaría a salvo e intenté hablar con mi madre. Le dije que «nuestro amigo» andaba por ahí metiendo mano a las niñas. Recuerdo haber usado exactamente esa expresión, «meter mano». Mi madre no me oyó o no me prestó atención porque quizás en esos momentos andaría ocupada con otra cosa. Y yo no insistí porque sentí algo inesperado: vergüenza. A esas alturas todavía existía ese tabú entre nosotras que ella heredó de sus padres y me pasó a mí. Al menos tengo la suerte de que ya hace muchos años que no está, desde que soy adulta, y ya sí puedo hablar con ella de cualquier cosa, incluido el sexo. Para una gran cantidad de mis amigos sigue siendo tema prohibido de conversación con sus padres, y eso que ya somos más que mayorcitos.

Mis padres actuaron de esa manera porque así es como se hacía en muchas familias en aquella época, que era la de la transición española. Pero tengo testimonios de primera mano de historias muy similares a la mía y la de mi amiga, de la misma época, en Estados Unidos y Australia, los dos países aparte de España en los que he vivido durante más tiempo. En un caso, la madre de una chica de mi edad me contó cómo su hija había intentado contarle que un niño del colegio la había violado. Por pudor, la chica dijo que le había pasado a una amiga, no a ella misma, y la madre no sospechó nada hasta que muchos años más tarde su hija le echó en cara que no se diera cuenta de que le había pasado a ella. Así que imagino que la falta de educación sexual por parte de los padres en la gente de mi generación estaba bastante extendida en todo el mundo. Lo que me sorprende es que algunos padres y madres de las generaciones que han venido después insistan en tratar el tema del sexo como algo vergonzoso. Conozco incluso a padres más jóvenes que yo que les niegan información sexual a sus hijos porque creen que eso les protege.

Aunque entiendo ese pudor de los padres a la hora de hablar de sexo con sus hijos, yo no solo no lo comparto sino que creo que es otra gran equivocación. El ocultarles información sexual, sobre todo cuando la piden, no les protege, sino que los hace más débiles y susceptibles a los abusos y más propensos también a ocultar información. Una amiga me contó hace tiempo que su hijo de tres o cuatro años encontró el preservativo usado que ella y su marido habían olvidado de tirar a la basura. El niño le preguntó qué era, y ella, muerta de vergüenza, se inventó una historia apropiada para su edad. Yo le dije que no veía por qué no le podía haber respondido: «Es un preservativo que papá se pone en el pene cuando hacemos el amor para que yo no me quede embarazada. No queremos tener más hijos porque ya somos muy felices contigo y con tu hermana». La verdad. Sin eufemismos ni tonterías. Lo más seguro es que el niño se habría quedado satisfecho con eso, pero en caso de que hiciera más preguntas, esa habría sido una oportunidad de oro para satisfacer su curiosidad, de manera natural y sincera. No sé si su hijo todavía no ha recibido educación sexual directamente de su madre, pero a juzgar por esa primera oportunidad perdida, yo diría que como mínimo a mi amiga es algo que le costará un gran esfuerzo hacer con naturalidad. Los niños notan ese pudor en los padres y lo hacen suyo. Es una lástima, porque si el tema de la sexualidad se trata de manera abierta desde que son pequeños, se pueden ahorrar muchos problemas después.

Mis hijos saben, desde que me preguntaron a los tres o cuatro años, cómo se hacen los bebés. Además, han visto cómo lo hacen algunos animales. Les parece algo natural y nunca se han tapado la boca para ahogar risitas cuando hablamos del tema. También saben que es algo que solo hacen los adultos. Aun así, nunca les he hablado de posibles hombres malos que les acechan por las calles. Tampoco les he dicho que si vamos a Japón podríamos morir en un terremoto, o que si salimos a la calle podría atropellarnos un coche, o que si se suben a un árbol podrían caerse y matarse, o que si se acercan tanto a la piscina sin flotador podrían caerse y ahogarse... Es mi trabajo estar alerta cerca de la piscina sin meterles miedo a ellos y es mi trabajo asegurar una buena comunicación con ellos, para que, en caso de que alguien intente molestarlos, me lo cuenten sin miedo ni vergüenza.

Al vecino plasta nunca lo denunció nadie, que yo sepa. La verdad es que daba un poco de pena. Ese es otro problema con los pedófilos, que muchos niños callan porque en su cabeza encuentran maneras de justificar el comportamiento del agresor, o ver su lado bueno y hacer balance. A mi amiga no se cómo le fue en la vida, imagino que «normal». Hace muchos años que perdimos el contacto. La última vez que la vi fue porque nos encontramos por casualidad, y fuimos a tomar algo juntas. Yo tenía veintiún años y ella veintidós. La encontré feliz y sonriente, como siempre había sido, con trabajo y novio desde hacía tres años. Con él había perdido la virginidad pocos meses antes, después de que el pobre, desesperado, le pusiera un ultimátum. Me sorprendió que hubiera esperado hasta los veintidós años para dar ese paso —no era religiosa— pero no se me ocurrió preguntarle si el episodio con el amigo plasta había tenido algo que ver. Tampoco sé qué otros hechos de su infancia pudieron influir. Me dijo que había esperado tanto porque el sexo la aterraba.

Algunas personas que fueron víctimas de pedófilos deciden contarlo e incluso denunciar a su agresor para evitar que siga haciendo daño y ayudar a otras posibles víctimas. Pero lo hacen solo muchos años después, ya de adultos. Por fortuna, yo no tengo nada más que contar al respecto, pero lo he hecho también con la esperanza de que le sirva a alguien: a los padres y madres que, como yo, hoy tienen niños pequeños. Creo que la buena comunicación con nuestros hijos es más efectiva que la sobreprotección, que de hecho es dañina. Y para que nuestros hijos sigan comunicándose con nosotros de manera activa en sus años adolescentes tenemos que hacer un esfuerzo por escucharles y dejar de lado el paternalismo, los castigos, los sobornos... en fin, la falta de respeto en la que caemos tan fácilmente.