Carmen Grau, lectora, viajera, escritora y mamá independiente.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Desconectar con unos, conectar con otros; un viaje por la Australia profunda

Después de seis años y medio siendo la mamá de alguien y habiendo escogido la vía más natural de serlo, la menos común y entendida en los tiempos modernos que vivimos, todavía es mucha la gente que me dice que tengo que pensar más en mí, que no deje que mis hijos me esclavicen. Son comentarios de amigos y familiares que los hacen de buena fe, pero a veces me entristece comprobar que siguen sin entenderme. Los niños son los seres humanos más valiosos de nuestra sociedad y, sin embargo, los más vulnerables. Cuando alguien me dice que mis hijos tienen demasiada libertad y que a mí me quitan tiempo para dedicar a mi propia vida, yo soy la única que puedo defenderlos. Fui yo quien escogí tenerlos y yo quien opta por caminar junto a ellos hasta que ellos mismos decidan que pueden hacerlo solos. Para mí no es ningún sacrificio, y lo único que me supo mal en un principio fue que no hubiera más gente allegada a mí que quisiera acompañarme en esta manera diferente de vivir la vida. No los he empujado del «nido» llevándolos al colegio porque creo firmemente que el sistema educativo occidental es perjudicial para los niños tanto en el plano académico como en el emocional y social. Yo he sido la que he tomado todas estas decisiones y soy muy consciente de las repercusiones que tendrán en nuestras vidas. Eso no me preocupa porque ya ahora observo los resultados positivos de mis decisiones. Además, ellos son más que felices —igual que yo— de poder estar todo el día conmigo, jugando, conversando, aprendiendo juntos algo nuevo cada día.

Lo que sí que alguna vez temo que me echen en cara es mi espíritu aventurero y sobre todo mi pasión por viajar, que no disminuyó cuando ellos llegaron a mi vida. Antes de cumplir un año, Dave ya había estado en siete países diferentes. Durante su segundo año de vida vivimos en Singapur; al regresar a Australia se pasó dos meses diciéndome que quería volver a casa. Un año después ya no se acordaba de Singapur, lo que para él había sido su hogar. Alex empezó a viajar antes de nacer; estando embarazada de él Dave y yo nos fuimos a Japón, donde experimentamos un escalofriante terremoto, con mucho miedo y excitación por mi parte y total inconsciencia onírica por parte de Dave. Y así hemos seguido hasta hoy, en que ya tienen 4 y 6 años, haciendo pequeños viajes y yo fantaseando con hacer de más grandes.

El junio pasado alquilé una autocaravana y nos fuimos a recorrer el norte de Australia Occidental durante un mes. Era la primera vez que hacíamos algo así y quise ver cómo se lo tomaban los niños para, en el futuro, hacer un viaje más ambicioso y largo en autocaravana. Emprendimos la aventura los tres con mucha ilusión. El invierno acababa de empezar en Australia y en las noticias habían anunciado tormentas. Pero nosotros íbamos hacia el norte y al cabo de una semana volveríamos a disfrutar de un clima más templado. A las pocas horas de salir mi móvil se quedó sin cobertura y no volvería a tener durante toda una semana. Tampoco tuve acceso a internet y en un principio me pregunté si sería capaz de soportar el síndrome de abstinencia, pues yo soy una de esas personas que comprueba su correo y las redes sociales varias veces al día. Descubrí que no solo no eché de menos conectarme sino que el hecho de saberme incomunicada añadió un elemento de excitación a la aventura.

La primera noche la pasamos aparcados al lado de un famoso monasterio español de la primera mitad del siglo XIX, antiquísimo según los estándares australianos, sin que nadie de nuestro mundo supiera nada de nosotros. Fuera el viento soplaba con fuerza y llovía a cántaros. Durante la noche el ruido ensordecedor de las gotas chocando contra el techo de metal me despertó varias veces. Además, descubrimos una gotera en la caravana, y al repiqueteo de fuera se le unió el del agua del interior al caer en una olla. Todo contribuía a la autenticidad de la experiencia. Pero la única que estaba emocionada con tanta aventura era yo. Dave y Alex lloraron antes de dormirnos y dijeron que querían volver a casa. Es en momentos como ese cuando siento el asomo de la culpa y me pregunto si algún día me recriminarán que no sea una mamá como las demás. Pero como ya son años los que llevo conviviendo con ellos y aprendiendo tanto de ellos, sabía que la primera noche de un viaje es siempre la de mayor aprensión; después se lanzarían a la aventura con tanto entusiasmo como yo.

