El otro día mi amigo César me hablaba de una «idea nueva» para
fomentar la lectura que han tenido en una escuela de su barrio. Se trata de
animar a los alumnos a leer mediante una competición. A lo largo del semestre,
quien haya leído más libros recibirá un premio. La iniciativa estaba teniendo
gran éxito porque ¿a quién no le gusta ser el número uno y ganar un premio,
aunque sea leyendo? Me contó César que la bibliotecaria del colegio ayudaba a
algunos de los participantes buscándoles libros más cortos para que así
pudieran leer más.
Cuando yo iba al colegio no existían estos retos. Ahora, en Australia,
sí los hay, pero son personales, no para competir contra otros, y normalmente
los organizan las bibliotecas. Yo me he apuntado a algunos, pero no me acaban
de convencer y ya hace muchos años que si un libro no me atrapa desde el
principio, no pierdo tiempo con él. Si alguna vez alguien me ha mirado con ojos
como platos y ha exclamado: «¡Que no te has leído este libroooo?» como si fuera
idiota, no tengo reparo en responder que no. Confieso que no suele pasarme con
los libros (con las películas sí); la cuestión es que leo lo que quiero, no lo
que hay que leer para dar la imagen de persona culta o intelectual. Por
ejemplo, no leo el periódico, en gran parte porque no me creo casi nada;
demasiadas veces la prensa me ha demostrado que no lo cuenta tal como ocurrió. Y
por eso tampoco soy aficionada a seguir listas del tipo: «1001 libros que hay
que leer antes de morir».
Una vez me apunté a un reto organizado por un grupo de bookcrossers que se proponía leer
veinticinco, cincuenta o cien libros en un año. El reto era personal así que
cada uno se ponía su propio límite. El mío era de cincuenta libros, y terminé
leyendo cincuenta y dos, o sea uno por semana. Nunca más he vuelto a hacerlo
porque el resultado no fue del todo satisfactorio. Muchos libros no los
disfruté pero escogí leerlos porque eran cortos y pude terminarlos en un par de
días. De una sorprendente gran cantidad me olvidé hasta el punto de que semanas
más tarde de haberlos leído no recordaba absolutamente nada de ellos, ni siquiera
el título o el autor. Al final resultó que había invertido muchas horas en leer
algo que no me sirvió para nada porque estaba más interesada en superar el reto
que en las lecturas en sí.
Por eso le dije a César que la «novedosa idea» de esa escuela no me
parecía tan buena. La verdad es que me enternece ver que hay gente que sigue
pensando en maneras de hacer que los más pequeños lean para que el día de
mañana sigan siendo lectores, pero no deja de sorprenderme cómo se complican la
vida en los colegios para alcanzar ese fin. A veces incluso consiguen todo lo
contrario.
La lectura es un placer y por tanto no debería ser obligatoria. Si el
tiempo que se emplea en los colegios enseñando a los niños a leer y escribir
las letras correctamente se dedicara a contarles más historias, de mayores
todos leerían. A todos los niños les encanta que les lean. A todos, sin excepción. El placer de
contarse historias unos a otros es inherente al ser humano. Yo lo he comprobado
muchas veces, y cada vez se me ponen los pelos de punta; es algo mágico. Me
siento en el área infantil de la biblioteca pública y me pongo a leer un cuento. A menudo lo hago para mis hijos, pero como en las bibliotecas
australianas no se impone el silencio sepulcral que sí hay que respetar en las
bibliotecas españolas (o al menos las catalanas), lo hago lo suficientemente
alto para que otros niños me oigan. Y entonces ocurre el milagro: en pocos
minutos tengo a un corro de niños alrededor, escuchándome y mirando las
ilustraciones. Algunos estaban jugando con la tableta o haciendo puzles, pero
en cuanto empiezan a oír una historia que parece interesante, lo dejan todo.
Además, exagero las voces, le echo realismo (para eso y para chapurrear idiomas
no tengo vergüenza). Algunas madres me miran con esa mezcla de admiración y
recelo que recibo tan a menudo. ¿Qué hace esta loca?, piensan. Pues hago lo que
deberían hacer en los colegios: fomentar el amor por la lectura. Pero no soy la
única; he visto a algún otro padre y madre hacerlo. Y también hay sesiones
organizadas, el primer y tercer martes de cada mes, en las que una de las
bibliotecarias lee cuentos, pero solo para los más pequeños, los que todavía no
van al colegio ni saben leer.
Yo supongo que aprendí a leer a los cuatro o cinco años. Y lo odiaba.
