Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

viernes, 18 de enero de 2013

«El hado de los juguetes», un cuento para niños, mamás y papás


Me llamo Guillermo, tengo siete años y soy hijo único. Ser hijo único no quiere decir que mis padres crean que soy único o genial, sino que no tengo hermanos. Mi mamá es periodista y cuando me tuvo a mí tuvo que dejar de hacer periodos durante cuatro meses. Cuando digo esto ella se ríe y dice que los periodistas no hacen periodos, sino que escriben en periódicos, pero es verdad que además no tuvo el periodo durante el mismo tiempo que no trabajó. A veces me cuesta entenderla, pero desde que le pedí al hado de los juguetes que obrara un hechizo sobre ella, está mucho más por mí y me explica las cosas con paciencia. Resulta que mientras estaba en casa conmigo me daba de mamar, pero cuando volvió al trabajo, tuvo que ponerme en la guardería y encargó que me dieran leche del biberón. Entonces es cuando volvió a visitarle el periodo ese, que no es mi papá, y si hubiera querido podría haber tenido más niños, pero no los tuvo para no tener que sacrificar más su carrera.

Es verdad que antes siempre estaba corriendo, como si hiciera una carrera, aunque era ella sola la que corría por casa, haciendo siempre un montón de cosas. A veces se paraba a descansar delante de su ordenador, que la hipnotizaba. Si yo le hablaba, ni me oía. Otras veces se ponía a apretar botoncitos en su móvil o a hablar por teléfono. El año pasado, por mi cumpleaños, me regaló un Ipad, que es muy parecido al ordenador pero mejor, porque yo lo uso para jugar. Mamá, el ordenador lo usa para trabajar. Dice que nos da de comer, aunque yo nunca he visto que salga nada de comida de él. Alguna vez, aprovechando que ella ha ido al baño, me he puesto delante y le he pedido chocolate o helado, pero ni siquiera me ha contestado.

Al Ipad me enganché enseguida, como le decía ella a papá. A mí también me lo decía: «estás enganchado, igual que con la tele». El Ipad lo cojo con las manos y lo tengo durante tanto rato que ella se cree que se me ha quedado pegado con superglú, pero la tele no la toco, solo la miro.

—Estás embobado —decía ella—, ¿y tus juguetes? Ya no les haces ningún caso. Si no juegas más con los bloques, el Lego, los puzzles y los coches, vendrá el hada de los juguetes y se los llevará a otros niños.
—¿Dónde vive el hada de los juguetes? —le preguntaba yo a mamá, porque siempre me estaba hablando de ella—. ¿Es de Oriente, como los Reyes Magos?
—El hada de los juguetes está en todas partes —decía ella—. Aparece y desaparece, pero está siempre presente, vigilando a los niños que tienen un montón de juguetes y no juegan con ellos, para llevárselos a los que no están todo el día delante de la tele y el Ipad y sí juegan con sus juguetes.
—¿Y cuando aparece, se puede ver? ¿Puedo hablar con ella?
—Sí, pero cuando aparezca será para decirte que se lleva tus juguetes, y te quedarás sin.
—¿Tú la has visto alguna vez? ¿Tiene alas?
—Yo no la he visto nunca porque cuando yo era niña sí que jugaba con mis muñecas, en esa época no teníamos Ipad.

Mamá no paraba de hablarme del hada, asegurándome que un día me despertaría por la mañana y me encontraría sin juguetes. Yo no tenía a nadie con quien jugar, así que cada día, al volver del colegio y los fines de semana, me ponía a ver la tele o jugar con el Ipad esperando la llegada del hada. Y por fin un día llegó. Estaba mirando una película de dibujos y de repente uno de los personajes salió de dentro de la televisión. No tenía alas, así que tuvo que agarrarse con las manos para salir de la tele y saltar al salón de casa.


—Ya estoy aquí —dijo—. He venido a llevarme tus juguetes.
—¿Tú eres el hada de los juguetes? —No me lo podía creer. No solo no tenía alas sino que parecía un monstruito; era redondo con las piernas y los brazos muy cortos y la nariz muy grande y tenía voz de chico, no de hada.
—Sí, ¿qué esperabas?
—Pues pensaba que tendrías una varita mágica, como mínimo.
—No la necesito, tengo los dedos —dijo chasqueándolos—. ¿Ves? Así hago que aparezcan y desaparezcan los juguetes. Por cierto, tú tienes muchos. ¿No tienes algún saco por aquí donde pueda meterlos? Además, están casi nuevos… ¿Por qué no juegas con ellos?
—No me gusta jugar solo. Es muy aburrido. ¿Y tú cómo te llamas, hado o hada?
—Me llamo Willie y soy tu hado particular. Y eso de que no te gusta jugar solo, ¿es que no juegas con tu mamá o tu papá? Recuerdo cuando te regalaron este puzzle, hace dos años; lo completasteis los tres juntos.
—Hace ya mucho que no lo hacemos. Ni jugamos al Parchís. Ni me leen cuentos, porque ahora ya sé leer y puedo hacerlo solo. Ahora ya soy mayor. Puedo hacer tantas cosas solo que siempre estoy solo. A veces pienso que mis padres no me ven.
—Igual que tú ya no ves a tus juguetes.
—Exacto.
—Mmm…
—Oye, Willie, ¿tú no podrías aparecerte a mi mamá y decirle que si no juega más conmigo me harás desaparecer y me llevarás a otras mamás que sí jueguen con sus niños?
—¿Crees que así ella volvería a jugar contigo?
—No lo sé, pero lo podíamos probar. A mí siempre que ella me dice que te vas a llevar mis juguetes me entra mucho miedo de perderlos. No quiero que los tengan otros niños, aunque yo no les haga caso. Creo que si de repente no los tuviera me daría cuenta de lo mucho que los quería. A lo mejor a mamá le pasa lo mismo conmigo.
—Tienes razón, podemos intentarlo.
—Pero tendrás que pensar en algo ingenioso, porque ella no cree en las hadas y menos en los hados. Tú, por ejemplo, eres su invención; ella no cree que existas de verdad, solo me habla de ti porque le molesta verme embobado delante de la tele o enganchado al Ipad.
—Ya veo… ¡Vaya con tu mami! Tendré que meterme en sus sueños, no hay más remedio. Bueno, pues te dejo, ¡tengo trabajo que hacer!
—¡Espera, espera!