Seguimos sufriendo la lluvia y la gotera durante una semana en la que nos adentramos cada vez más en el interior, pasando por poblaciones de pocos centenares de habitantes y la mayoría aborígenes. Un momento memorable fue cuando cruzamos la frontera al Outback australiano, esa vasta, remota y árida extensión de zona deshabitada. La carretera dejó de ser asfalto para ser ya solo de tierra y durante kilómetros y kilómetros no nos cruzaríamos con ningún otro vehículo. Llevábamos cuatro días sin hablar con nadie más que la gente de los pueblos en los que parábamos a comprar suministros y pasar la noche. No había planeado esta desconexión tan total, pero me gustaba; no pensé que nadie se preocuparía por nosotros porque les había dicho a todos que si no aparecíamos en las noticias de las seis es que estábamos bien.

En los pueblos íbamos siempre en busca de algún parque para que los niños jugaran, pero en el outback solo había entretenimiento para los niños en las escuelas. Los alumnos eran todos aborígenes, pero los profesores y encargados de llevar una de las pequeñas escuelas a la que nos acercamos para jugar eran gente blanca.

—No conviene que tus hijos jueguen con estos niños —me advirtió un joven pelirrojo con la piel como la leche, gafas de culo de botella y marcado acento británico. Quizás había venido a trabajar a Australia en una working holiday.
—¿Por qué no? —Me sorprendió el aviso. Yo lo que pretendía precisamente era que mis hijos se relacionaran con los primeros habitantes de este país, algo que no tenían ninguna oportunidad de hacer donde vivimos, una zona opulenta en la que no hay cabida para la gente humilde.
—Porque tienen la lengua muy larga. Están todo el día insultando y diciendo palabrotas, y pueden ser violentos. No están bien integrados, son todos hijos de padres alcohólicos.
—Mami, ¿qué son cólicos?— preguntó Dave estirándome de la manga.
—Cólicos son lo que me entra a mí al recordar la destrucción y explotación de la cultura aborígen australiana por parte del hombre blanco y la devastadora metedura de pata en nombre de la maldita integración. Y al-cohólicos son los enfermos crónicos en los que se convierten algunos después de doscientos años de pobreza, desempleo, discriminación, racismo y aburrimiento.
—¿Y les duele?
—Sí, tanto los cólicos como los alcohólicos duelen mucho. Pero sigamos la charla dentro de un par de años. Ahora vamos a jugar con estos niños, que parecen muy simpáticos.

Y jugaron y se lo pasaron bien. Y les recordé que yo no he nacido aquí, igual que más de una tercera parte de los australianos, y que de sus abuelos solo uno es nacido aquí, de sus bisabuelos ninguno; mientras que los ascendientes de estos niños llevan en Australia más de cuarenta mil años, pero de ellos quedan ya muy pocos. Y volví a alegrarme de haber hecho este viaje, de estar tan lejos y de exponer un poco a mis hijos a otra cultura sin haber salido del país.

Después de una semana volvimos a dirigirnos hacia la costa y de repente mi móvil entró en cobertura. Detuve la autocaravana, alarmada por la cantidad de pitidos que me alertaron de numerosos mensajes de texto y llamadas perdidas. Eran de amigos y familiares que se preguntaban dónde estábamos y se ofrecían para ir a comprobar los daños en mi casa. Así fue como me enteré que el día después de nuestra marcha se había desencadenado un huracán en la costa sur que había hecho caer árboles y provocado muchos destrozos en varias propiedades de la zona donde vivimos. Con la suerte que suele acompañarme en los viajes, nosotros nos habíamos librado del huracán justo un día antes, conduciendo en la dirección opuesta a la que se dirigía.