No me gustaba porque en el colegio me obligaban a leer unos libros que no me
interesaban en absoluto. Y no tengo el recuerdo de que nadie se sentara conmigo
y me leyera jamás. En clase nos hacían leer uno por uno y en voz alta para
corregirnos. Pero tuve mucha suerte, porque a los ocho años mi tía me regaló un
cómic y a partir de ahí me enganché a la lectura. Como toda la gente de mi
generación que conozco, leí tebeos y libros de aventuras al margen de lo que
imponía el colegio. Y fueron esos los que me iniciaron en el camino para
convertirme en una persona culta, con ganas de explorar el mundo y con
pensamiento crítico. Mi amiga Rosa me decía el otro día que en su caso no es
así; a ella nadie le regaló un cómic, ella lee gracias al colegio. No lo podía
creer, era el primer caso que me encontraba y le pedí que me lo explicara.
—Empecé a leer porque en el colegio había una biblioteca y tengo el
recuerdo de ir allí un día y coger al azar un libro de Los cinco. Lo empecé y… no podía parar. Desde entonces leo.
Ah, pero eso no fue porque en clase le dijeran: «Tienes que leer Los cinco». No, porque en el colegio no
nos hacían leer ese tipo de libros. No sé qué leíamos. Yo no recuerdo nada y cuando mi madre me enseña los
libros encuadernados de mis dibujos y trabajos —escritos sobre cultura catalana,
música y las estaciones del año, que copiaba de la pizarra— tengo que
preguntarle si está segura de que eso lo hice yo. En cambio, sí recuerdo los
tebeos que nos pasábamos por debajo de los pupitres y leíamos a hurtadillas y
sobre todo, lo mucho que disfrutaba con ellos. Y también leí todos los libros
de Los cinco y Los Hollyster, que me compraban mi madre y mi tía. Mi madre me cuenta que ella se aficionó a la
lectura a los siete años, en misa, porque se aburría.
Todos mis amigos lectores tienen historias parecidas. En los años de
instituto e incluso en la facultad, nos pasábamos el curso haciendo ver que
leíamos las lecturas obligatorias —buscando resúmenes o haciendo que alguien
que sí las había leído nos las contara— y nos congratulábamos unos a otros si
conseguíamos pasar un examen de comentario de texto sin haber leído el libro.
Cuando llegaba el verano, por fin, podíamos leer lo que se nos antojara, y
disfrutarlo. Tengo un recuerdo especialmente entrañable del verano en el que
leí El amor en los tiempos del cólera.
Tenía diecisiete años y hacía un calor espantoso. Cuando en casa todos se
tumbaban a echar una siesta, yo leía. Otra lectura que me enganchó de principio
a fin fue La regenta de Clarín. No
era obligada en el instituto porque era demasiado larga, así que para el examen
solo teníamos que saber de qué iba y a qué época pertenecía. Precisamente por
no tener que leerla, sentí curiosidad. La encontré en la biblioteca de mi madre,
empecé a leer y ya no pude parar. Eso me pasó con casi todos los libros que
tenía mi madre. Me gustaban todos, menos los que era obligado leer.
Siempre me he sentido muy afortunada por haber descubierto el amor a
los libros de pequeña y haber leído tanto. Conozco a gente que no lee porque
quizás nadie le regaló un tebeo o un libro de aventuras cuando estaban en edad
escolar, pero más a menudo es porque el colegio ya había conseguido que aborrecieran
la lectura hasta el punto de no querer tocar un libro en la vida.
De mi sobrina Mar, de diez años, me dicen que «no le gusta mucho
leer», pero cuando está conmigo sí que lee: lo hacemos los cuatro juntos tumbados
en la cama, en voz alta, a veces lee ella y a veces leo yo; mis hijos solo
escuchan porque dicen que no saben leer. Leemos cómics o cuentos que les
interesen a los tres. Hace unos días Mar me dijo que no lee lo que dan en el
colegio porque «es aburrido»; en cambio El
diari d’una penjada (en castellano Diario
de Nikki) se lo terminó en dos días.
Mis hijos no leen, al menos no de manera convencional. No me siento
con ellos y les hago leer, mientras yo escucho atentamente y corrijo su pronunciación.
