Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 15 de agosto de 2013

Fomentar la lectura es fácil

El otro día mi amigo César me hablaba de una «idea nueva» para fomentar la lectura que han tenido en una escuela de su barrio. Se trata de animar a los alumnos a leer mediante una competición. A lo largo del semestre, quien haya leído más libros recibirá un premio. La iniciativa estaba teniendo gran éxito porque ¿a quién no le gusta ser el número uno y ganar un premio, aunque sea leyendo? Me contó César que la bibliotecaria del colegio ayudaba a algunos de los participantes buscándoles libros más cortos para que así pudieran leer más.
Cuando yo iba al colegio no existían estos retos. Ahora, en Australia, sí los hay, pero son personales, no para competir contra otros, y normalmente los organizan las bibliotecas. Yo me he apuntado a algunos, pero no me acaban de convencer y ya hace muchos años que si un libro no me atrapa desde el principio, no pierdo tiempo con él. Si alguna vez alguien me ha mirado con ojos como platos y ha exclamado: «¡Que no te has leído este libroooo?» como si fuera idiota, no tengo reparo en responder que no. Confieso que no suele pasarme con los libros (con las películas sí); la cuestión es que leo lo que quiero, no lo que hay que leer para dar la imagen de persona culta o intelectual. Por ejemplo, no leo el periódico, en gran parte porque no me creo casi nada; demasiadas veces la prensa me ha demostrado que no lo cuenta tal como ocurrió. Y por eso tampoco soy aficionada a seguir listas del tipo: «1001 libros que hay que leer antes de morir».
Una vez me apunté a un reto organizado por un grupo de bookcrossers que se proponía leer veinticinco, cincuenta o cien libros en un año. El reto era personal así que cada uno se ponía su propio límite. El mío era de cincuenta libros, y terminé leyendo cincuenta y dos, o sea uno por semana. Nunca más he vuelto a hacerlo porque el resultado no fue del todo satisfactorio. Muchos libros no los disfruté pero escogí leerlos porque eran cortos y pude terminarlos en un par de días. De una sorprendente gran cantidad me olvidé hasta el punto de que semanas más tarde de haberlos leído no recordaba absolutamente nada de ellos, ni siquiera el título o el autor. Al final resultó que había invertido muchas horas en leer algo que no me sirvió para nada porque estaba más interesada en superar el reto que en las lecturas en sí.
Por eso le dije a César que la «novedosa idea» de esa escuela no me parecía tan buena. La verdad es que me enternece ver que hay gente que sigue pensando en maneras de hacer que los más pequeños lean para que el día de mañana sigan siendo lectores, pero no deja de sorprenderme cómo se complican la vida en los colegios para alcanzar ese fin. A veces incluso consiguen todo lo contrario.
La lectura es un placer y por tanto no debería ser obligatoria. Si el tiempo que se emplea en los colegios enseñando a los niños a leer y escribir las letras correctamente se dedicara a contarles más historias, de mayores todos leerían. A todos los niños les encanta que les lean. A todos, sin excepción. El placer de contarse historias unos a otros es inherente al ser humano. Yo lo he comprobado muchas veces, y cada vez se me ponen los pelos de punta; es algo mágico. Me siento en el área infantil de la biblioteca pública y me pongo a leer un cuento. A menudo lo hago para mis hijos, pero como en las bibliotecas australianas no se impone el silencio sepulcral que sí hay que respetar en las bibliotecas españolas (o al menos las catalanas), lo hago lo suficientemente alto para que otros niños me oigan. Y entonces ocurre el milagro: en pocos minutos tengo a un corro de niños alrededor, escuchándome y mirando las ilustraciones. Algunos estaban jugando con la tableta o haciendo puzles, pero en cuanto empiezan a oír una historia que parece interesante, lo dejan todo. Además, exagero las voces, le echo realismo (para eso y para chapurrear idiomas no tengo vergüenza). Algunas madres me miran con esa mezcla de admiración y recelo que recibo tan a menudo. ¿Qué hace esta loca?, piensan. Pues hago lo que deberían hacer en los colegios: fomentar el amor por la lectura. Pero no soy la única; he visto a algún otro padre y madre hacerlo. Y también hay sesiones organizadas, el primer y tercer martes de cada mes, en las que una de las bibliotecarias lee cuentos, pero solo para los más pequeños, los que todavía no van al colegio ni saben leer. 

