Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

martes, 19 de febrero de 2013

Yo también soy berlinesa. Y antipatriota

Desde que a los quince años salí por primera vez del país en el que me tocó nacer y lo hiciera sola —bueno, me llevé a mis hermanos, pero a los padres los dejamos en casa— empecé a pensar en mí misma como en una ciudadana del mundo. Me gustó tanto descubrir una nueva cultura, tan diferente a la mía, que en esos días en los que todavía existían las fronteras en Europa, de buen grado habría trocado mi nacionalidad española por la británica. A partir de entonces empecé a viajar y ya nunca dejé de hacerlo, pero yo lo que realmente quería era vivir en otros países, experimentar de verdad otras culturas, entender otras maneras de pensar, descubrir que el dios omnisciente y todopoderoso de mi formación católica no es único en el mundo. Poco después tuve la gran suerte de visitar Praga, y aunque más tarde he vuelto a estar en Eslovaquia, a la República Checa, y en especial a la capital bohemia, he preferido no volver, para guardar para siempre en mi recuerdo la fuerte impresión que me causó una ciudad bellísima, sin turistas, y su gente, que me pareció triste aún después de su reciente abandono del socialismo soviético.

También por esas mismas fechas mis padres y amigos se llevaron las manos a la cabeza cuando un buen día me fui a la estación de Sants a comprar un billete de tren —en aquella época a los adolescentes no nos llegaba el dinero para uno de avión— a Génova, y luego hasta Trieste, donde me encontraría con Nick para pasar juntos la frontera a Croacia. Nick era un amigo que había conocido en Inglaterra y acababa de localizar después de dos años de silencio. Cuando lo conocí me dijo que era de Yugoslavia, pero ahora su país estaba en guerra y me confesó que en realidad era croata. En las cartas que me enviaba usando aún el bolígrafo, papel y sobres hechos por él mismo con papeles de revistas, me hablaba de las explosiones, el miedo y la incertidumbre de su familia. No se me ocurrió una manera mejor de apoyarle y entenderle que ir a verle, porque yo también quería vivirlo, también quería ser croata. Y además tenía mucha curiosidad por ver a los cascos azules de cerca.

A lo largo de los años y después de tantos viajes he logrado sentirme parte de cada lugar, aunque unos me han gustado más que otros. Por ejemplo, cuando visité el País Vasco por primera vez y a pesar de ser en una época de máxima tensión entre el gobierno central y ETA, estuve a punto de abandonarlo todo y adoptar el euskera como mi primera lengua; en Egipto, en cambio, no conseguí adaptarme después de que un muchacho de veintitrés años intentara convencerme de que en los casos en que las mujeres muestran una admiración excesiva por un hombre que no sea su marido, está justificada la ablación femenina.

Ver el mundo me hizo por fin entender las cuatro palabras que pronunció John F. Kennedy en su famoso discurso de junio de 1963 en Berlín. Yo nací muchos años después, pero cuando tenía doce años y creía que lo sabía todo y mi madre me habló de ese discurso, repliqué: ¿Cómo se atreve un presidente americano a decir que él es berlinés? ¿Y cómo no ofendió primero a sus compatriotas y luego a los alemanes, si ni siquiera sabía hablar alemán? Mi madre me lo explicó pero tardé años en comprender de verdad el significado de las palabras: Ich bin ein Berliner. Kennedy estaba mostrando su solidaridad con los ciudadanos de Berlín menos de un año después del levantamiento del Antifaschistischer Schutzwall —el muro de protección antifascista— por parte de los soviéticos. Al decir que él era berlinés, estaba hablando de eso que se siente cuando una visita Zagreb o Birmania y se mete en la piel de los que reclaman libertad. Como dijo ese día: «All free men, wherever they may live, are citizens of Berlin, and, therefore, as a free man, I take pride in the words "Ich bin ein Berliner!" — Todos los hombres libres, donde quiera que vivan, son ciudadanos de Berlín, y por tanto, como hombre libre, me enorgullezco de decir que '¡soy berlinés!'» Ojalá hubiera dicho «hombres, mujeres, niños y niñas», pero nadie es perfecto.

Me enamoré de la figura de John F. Kennedy, aunque sin romanticismos —no me habría gustado ser ni Marilyn Monroe ni Jackeline. Leí varias biografías sobre él y me interesé por Estados Unidos. Primero fui a Boston a pasar un verano, luego volví para trabajar y como tenía tiempo estudié una carrera, incluso empecé un máster en historia de los Estados Unidos de América. Pero allí me topé con el Patriotismo.

Descubrí que pocos años después del final de la guerra fría no se hablaba tanto de libertad y sí mucho de que América es el mejor país del mundo y de que Dios bendiga a América, como si fuera de esas fronteras no existiera nada más. Me moría de vergüenza ajena cada vez que al inicio de una competitición deportiva todos los asistentes teníamos que ponernos en pie, algunos con la mano en el pecho, los labios apretados y la mirada solemne, mientras sonaba el himno nacional o la patriótica canción God Bless America. Hasta en los colegios donde trabajé como intérprete entre padres hispanos y los profesores, a los niños se les obligaba cada mañana a escuchar el himno nacional. Estuve cuatro años allí y entre la familia y amigos que dejé en Barcelona me gané el apodo de «la americana», sin embargo, no me sentía como tal, no era capaz de contagiarme de su ombliguismo.

A lo largo de los años no ha dejado de sorprenderme que personas de otras nacionalidades admiren este sentido patriótico de los americanos e incluso se lamenten de que falte en sus países. Estas personas me han dicho que encuentran bonito y hasta majestuoso esta devoción por la patria y el sacrificar la vida por tu país en la guerra. A mí eso me pone los pelos de punta. No siento admiración, sino una profunda lástima por los millones de soldados de todo el mundo, muchos ni siquiera hombres todavía, que dieron la vida por defender su patria. Porque yo soy antipatriota. No le debo más lealtad a España o a Cataluña que a Australia, sin embargo me siento española, catalana y australiana —y de muchos otros países, pero estos son los que mejor conozco— porque su cultura, su gastronomía, sus lenguas, su historia son parte de mi identidad. Pero no sacrificaría ni una gota de mi sangre por ningún país, antes lo haría por un ser humano, sin que su nacionalidad pesara más o menos en mi decisión. Me opongo al patriotismo por su autoritarismo, y porque es propenso a la guerra y la xenofobia.

Pero este amor a la patria que sienten tantos tiene su lado bueno. Principalmente, lo que he observado en muchos lugares es la creencia absoluta de muchos de sus habitantes de que su país es el mejor del mundo, o que como en su país no se vive de bien en ningún otro sitio. Esta afirmación se la he oído decir tanto a gente que ha viajado como a los pocos que no han salido jamás de su pueblo. Y es que la mayoría de humanos tenemos esa necesidad de «volver a casa», que aunque no sea perfecta, es la nuestra y es la mejor. Como yo ahora vivo en Australia, lo que más oigo decir es: «Australia es el mejor país del mundo» y «qué suerte tenemos de vivir aquí» pero recuerdo también haber oído muchas veces (antes de la crisis) que «como en España no se vive en ninguna parte, hasta los extranjeros que vienen de vacaciones se quedan». Menos mal que en Estados Unidos opinan lo mismo, si no tendríamos a más de trescientos millones de americanos aquí y ya no habría manera de encontrar un hueco en la playa.