No les enseño las letras ni les hago leer carteles para cerciorarme de que lo
hacen bien. No les hago escribir para que practiquen (Dave ya lo hace, empezó
sin que yo le dijera que tiene que hacerlo). Lo único que hago es leerles, como
hago a veces para otros niños en la biblioteca pública. Y cuando me preguntan «¿qué
pone aquí?», que es muy a menudo, se lo digo. Soy su lectora ambulante y
siempre dispuesta. Hay quien no está muy convencido de mi método y se preocupa
de que mis hijos ¡a su edad! todavía no lean, pero estoy convencida de que
ellos tienen más posibilidades de ser buenos lectores adultos que miles de
niños que ya saben leer a los cinco años pero que no tienen a nadie que lea con
ellos; ¿para qué?, si ya saben. Mis hijos entienden que la lectura no tiene por
qué ser siempre un acto solitario y silencioso. Alex aún a veces me mira
extrañado si me ve con un libro entre las manos y no estoy «haciendo nada con
él». Me dice: «¿No has dicho que ibas a leer? ¡Pues no estás diciendo nada!».
Y si alguien se pregunta por qué estoy tan segura de que tendré éxito
en esta particular empresa, es porque ya logré, y sin siquiera proponérmelo,
que adultos que no leían se aficionaran a la lectura, y eso es mucho más
difícil que hacer que los niños lean.
Un caso es el de un amigo guatemalteco que hice en los años que viví
en Estados Unidos. Pasábamos muchos ratos juntos, pero a veces no teníamos nada
de que hablar. A veces yo leía y él… no hacía nada. O me miraba, hasta que un
día me dijo:
—Tú siempre estás leyendo. ¿Sabes?, yo no he leído nunca un libro.
No me extrañó porque ya me había dado cuenta de que era casi
analfabeto. Apenas sabía escribir, y por eso durante muchos años se negó a
enviarme cartas o correos electrónicos. Sin embargo, es una de las personas más
empáticas y emocionalmente inteligentes que he conocido en mi vida. Tampoco era
la primera persona que me confesaba que no ha leído jamás un libro, aunque eso
es muy improbable, así que le respondí:
—No puede ser que no hayas leído ni un solo libro o cuento… o algo.
Hay algunos que se leen muy rápido, por ejemplo este.
Tomé uno que acababa de salir publicado y yo había leído en mi vuelo
reciente de Barcelona a Boston, y se lo di.
—Del amor y otros demonios —leyó
mi amigo, lo abrió y empezó a leer. Al despedirnos, me lo pidió prestado.
Durante varios días no lo vi ni supe nada de él. Cuando reapareció, le
brillaban los ojos. La novela le había cautivado hasta el punto de querer
leerla por segunda vez. Me preguntó:
—¿Ha escrito algo más este hombre?
Y así fue como empezó a leer. Otro amigo que me visitó más tarde me
confesó que él tampoco leía mucho. Cuando estaba conmigo sí lo hacía y no
podía explicarse por qué: al verme a mí siempre con un libro, también le
entraban ganas. Los niños que ven leer a sus padres también tienen más
posibilidades de ser lectores que los hijos de padres que no leen.
Pero el caso del que me siento más orgullosa es el de mi hermano, que
llegó a los treinta años diciendo también que él no se había leído un libro en
su vida. A esa edad lo operaron y estuvo varios días postrado en el hospital
sin apenas poder moverse. Se me ocurrió que para hacerle pasar las horas de
aburrimiento podía regalarle un libro, pero si regalas un libro a alguien que
no lee tiene que ser sobre algo que de veras le apasione, y a mi hermano lo que
le apasiona es el mar. Me puse a buscar en la sección de literatura oceánica del
Fnac y encontré Miedo a la oscuridad
de Albert Bargués.
Para mi hermano ese fue el golpe de suerte que yo recibí a los ocho
años. Lo leyó y le gustó tanto que lo leyó otra vez, y luego otra. Le compré
otro libro sobre la misma temática y a partir de ahí se puso a leer uno tras otro.
Han pasado trece años y mi hermano ya no lee solo sobre veleros y navegantes
solitarios sino que lee de todo, aunque ahora mismo tiene predilección por la
novela histórica. Y es una persona culta después de haber arrastrado durante
años el estigma de inculto y de «no llegarás a nada en la vida porque no
estudias» que le hicieron creer en la escuela.
El aprendizaje solo es
efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender. Aun así, sigo oyendo con
demasiada frecuencia a gente que dice que sí, que sí, pero hay cosas que tienen que aprender. Insisto: solo las
aprenderán si les interesan, si no, las olvidarán. Los colegios siguen siendo
guarderías bastante prácticas, pero no son el mejor lugar para fomentar el amor
a la lectura (ni siquiera a las matemáticas, ¡pero eso ya es otro tema!). Esa
labor siguen teniéndola los padres, tíos, abuelos y profesores que se salgan
del currículum y que se tomen el tiempo para leer con ellos y para ellos por
puro placer.