Yo supongo que aprendí a leer a los cuatro o cinco años. Y lo odiaba. No me gustaba porque en el colegio me obligaban a leer unos libros que no me interesaban en absoluto. Y no tengo el recuerdo de que nadie se sentara conmigo y me leyera jamás. En clase nos hacían leer uno por uno y en voz alta para corregirnos. Pero tuve mucha suerte, porque a los ocho años mi tía me regaló un cómic y a partir de ahí me enganché a la lectura. Como toda la gente de mi generación que conozco, leí tebeos y libros de aventuras al margen de lo que imponía el colegio. Y fueron esos los que me iniciaron en el camino para convertirme en una persona culta, con ganas de explorar el mundo y con pensamiento crítico. Mi amiga Rosa me decía el otro día que en su caso no es así; a ella nadie le regaló un cómic, ella lee gracias al colegio. No lo podía creer, era el primer caso que me encontraba y le pedí que me lo explicara.
—Empecé a leer porque en el colegio había una biblioteca y tengo el recuerdo de ir allí un día y coger al azar un libro de Los cinco. Lo empecé y… no podía parar. Desde entonces leo.
Ah, pero eso no fue porque en clase le dijeran: «Tienes que leer Los cinco». No, porque en el colegio no nos hacían leer ese tipo de libros. No sé qué leíamos. Yo no recuerdo nada y cuando mi madre me enseña los libros encuadernados de mis dibujos y trabajos —escritos sobre cultura catalana, música y las estaciones del año, que copiaba de la pizarra— tengo que preguntarle si está segura de que eso lo hice yo. En cambio, sí recuerdo los tebeos que nos pasábamos por debajo de los pupitres y leíamos a hurtadillas y sobre todo, lo mucho que disfrutaba con ellos. Y también leí todos los libros de Los cinco y Los Hollyster, que me compraban mi madre y mi tía.  Mi madre me cuenta que ella se aficionó a la lectura a los siete años, en misa, porque se aburría.
Todos mis amigos lectores tienen historias parecidas. En los años de instituto e incluso en la facultad, nos pasábamos el curso haciendo ver que leíamos las lecturas obligatorias —buscando resúmenes o haciendo que alguien que sí las había leído nos las contara— y nos congratulábamos unos a otros si conseguíamos pasar un examen de comentario de texto sin haber leído el libro. Cuando llegaba el verano, por fin, podíamos leer lo que se nos antojara, y disfrutarlo. Tengo un recuerdo especialmente entrañable del verano en el que leí El amor en los tiempos del cólera. Tenía diecisiete años y hacía un calor espantoso. Cuando en casa todos se tumbaban a echar una siesta, yo leía. Otra lectura que me enganchó de principio a fin fue La regenta de Clarín. No era obligada en el instituto porque era demasiado larga, así que para el examen solo teníamos que saber de qué iba y a qué época pertenecía. Precisamente por no tener que leerla, sentí curiosidad. La encontré en la biblioteca de mi madre, empecé a leer y ya no pude parar. Eso me pasó con casi todos los libros que tenía mi madre. Me gustaban todos, menos los que era obligado leer.
Siempre me he sentido muy afortunada por haber descubierto el amor a los libros de pequeña y haber leído tanto. Conozco a gente que no lee porque quizás nadie le regaló un tebeo o un libro de aventuras cuando estaban en edad escolar, pero más a menudo es porque el colegio ya había conseguido que aborrecieran la lectura hasta el punto de no querer tocar un libro en la vida.
De mi sobrina Mar, de diez años, me dicen que «no le gusta mucho leer», pero cuando está conmigo sí que lee: lo hacemos los cuatro juntos tumbados en la cama, en voz alta, a veces lee ella y a veces leo yo; mis hijos solo escuchan porque dicen que no saben leer. Leemos cómics o cuentos que les interesen a los tres. Hace unos días Mar me dijo que no lee lo que dan en el colegio porque «es aburrido»; en cambio El diari d’una penjada (en castellano Diario de Nikki) se lo terminó en dos días.