Quise detenerlo para hablar un poquito más con él, preguntarle de dónde venía, si había un mundo mágico detrás de la pantalla de la tele, si me podía llevar a él… pero Willie desapareció tan rápido como había aparecido, apoyando las manos en el margen de la tele y dando un salto. Una vez dentro, se giró un momento y me saludó con una mano, sonriendo. Me quedé un rato mirando la pantalla y de repente volví a oír las voces y ver las imágenes de los dibujos, pero no atendía a nada. Desperté de mi ensoñación con la voz de mamá, que entró en el salón y dijo:

—Ya estás otra vez con esa cara de bobo que te pone la tele.
—Creo que tienes razón, mami, la tele me está poniendo tonto, me hace imaginar tonterías. Me voy a la cama.

Mamá me miró sorprendida y me dio un fuerte abrazo y muchos besos. Normalmente no quiero irme a la cama y es ella la que me lo tiene que repetir un montón de veces y recordarme que me tengo que lavar los dientes. Bueno, creo que es eso lo que dice, porque la verdad es que no la escucho, igual que ella a mí, solo oigo el murmullo de su voz, que no cesa y suena muy enfadada e insistente, hasta que para de repente, igual que la televisión, porque ella la apaga y se mete delante y con los brazos en jarras grita: «¡Que se acabó la tele, he dicho!»

Así que ese día me fui a la cama sin pelearme con mamá. Ella contenta y yo pensando en Willie, mi nuevo amigo imaginario. Al día siguiente tenía que ir al colegio, pero no oí los gritos de mamá desde la cocina apremiándome para que me levantara. No, en vez de eso, estaba sentada al borde de mi cama y me acariciaba el pelo. Abrí un ojo para asegurarme de que no soñaba, y ella me sonrió. Se pasó todo el rato hasta que me dejó en las puertas del colegio mirándome de una manera muy rara, mientras yo me tomaba el chocolate y luego me preparaba la cartera, y lo más alucinante es que no me gritó ni una sola vez.

—¿Qué te parece si montamos algo juntos de Lego? —me propuso por la tarde cuando llegamos a casa.
—Pero tengo que hacer los deberes —dije sin poder creer que ella no estuviera ya insistiendo en que los hiciera.
—Lo de los deberes nunca lo he entendido. ¿No te pasas todo el día trabajando en el colegio?
—Sí, pero… es que si no los hago me castigarán, ya lo sabes.
—Pues ya hablaré yo mañana con la señorita. Hoy vamos a jugar, no hay deberes.
—¿Y tú no tienes que trabajar? —le pregunté con cautela—. ¿No te encuentras bien?
—Claro que me encuentro bien, estupendamente —rió mamá—. Hoy tú no haces los deberes y yo no trabajo.
—¿Así que hoy no cenamos?
—¡Qué cosas tienes! ¿Por qué no vamos a cenar?
—Porque si no le haces caso al ordenador, ¿quién nos va a dar de comer?

Mamá se rió y me abrazó muy fuerte otra vez, y sacamos el Lego y montamos algo juntos. Era muy raro, porque ella nunca antes había montado nada conmigo; siempre decía que no tenía imaginación para eso y que yo podía hacerlo solo. Y mientras buscábamos piezas y hablábamos del super dragón de ninjas que estábamos construyendo, dijo:

—¿Sabes el hada de los juguetes de la que siempre te estoy hablando?
—Sí, claro. Hoy no creo que venga a llevárselos porque sí que estoy jugando con ellos.
—No, no se los llevará nunca, ¿cómo va un hada a llevarse los juguetes de los niños? Eso sería muy cruel y las hadas son buenas. Yo no debería habértelo dicho; te pido perdón.
—Pero mami, si ya no juego con los juguetes no me importa que el hada se los lleve a otros niños. Eso no es cruel, a otros niños les hará felices.
—Yo no juego siempre contigo, pero no soportaría que un hada te llevara a otra mamá.
—No es lo mismo, mami. Yo estoy vivo pero los juguetes no. Toy Story es solo una película, no te creas que eso pasa de verdad.

Mamá volvió a darme un achuchón, me dijo cuánto me quería, y después de un ratito añadió:
—Además, el hada de los juguetes no es una hada sino un hado, se llama Willie y no tiene alas.