Mis hijos no leen, al menos no de manera convencional. No me siento con ellos y les hago leer, mientras yo escucho atentamente y corrijo su pronunciación. No les enseño las letras ni les hago leer carteles para cerciorarme de que lo hacen bien. No les hago escribir para que practiquen (Dave ya lo hace, empezó sin que yo le dijera que tiene que hacerlo). Lo único que hago es leerles, como hago a veces para otros niños en la biblioteca pública. Y cuando me preguntan «¿qué pone aquí?», que es muy a menudo, se lo digo. Soy su lectora ambulante y siempre dispuesta. Hay quien no está muy convencido de mi método y se preocupa de que mis hijos ¡a su edad! todavía no lean, pero estoy convencida de que ellos tienen más posibilidades de ser buenos lectores adultos que miles de niños que ya saben leer a los cinco años pero que no tienen a nadie que lea con ellos; ¿para qué?, si ya saben. Mis hijos entienden que la lectura no tiene por qué ser siempre un acto solitario y silencioso. Alex aún a veces me mira extrañado si me ve con un libro entre las manos y no estoy «haciendo nada con él». Me dice: «¿No has dicho que ibas a leer? ¡Pues no estás diciendo nada!».
Y si alguien se pregunta por qué estoy tan segura de que tendré éxito en esta particular empresa, es porque ya logré, y sin siquiera proponérmelo, que adultos que no leían se aficionaran a la lectura, y eso es mucho más difícil que hacer que los niños lean.
Un caso es el de un amigo guatemalteco que hice en los años que viví en Estados Unidos. Pasábamos muchos ratos juntos, pero a veces no teníamos nada de que hablar. A veces yo leía y él… no hacía nada. O me miraba, hasta que un día me dijo:
—Tú siempre estás leyendo. ¿Sabes?, yo no he leído nunca un libro.
No me extrañó porque ya me había dado cuenta de que era casi analfabeto. Apenas sabía escribir, y por eso durante muchos años se negó a enviarme cartas o correos electrónicos. Sin embargo, es una de las personas más empáticas y emocionalmente inteligentes que he conocido en mi vida. Tampoco era la primera persona que me confesaba que no ha leído jamás un libro, aunque eso es muy improbable, así que le respondí:
—No puede ser que no hayas leído ni un solo libro o cuento… o algo. Hay algunos que se leen muy rápido, por ejemplo este.
Tomé uno que acababa de salir publicado y yo había leído en mi vuelo reciente de Barcelona a Boston, y se lo di.
Del amor y otros demonios —leyó mi amigo, lo abrió y empezó a leer. Al despedirnos, me lo pidió prestado.
Durante varios días no lo vi ni supe nada de él. Cuando reapareció, le brillaban los ojos. La novela le había cautivado hasta el punto de querer leerla por segunda vez. Me preguntó:
—¿Ha escrito algo más este hombre?
Y así fue como empezó a leer. Otro amigo que me visitó más tarde me confesó que él tampoco leía mucho. Cuando estaba conmigo sí lo hacía y no podía explicarse por qué: al verme a mí siempre con un libro, también le entraban ganas. Los niños que ven leer a sus padres también tienen más posibilidades de ser lectores que los hijos de padres que no leen.
Pero el caso del que me siento más orgullosa es el de mi hermano, que llegó a los treinta años diciendo también que él no se había leído un libro en su vida. A esa edad lo operaron y estuvo varios días postrado en el hospital sin apenas poder moverse. Se me ocurrió que para hacerle pasar las horas de aburrimiento podía regalarle un libro, pero si regalas un libro a alguien que no lee tiene que ser sobre algo que de veras le apasione, y a mi hermano lo que le apasiona es el mar. Me puse a buscar en la sección de literatura oceánica del Fnac y encontré Miedo a la oscuridad de Albert Bargués.
Para mi hermano ese fue el golpe de suerte que yo recibí a los ocho años. Lo leyó y le gustó tanto que lo leyó otra vez, y luego otra. Le compré otro libro sobre la misma temática y a partir de ahí se puso a leer uno tras otro. Han pasado trece años y mi hermano ya no lee solo sobre veleros y navegantes solitarios sino que lee de todo, aunque ahora mismo tiene predilección por la novela histórica. Y es una persona culta después de haber arrastrado durante años el estigma de inculto y de «no llegarás a nada en la vida porque no estudias» que le hicieron creer en la escuela.
            El aprendizaje solo es efectivo si el aprendiz tiene interés por aprender. Aun así, sigo oyendo con demasiada frecuencia a gente que dice que sí, que sí, pero hay cosas que tienen que aprender. Insisto: solo las aprenderán si les interesan, si no, las olvidarán. Los colegios siguen siendo guarderías bastante prácticas, pero no son el mejor lugar para fomentar el amor a la lectura (ni siquiera a las matemáticas, ¡pero eso ya es otro tema!). Esa labor siguen teniéndola los padres, tíos, abuelos y profesores que se salgan del currículum y que se tomen el tiempo para leer con ellos y para ellos por puro placer.